viernes, 11 de diciembre de 2015

LEER...ESCUCHAR

Hace un par de semanas repetí una comida con un buen amigo de Valldoreix. Fue en un restaurante bien llevado por una pareja joven que se multiplica a si misma por dos o por tres para que les salga la cuenta de resultados. Evocamos capítulos inolvidables –los dos hemos andado ya un buen camino- y nos detuvimos en las contradicciones que nos salen al paso en la vida. Al acabar quedamos en repetir para darle higiene al cerebro.

Salimos a la calle Mayor de Sant Cugat y bajamos hacia la Plaza del Monasterio y nos fijamos en una librería de  segunda mano, no hablo de una librería “de viejo”, en donde puedes vender ese libro que no sabes ya donde colocar, o comprar una novela por tres o cuatro euros. “No está mal –pensé- es una forma de evitar que los libros mueran despedazados en un Punt Verd o pasto de la llamas ante alguien que tenga frío o no soporte la cultura…que seguro que alguno queda”.

Nos despedimos y le di un par de vueltas al asunto. Se lee poco, me dije y si no que se lo digan a los editores o a los escritores de batalla cuando nos asaltan las lágrimas de la emoción al encontrarnos con alguien que, sin conocerte, te dice que ha leído una de tus novelas. ¡Que alegría tan inmensa!.

Se lee poco y tampoco escuchamos leer, una práctica que ha caído en desuso y que, aunque parezca carrinclona, tendría un valor inmenso para despertar el apetito por las historias escritas. Recuerdo que cuando era bachiller y mediopensionista en un colegio de Madrid, cada día, mientras comíamos, uno de los que allí estábamos, elegido al azar o por el dedo perverso del profesor que nos vigilaba, teníamos que leer un fragmento de algún clásico, de Quevedo, o Cervantes, de Pio Baroja, Larra y otros más. Aún recuerdo cómo sufría hasta ver que yo no era el elegido pero hoy, cincuenta años después, pienso que aquella fue una buena cosa.

Ahora tenemos demasiadas tentaciones a nuestro alrededor para buscar en una biblioteca –o en internet- alguno de aquellos textos de mi bachillerato. La Sociedad de la Información, las redes sociales, las herramientas de intercomunicación instantánea, los mandos de la consola de video juegos…ufff, ¡muy difícil!

Pero casi todos tenemos oídos y tal vez a alguien se le pueda ocurrir producir y poner a la venta CD,s o listas  de Spotify con cuentos o novelas bien leídas. Así podríamos  escuchar las buenas descripciones de Eduardo Mendoza sobre las andanzas de Onofre Bouvila en La Ciudad de los Prodigios mientras hacemos spinning, o la deriva de Pijoaparte en Últimas Tardes con Teresa, cuando recogemos los platos del comedor o nos damos un revolcón con nuestra chica…o mientras viajamos en el metro o esperamos en un aeropuerto a que salga nuestro avión…sí, con los auriculares puestos pero escuchando, vía wifi,  historias bien escritas, no música ni noticias. ¿Se imaginan?.

Sí, ya sé que estoy un tanto socarrón pero no es una mala idea. Piénsenlo. Basta con que alguna escuela de negocios lo incluya como ejemplo de business plan y ya verán como al emprendedor que lo haga le dan un premio.

Y además, ¡que caray! También valdría para despertar el ánimo de la gente que apenas habla,  o de serenar el de los que hablan demasiado, o el de los que pontifican por lo que creen que saben y apenas conocen. Si escucharan las historias que se esconden en los libros, los salvapatrias, los de todos lados, verían que el mundo es más grande que su ombligo y que en la vida se puede ser uno mismo sin ser de los tuyos o de los míos.

No propongo que abjuremos de nuestras identidades, sino de que cuidemos un poco más nuestra condición de ciudadanos del mundo, mamíferos, bípedos y además racionales. Y para conseguirlo, una historia, leída o escuchada, puede tener efectos milagrosos. Estoy seguro.


Javier ZULOAGA

jueves, 3 de diciembre de 2015

LOS CORSÉS DEL PERIODISMO

Han pasado tan sólo unos días del primer gran debate político en la edición digital de un gran diario, “El País”, en el que los candidatos a relevar al Partido Popular en el gobierno de España, mostraron sus ideas. Fue un gran éxito. Y no sólo por su repercusión, sino también por lo que aquellas dos horas tuvieron de saludable ruptura de los corsés que han marcado las líneas del mundo del periodismo. No ha sido la primera vez, ya lo sé, pero su oportunidad lo ha convertido en el comienzo de algo importante. Al tiempo.

Sí, aquello de las fronteras entre  los periódicos, las radios y las Tv,s está comenzando a saltar a pedazos, de la misma manera que las emisiones codificadas de televisión ya no tienen casi que ver con las antenas parabólicas.

Sí, la Sociedad de la Información se los ha comido a todos casi de un bocado y aunque puedan seguir llegando a sus lectores/oyentes/televidentes a través de los canales tradicionales, el futuro va a ser muy distinto. Todo llega ya a todos a través de los artilugios con los que podemos conectarnos a internet. No hay vuelta de hoja y aunque no se trata de un tsunami, si se parece a una duna que, muy poco a poco, está enterrando al actual modelo de la información en el penúltimo capítulo de la historia del periodismo.

Hace casi diez años me matriculé en un master de la Universitat Oberta de Catalunya, UOC, sobre la Sociedad de la Información, que no llegué a acabar por falta de tiempo, pero en el que  pude percibir la que se nos venía encima. Todo aquello parecía tan futurista como  teórico, pero lo cierto es que me abrió los ojos por dos razones principales: porque ya existía y porque lo único que faltaba era su extensión a los hábitos de las personas. Y a eso, ya hemos llegado.

Poco después me hice cargo de elaborar un plan de comunicación para una gran institución. Eran momentos de cambios tecnológicos y de una dura crisis económica que acogotaba los presupuestos de los medios, principalmente los audiovisuales. Había mucha crisis y muy poco dinero para enviar a un cámara a cubrir un evento. Se trataba, pensamos, de echarles una mano y conseguir al mismo tiempo que contaran nuestras historias bien ilustradas.

Cuando diseñé con mi equipo las líneas de lo que nos proponíamos hacer y me preparaba para explicárselo a la alta dirección, la profesional que sabía más que todos los demás de qué iba aquello de las TIC,s  – una canaria de curiosidad inacabable- me sugirió que no me entretuviera demasiado en explicar a mis jefes los detalles de lo que era un “streaming”, ya que la única diferencia entre esa maravilla y el directo-directo eran tan sólo unos cuantos segundos. Le hice caso a medias, ya que quería cubrirme las espaldas en un asunto tan peliagudo no fuera a ser que alguien nos descubriera al ver que no coincidían las señales al televisar un concierto en Navidad: la nuestra en “streaming” y la directa-directa de un canal de televisión que decidiera ofrecer a sus espectadores el concierto íntegro o un corte de él. Ocurría hace siete años.

Sin ceremonias y bis a bis, fui explicando a aquellos directivos de que iba aquella novedosa manera de retransmitir las cosas, “es ahora, pero fue hace unos instantes”, “ocurrió hace unos segundos pero es como si fuera ahora”. Recuerdo que alguno me miraba extrañado y me decía que no me preocupara tanto en explicar algo que había salido tan bien. Y le hice caso.

Hoy ya no es novedoso, sino auténticamente real y  habitual. Y para muestra, el botón trascendental de “El País” el pasado 30 de noviembre. Aquella noche tuve la impresión de que los moldes ya se han roto y de que el papel impreso parece cada día más mustio y que el poderío político que supone conceder frecuencias de radio y  televisión será menor en un futuro. Y me alegré mucho.

Y como ya tengo algunos años, mi memoria ha volado a los problemones que teníamos en mi periódico en Burgos cuando perdíamos el correo de Miranda de Ebro a las cuatro de la madrugada. Y a las perforadoras de la cinta del teletipo. Y a aquellas ampliadoras Durst con las que mejorábamos el encuadre de las fotografías y a la irrupción del offset tras la muerte sin piedad de la tipografía y al entierro de las moviolas de 16 milímetros con las que trabajé en TVE.

Todo ha cambiado en un suspiro, sin que nos demos cuenta. Y tenemos la suerte de haberlo visto.

Javier ZULOAGA             


jueves, 13 de agosto de 2015

¡TIERRA, TRÁGAME!


Creo que fue el 4 de agosto, cuando extendía mi silla sobre la arena de la playa de Estartit. Lo llevaba todo, el protector solar, las gafas de sol, mi libro y sobre todo esa sensación de confort que te invade al echarle una ojeada a la línea del horizonte del mar y mirar el reloj para pensar que ese momento y los que vendrán después son realmente tuyos.

 Me siento, respiro una bocanada de tranquilidad y miro a mi alrededor para ver si hay algo que se salga de la rutina, pero veo que no, que los hombres son más iguales cuando están en bañador… aunque algunos tienen más barriga cervecera que otros y seguramente los que lucen un tatuaje, un “tatu”, no deben ser consejeros delegados, ni directores generales…aunque tampoco pondría la mano en el fuego porque las cosas están cambiando una barbaridad.

Como muchos otros días, hay señoras que pasean en pareja, como si fueran de la Guardia Civil y que tras sus gafas de sol  pasan revista a los que nos curtimos al sol mientras se confiesan sus grandes problemas, que lo de su marido siempre en el chiringuito pegándole tragos a la birra y repasos a los culos de esas nenas que bien podrían ser sus hijas ella ya no lo aguanta más…”…que no Churri, que no, que yo le pido la separación cuando vuelva a Barcelona” .

O que va a pedir al traslado de departamento cuando vuelva a trabajar  porque al americano que fichó la compañía para que todos fueran más eficientes, lo va a aguantar su tía la de Illinois, porque ella ya no está para cambiar pañales.

Todo era, más o menos, como un año atrás, pero ese día, ese 4 de agosto, me sorprende la estampa que ilustra este artículo. Sí, fíjense bien y verán que no tiene desperdicio. No, no es un niño que ha escarbado en la arena para construir un castillo o ver cómo se filtra el agua de mar; es un chaval de unos diez años que ha hundido el culo en una suerte de butaca a la medida para refugiarse a leer su libro, “Donald Duck”. Sí, un comic como aquellos que nosotros suplicábamos a nuestros padres cuando les acompañábamos al quiosco al comprar el periódico del domingo.

Los padres son british  y están acomodados en dos butacas impecables, colocadas en simetría perfecta cara al mar, bajo dos sombrillas de última generación, de esas que te permiten subir o bajar a placer el parasol, como si se tratara de un periscopio. Él leía un libro digital y  ella ojeaba una revista de modas. Junto con el niño al que medio se había tragado la tierra, formaban una estampa de postal.

Pasé un buen rato comparándolos con los grupos que se van creando en las playas a medida se acerca el mediodía y vi que no, que no había diarios. Palas, cubos, rastrillos, raquetas playeras, incluso libros -sobre todo en manos de mujeres- y pensé que la ausencia de diarios en manos de los y las bañistas podría significar que existen personas que pueden dar vacaciones a las  pesadillas que, en buena medida, nos ofrecen los medios de comunicación. Ojo, esto no va por mis colegas periodistas, hablo del escenario público, ese de “cuanto peor, mejor”.

Y al volver a casa desde la playa rescaté mi último artículo en Diari de Sant Cugat, el periódico del pueblo en el que vivo, Un verano inquietante. Y pensé que ójala yo no tuviera razón, aunque al conectar los informativos de la televisión me digo que sí, que lo de la playa es sólo una postal. Aquí les dejo unos párrafos, por si les interesa.

“Sí, nunca podré olvidar este verano porque va a ser muy muy inquietante. Cuando escribo este artículo y leo las noticias, se me enarcan aún más mis cejas: cada día el enconamiento es mayor, las grandilocuencias innecesarias más frecuentes y la sensación de estar próximos a algo malo para todos, más arraigada.

La sensibilidad se entiende ahora de forma especialmente agresiva, para ver de qué manera se puede tocar la fibra de quien no está de acuerdo con lo que cada uno defiende y ya es prácticamente imposible pensar que aquello del diálogo es la vía adecuada, aunque en teoría lo sea.

Si, el examen es el 27 de septiembre y sus vísperas van a ser convulsas, de crispación creciente, de disparates, de tensiones que no llevan a ninguna parte y que únicamente crean barreras en las relaciones de las personas.

Sí, pónganle ustedes los nombres que quieran, aunque yo, soy vasco, tengo evidentemente los míos y lo cierto es que no veo en el horizonte catalán la reedición del Abrazo de Vergara, el que el general Espartero y el carlista Maroto, se dieron tras el acuerdo firmado en Oñate para acabar con la Primera Guerra Carlista en 1839. Y aquí, aunque no hay batallas en las calles, la tensión es tan espesa, que se puede cortar”.

Javier ZULOAGA
 


martes, 16 de junio de 2015

LAS COSAS PEQUEÑAS


En un mundo tan trascendental, complejo, contradictorio, injusto, duro e implacable (añadan ustedes sus propios calificativos) como el que vivimos, las cosas menudas y las pequeñas historias cobran a veces una dimensión más justa. Así, dos películas sobre lo que pasó en dos restaurantes, uno americano y otro francés, o dos libros  que relatan las desventuras de unos jóvenes alemanes y una francesa ciega durante los años treinta en el arranque de la Alemania nazi y la segunda gran guerra, pueden ocupar, en nuestra atención, el espacio que solemos reservar para las grandes producciones cinematográficas y los títulos de mayor difusión de la industria editorial.

A mí me ha pasado al ver las comedias estadounidenses Chef  y Un viaje de diez metros, que cuentan las desventuras de un ambicioso cocinero norteamericano que cae en desgracia y descubre la grandeza de lo más sencillo, hablo de la primera, mientras que la segunda, que ocurre en Francia, sitúa al espectador en un plano bastante surrealista en el que una familia llegada de Bombay decide salir adelante abriendo un restaurante hindú situado -así lo ha querido el guionista- frente a un elitista establecimiento galo que espera que su segunda estrella Michelín le llegue como caída del cielo.

Al apagar el televisor me fui a la cama con sensaciones diferentes a las que acostumbro a tener cuando acaban las películas más taquilleras y disfrutas con los papelones de las grandes estrellas cinematográficas. Ni mejores ni peores, sino simplemente distintas, bastante más serenas, sin entusiasmos, pero con mis pensamientos diciéndome  que esas historias de segunda división comercial merecen mucho la pena. Pocos platós, contados efectos especiales por no decir ninguno y bastante, mucho talento de quienes han trabajado en la película. Y al día siguiente, como ahora hago, comienzo a recomendar lo que he visto a quienes están cerca de mí hasta que alguien me dice que ya se lo había comentado el día anterior.

Con los libros, aunque bastante distinto, me ha pasado otro tanto en los últimos meses al leer La luz que no puedes ver , del norteamericano Anthony Doerr, Pulitzer 2015, que cuenta los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial a través de dos protagonistas muy secundarios en el conflicto, una joven ciega refugiada en la bretona Saint Maló y un adolescente alemán al que los nazis sacan de un orfanato para sumergirle, sin éxito,  en la locura colectiva de aquel momento.

En Hermanos de sangre de Ernst Haffner se detalla la vida trágica de unos jóvenes alemanes que sobrevivían en el Berlín entre las dos grandes guerras. La obra, que ha estado encerrada en un cajón desde que los nazis impidieron su publicación tras hacer desaparecer al autor, es un canto a la amistad en un entorno de miseria. Grandeza humana en un mundo de desastre.

Estas dos obras, junto con Nos vemos allá arriba , del francés Pierre Lemaitre, premio Goncourt 2014, me han regalado una visión de las guerras europeas que en parte ya tenía, pero que no había tenido ocasión de ver desde la gran sensibilidad de estos escritores.

Por ello creo, tras darle esta pensada a lo de mis películas y a lo de los libros que he leído, que no está nada mal que haya quien se detenga y convierta en grandes esas pequeñas historias sobre personajes que podemos encontrar en la calle cada día, o desentrañe, al escribir sobre ellos, los últimos capilares de los grandes desastres de la humanidad y podamos así tomarles  la auténtica medida, más allá de lo que cuentan los libros de historia, que apenas se detienen en las minucias más interesantes.

Javier ZULOAGA


jueves, 7 de mayo de 2015

LAS VERGÜENZAS EUROPEAS EN AFRICA


Han pasado ya algunos meses desde que tomé un café en Barcelona con la periodista Gemma Parellada , un buen referente para quienes estén realmente interesados en hurgar en la realidad africana. La conocí en una cena en mi casa, hace siete u ocho años, cuando acababa sus estudios de periodismo en la Universidad Ramón Llull. Cuando decía lo que pensaba  destilaba tanto ímpetu como curiosidad por sumergirse en ese inmenso mar de la actualidad africana, de la que los lectores nos enteramos únicamente cuando la tragedia de la que nos hablan es inmensa. Pinchen y lean aquí algunas de sus crónicas

Durante el café de hace poco tiempo, hablamos precisamente de eso, de la falta de rango que la actualidad africana tiene en los medios de comunicación, en los que Africa pasa a un segundo, tercer, cuarto plano con gran facilidad… o bien desaparece  como por ensalmo, como si en realidad lo ocurrido fuera una simple anécdota, para dejar paso a otros problemas más cercanos geográficamente, de mayor interés económico y menos incómodos, además, para la mala conciencia colectiva que los europeos llevamos agazapada.

 Animé a Gemma, como experta en cuestiones africanas que es, a que peregrinara por los medios hasta encontrar alguno que viera en unas páginas periódicas, ¿porque no semanales?, la oportunidad para dar a los lectores una visión actualizada y regular de un continente  del que apenas sabemos nada hasta que ha ocurrido algo espeluznante.

Nos despedimos, ella volvió a África y últimamente escribe desde Madagascar, desde donde –entre otros temas- ha ido cubriendo las matanzas radicales contra cristianos en Kenia. Yo seguí en mi despacho de Sant Cugat, mirando lo que pasa en el mundo a través de la ventana de los medios de comunicación y enriqueciéndolo con lecturas de buena narrativa sobre cosas que pasaron o pudieron ocurrir.

Hace siete u ocho años y tras conocer a esta corresponsal,  se despertó mi curiosidad por África. Leí y escribí sobre Ébano, de Kapucinski y descubrí lo que podía dar de si este blog para volcar mis reflexiones. Poco después, en diciembre de 2007, colgué  ¿Existe Africa? que ahora he desenterrado al ver el marasmo de inmigrantes que, dia a día, se ahogan o sobreviven frente a las islas de Italia.

¿Existe África?, me repito ahora y vuelvo a leer aquel artículo, del que sin querer evitarlo, copio y pego alguna de sus líneas, ya que al fin y al cabo las he escrito yo mismo. Recuerden que han pasado más de siete años:

“Con ocasión del Foro Social de Nairobi, celebrado en la capital de Kenia en enero pasado, salieron esas paradojas numéricas que despiertan –sólo temporalmente- las conciencias del mundo desarrollado. África tiene el 10,3% de la población mundial y sólo el 2,2% de la renta de toda la Tierra.

El diario La Vanguardia reproducía las declaraciones de Aminata Traeré, escritora y exministra en Mali “Arrebatar la riqueza a la gente –decía- y después fingir que le quieren ayudar. Nos roban por un lado, nos devuelven unas migajas y lo llaman cooperación”. La activista africana recordaba los planes que Toni Blair proclamó para solucionar los grandes problemas africanos al comenzar la cumbre del G-8 en 2005. En aquella ocasión, el grupo de los países más industrializados se comprometieron inicialmente a aportar 100 millardos de dólares en los siguientes diez años, cantidad que se redujo a la mitad al acabar el encuentro y se aplazó en cinco años –hasta 2010- el inicio de su pago.”

Cuando publiqué este artículo, las avalanchas migratorias  hacia Lampedusa ya existían, aunque eran bastante menores, por dos razones: porque en Libia existía un régimen –ahora no hay ninguno- que controlaba los movimientos y maltrataba las libertades de las personas y porque los flujos de terceros países, centroafricanos y de Oriente Medio, principalmente Siria, estaban todavía en el horizonte.

Kapucinski me llevó a Joseph Conrard y El corazón de las tinieblas, en una edición prologada por Mario Vargas Llosa, que años después navegaría sobre el mismo asunto del Congo en el El sueño del celta. Menos mal que la inquietud literaria nos ha situado en lo que allí pasó, para que la historia no lo entierre.

Y escribí: “el prólogo de Mario Vargas Llosa sitúa al lector en las monstruosidades de los belgas cuando hicieron del Congo una finca privada del Rey Leopoldo II “una indecencia humana” según el maestro peruano, que no duda en situar a aquel monarca en los niveles de inhumanidad de Stalin y Hitler, pese a que la vida oficial de su tiempo le catapultó y condecoró como gran benefactor de los negros, al tiempo que eran exterminados entre cinco y ocho millones de nativos. Cuando uno lee el prólogo de Vargas entiende las dificultades que Conrard hubo de sortear para que su libro viera la luz y que su lectura, a pelo, no sitúa el lector en la auténtica dimensión de una tragedia que aún no ha acabado en aquella antigua colonia, por el conjunto de sátrapas que la han gobernado desde su independencia.

No han pasado muchas semanas desde que el primer ministro italiano, Matteo Renzi, clamó en Bruselas, capital del país en el que reinó Leopoldo II, para que la Unión Europea arrimara el hombro para detener la marea humana que busca sobrevivir. Dicen que en las costas libias hay más de un millón de personas esperando.

No he leído que se hayan tomado grandes decisiones, además de reforzar la vigilancia costera italiana con unidades de otros países. Por ello vuelvo la vista atrás en este blog y encuentro dos buenos párrafos  de  entrevista publicada en El País con el Premio Nobel de Literatura 1986, el nigeriano Wole Soyinka.

"La historia de África fue perturbada por los cazadores de esclavos, tanto árabes como europeos, que destruyeron cuanto había. Luego vinieron los imperios extranjeros a explotar nuestras riquezas y, cuando se fueron, se sucedieron los conflictos que provocaron para seguir conservando su dominio".

"Por cada cayuco que llega a Europa con 100 africanos que arriesgan su vida por buscar una vida mejor, debería salir otra embarcación en sentido contrario que llevara europeos emprendedores a África. No tienen que mandarnos a sus criminales, sino a aventureros que busquen nuevas oportunidades. Les aseguro que si se instalan en Lagos, ya no querrán salir de allí".

Pues eso.


Javier ZULOAGA

martes, 7 de abril de 2015

LA IMAGEN Y LAS PALABRAS



Los periódicos acostumbran a publicar fotografías que sus lectores envían porque les parecen curiosas. Las hay de todos los colores, un coche mal aparcado, una acera intransitable porque una farola la parte por la mitad, lo que queda de una bicicleta que su dueño ató con una cadena y un candado, evidencias caninas de dueños que viven solos en su mundo interior, un hombre a punto de ser devorado por contenedor de basuras…y muchas otras que ustedes habrán visto al pasear por las calles.

Desde que los móviles compiten con la fotografía profesional y la Sociedad de la Información crece imparablemente hasta hacer imposible que un ciudadano que quiera vivir como tal casi no es nadie si no chatea en WhatsApp, tiene una cuenta de correo, amigos en Facebook, colegas en Linkedin o seguidores en Twitter, millones de imágenes vuelan cada segundo perdiéndose en el inacabable universo de Internet.

Un vecino mío, en el Ampurdán, un norteamericano que se llama Dave, me ha hecho llegar la imagen que hoy pueden ver junto a estas líneas. Iba en bicicleta con su mujer cuando llegaron a las proximidades del aeródromo próximo a la playa de Estartit, junto a la desembocadura del Ter y decidieron detenerse porque comprobaron que a veces es verdad aquello de que una imagen vale más que mil palabras.

Para el automovilista –y también para el ciclista prudente- es más evidente y claro el mensaje del cartel artesano, el que está en el plano inferior, en el que te dicen que mires a tu izquierda y a tu derecha cuando pases por allí porque, si no lo haces,  una avioneta te puede dar un susto o un disgusto. Resulta más elocuente que la señal superior, la oficial, que es la que se puede ver en todas las carreteras que pasan junto a aeropuertos.

La primera es algo más que una información, es un aviso de que como no te andes con ojo, te la puedes jugar.

La imagen me ha invitado a pensar en lo importante que es que las cosas, sobre todo las más trascendentales, sean explícitas. Pero me he dicho, casi al tiempo, que vivimos en un mundo donde las afirmaciones ambiguas, ya lo sean espontánea o calculadamente, tienen una presencia considerable y en ocasiones abrumadora en el paisaje que nos rodea. Y he llegado a la conclusión de que  en este dilema no se salva nadie, sea cual sea nuestro oficio y que tal vez por ello todos somos también  un tanto incrédulos y no reparamos a veces en que lo que estamos escuchando es auténtico.

Vamos, que  nos lo digan además ahora, cuando resulta difícil escaparse de grandes sueños de igualdad social, de electrizantes emociones gregarias o de la creación, casi por arte de magia, de millones de puestos de trabajo.

Faltan carteles explícitos y auténticos –como el de la fotografía- pero esos, al menos durante unos meses, no interesan.

Javier ZULOAGA



sábado, 28 de febrero de 2015

¿SOMOS BIPOLARES?


Arrinconarme los domingos en mi butaca y poner los pies, con calcetines claro está, sobre un cojín que previamente he colocado en la mesa del salón, es uno de los placeres que pienso resistirme a perder.  No es ningún lujo asiático y me permite, además, buscar en los diarios aquellas cosas diferentes a las que, más o menos, ya sé desde la noche anterior, cuando he repasado las ediciones digitales y hemos apagado el televisor después de ver las portadas de los diarios del día siguiente.

Deseas que llegue esa pieza periodística imprevisible, la que es distinta a las demás. A mí me salió al paso, el domingo pasado, una auténtica perla al leer “El País”. Era una entrevista con el psicoanalista y ensayista británico Darian Leader, que acaba de publicar Estrictamente bipolar, un análisis sobre este trastorno, que el entrevistado da a entender que es la última generación de la manía depresiva.

Dudé unos instantes en continuar leyendo o dejar de hacerlo, pero me incliné por lo primero cuando en su primera respuesta, Darian Leader explica que el trastorno bipolar afecta a entre un 10 y un 15% de la población, porque su definición actual es, en buena medida, el reflejo de algunas características de la vida moderna y por ello son cada vez más los que la padecen, incluso no pocos sin saberlo.

El trastorno bipolar es un reflejo de la vida moderna  era el título de la edición en papel, aunque en la digital se optó por Hay que eliminar la distinción entre salud y enfermedad mental. Lean la pieza, porque merece la pena.

El ensayista británico explica que la crisis económica ha traído, entre otras cosas, los contratos laborales cortos y el aumento de la inseguridad laboral. “Y estamos obligados a mostrar – dice-  un entusiasmo extraordinario por cada trabajo. Incluso si vas a una clase de yoga, se te exige una entrega de cuerpo y alma. Debes afrontar cada proyecto con un entusiasmo desaforado. Eso significa que habrá un ritmo natural de agitación, seguido de agotamiento, lo que puede llevar a un poco científico diagnóstico de bipolaridad”…

Y extiende sus dudas cuando recuerda que hace tiempo se entendía, como muy preocupante, el deseo compulsivo que algunas personas tenían de comunicarse con los demás. Parlanchines, cotorras y palizas. “Eso, que se percibía tradicionalmente  como el rasgo principal del maniaco, es hoy una obligación social. Hay que estar en Facebook, en Twitter”. Me vi retratado, a veces me extiendo demasiado al hablar y he sucumbido al Twitter…como muchos otros/as.

Darian Leader se pasea detalladamente sobre el papel que las farmacéuticas  han jugado y jugarán en la aparición o metamorfosis de enfermedades –afirma que en los próximos años asistiremos a un crecimiento espectacular en la venta de ansiolíticos- que el lector puede leer con detalle si pincha el enlace de líneas arriba.

Y se queja amargamente de que hayamos abolido la dimensión narrativa de la vida humana al recordar que en Inglaterra los médicos dedican una media de seis minutos a cada paciente. “¿Qué puedes aprender de la historia de alguien en seis minutos?”.

Al acabar de leer, me pregunté si todo esto, que a primera vista va más de psicoanálisis y psiquiatría, tiene más enjundia. Y me he dicho que sí, que pocas personas se escapan de los entusiasmos profesionales –de forma sincera o forzada porque no tienen otra opción- y cuántos acaban desalentados o agotados al acabar esa lucha personal contra el pesimismo o la realidad.

“Hay mucha gente – dice el psicólogo de la entrevista – que a los pocos minutos de conocerte, te dice que es bipolar, sin embargo nadie te dice en una fiesta: soy esquizofrénico “

Reconozco que al acabar de leer estaba confuso. ¿No estaremos todos un poco tocados?, me dije al tiempo que pensaba que tal vez salgamos de dudas cuando vayamos a parar a un diván y alguien nos diga que una multinacional farmacéutica está punto de sacar un remedio de última generación, maravilloso,  para solucionar nuestro problema, que es también una enfermedad de nueva generación. De momento ya nos anuncian que en los próximos diez años consumiremos muchos más ansiolíticos. Algo es algo.


Javier ZULOAGA

martes, 3 de febrero de 2015

LAS MISERIAS NO CAMBIAN


“Maldigo a nuestros enemigos, a todos aquellos cuya terquedad les impide escuchar la voz de la razón pidiendo un gobierno justo, denunciando los abusos de los Grandes y el expolio de Castilla, a los que niegan la palabra al pueblo y se arrogan el derecho divino de dar a uno lo que a mil corresponde. Maldigo a los cobardes traidores de pensamiento y de hecho; a los que alientan la esperanza de un futuro mejor en los corazones humildes y les vuelven la espalda por miedo o provecho y también a los ricos comerciantes cuyas bolsas se llenan con el hambre de los pobres. No hubo entre todos estos avariciosos, mezquinos, egoístas, ni uno solo que defendiese el bien de esta tierra antes que el suyo propio. Amagaron sin golpear, ladraron pero no mordieron y escondieron la cabeza bajo el ala cuando vieron sus privilegios en peligro”

Este párrafo llamó mi atención –y me llevó a subrayarlo- cuando estaba acabando las últimas páginas de “La Comunera-María Pacheco, una mujer rebelde”, novela histórica de la alavesa Toti Martínez de Lezea (Maeva). Era la tercera vez que leía su obra, tras “La Abadesa” y”La sombra del templo”. La escritora sitúa muy bien al lector en la trascendencia del testamento de la persona más perseguida en España durante el reinado de Carlos I.

El hijo de Juana la Loca y nieto de los Reyes Católicos,  no pudo añadir la cabeza de María Pacheco  a la de los generales comuneros Padilla (su esposo), Bravo y Maldonado, que fueron decapitados tras perder  la batalla deVillalar. Lejos de amilanarse, se hizo fuerte en Toledo hasta que tuvo que huir a Oporto, en donde murió en la cama gracias a la protección del obispado de la ciudad. Puede, según cuenta la novelista, que aquella fuera la simbólica derrota del Emperador en su sangriento enfrentamiento con los castellanos que se creyeron que eran realmente libres.

Cada vez que acabo un libro, sus personajes, sus historias y sus sueños, se pierden en los recovecos de mis propios pensamientos, en donde se confunden con otros que he ido conociendo, página tras página, en las horas que he disfrutado leyendo. Forman una suerte de patrimonio cuyo valor es difícil de establecer pero que, en todo caso, no tienen quienes no disponen de tiempo, no pueden o no quieren leer.

Y además caes en la tentación de trasladar lo que lees al mundo que te ha tocado vivir y preguntarte si lo de María Pacheco escrito por Martínez de Lezea valdría para describir cosas que están ocurriendo ahora.

¿No sobra terquedad y sordera en el mundo en el que vivimos?, ¿Existe la traición de pensamiento… y la discrecionalidad a la hora de repartir?, ¿No se alienta la esperanza en los corazones más humildes… o se llenan bolsas con el hambre de los más pobres?, ¿Tienen la avaricia, la mezquindad y el egoísmo mayor peso que el bien general?.

Las respuestas a estos interrogantes, que María Pacheco sabría responder sin dudar, las tenemos a nuestro alcance, a poco que pensemos y conectemos la ventana del televisor para ver qué es lo que pasa por las calles del mundo.

No hay más que abrir los ojos para ver que, también ahora, la amenaza es moneda corriente y que se esparce el miedo entre las personas para conseguir que no se alejen demasiado o no vaya a ser que tengan ideas propias.  Que se ladra demasiado, tanto,  que incluso ya existen profesionales bien pagados para levantar  la voz en las tertulias  y sembrar la inquietud. Y, sobre todo, que en lo de esconder la cabeza bajo el ala cuando vienen mal dadas, los humanos nos hemos ido sofisticando de una forma prodigiosa jugando, eso si, con el olvido y la generosa amnesia de los ciudadanos.

Más o menos parecido a los Comuneros, aunque, claro está,  ahora no se cortan cabezas… aquí.


Javier ZULOAGA 

lunes, 5 de enero de 2015

LOS PATRIOTAS

Los malo –o lo bueno- de leer novelas imaginadas que ocurren en sitios y tiempos reales, es que conducen el lector  a buscar situaciones parecidas en su entorno. A mí me ha ocurrido al cumplir con la asignatura pendiente de acabar “Las cenizas de Ángela”, del norteamericano de origen irlandés Frank McCourt, en la que narra con buenas dosis de crudeza, ironía y bastante buen humor, su propia infancia en Irlanda, a donde su familia retornó desde Nueva York huyendo de las penurias de la Gran Depresión norteamericana.

McCourt, profesor y novelista, fue galardonado con el Premio Pulitzer 1997 por esta obra.

Es una escenificación despiadadamente real, en la que se siente y casi se ve lo que es la miseria,  Malachy McCourt, padre del protagonista, es un borracho que gasta en pintas de cerveza su escaso sueldo o subsidio de desempleo y que cuando llega a su casa desde las tabernas, despierta a su hijos para que, bien estirados, le prometan que están dispuestos a dar su vida por Irlanda. Con aquel arrebato de patriotismo, Malachy cree que ha exculpado sus pecados alcohólicos y sus hijos se sumergen poco a poco en la sima de las contradicciones.

“Han muerto hombres por Irlanda desde los tiempos más remotos y hay que ver cómo está el país”, es algo que Frank, el hijo mayor, escucha un día y que le abre los ojos frente al inmovilismo del credo patriótico. Un profesor, Thomas L. O’Halloran le regala, un día en clase, unos buenos fundamentos sobre la cuestión, “Tenéis que estudiar y aprender para poder llegar a vuestras propias conclusiones sobre la historia y sobre todo lo demás, pero no podéis llegar a conclusiones si tenéis la mente vacía. Amueblaos la mente, amueblaos la mente. Es vuestro tesoro y nadie en el mundo puede entrometerse en ella”  

Después de acabar esta novela he pensado que, además de un argumento potente, contiene unas buenas dosis de antídoto para defenderse de la manipulación de las emociones colectivas, que es el semillero, al fin y al cabo, del patriotismo mal entendido.

No me refiero, ahora de momento no, al sentido de pertenencia sano, al que no excluye a los que piensan y sienten diferente, aquel que no se sustenta únicamente en los sentimientos, sino que suma sentido común, toda la inteligencia que cada uno tiene y evita la tentación de caer en la burbuja de la endogamia y el repaso constante del ombligo emocional. Es aquel que no anima a la animadversión hacia quienes no comulgan con el credo patriótico de turno, convirtiendo la animosidad, además, en un mérito.

El patriotismo mal entendido, ahora  aquí sí, es casi siempre  manipulador, alimenta la electrización emocional de sus seguidores e intenta extenderla implacablemente a sus “enemigos”. “Si no estás convencido de lo que te estamos diciendo, eres un mal ciudadano, no mereces ser…”. O bien lo contrario, “Si realmente eres como nosotros, eres un buen…”. Ellos son los que reparten, finalmente, la carta de naturaleza de los ciudadanos-patriotas y pasan de largo de quienes entienden que no lo son. Afortunadamente, son minoría aunque hagan, a veces, mucho ruido.

Los patriotismos constructivos, no necesariamente beligerantes, son aquellos que saben dibujar en el suelo de la convivencia y con trazo fino, las líneas rojas que no han de sobrepasar los comportamientos. Este patriotismo, una aleación equilibrada de cultura y emociones, cuenta con quienes no comulgan con los dogmas y no por ello se les ataca ni se les ignora. Si, me repito un poco, pero lo hago para que no pase desapercibido.

La Unión Europea, la que trata de poner de acuerdo a sus países miembros, está trufada de nacionalismos. Desde el mismo que se da en Bélgica con las marcadas aspiraciones de mayor autogobierno de los flamencos, se repite con matices distintos en Córcega respecto a París y en Sicilia y Padania en relación a Roma. Alsacia, Escocia… y más y más ejemplos.

Sí y aquí, en España, que les voy a contar que no sepan ustedes. Pienso que nos sobran quienes se han instalado en la verdad absoluta, en el inmovilismo intelectual y piensan que es una traición, una gran claudicación, ceder un ápice en sus principios. Ocurre en todas las esquinas, en las de Madrid, ciudad en la que crecí, y en las Barcelona, a la que llegué hace ya más de 25 años.

Y es preocupante, porque el calendario avanza y el problema se está pudriendo, lo que al final nos puede llevarar a que unos u otros y muy especialmente los que no somos ni patriotas españoles, en el mal sentido de la palabra, ni patriotas catalanes, también en el mal sentido de la palabra, acabemos muy escaldados.

Ojalá que no sea así.


Javier ZULOAGA