jueves, 20 de diciembre de 2007

EL SHOW DE TRUMAN

Cuando, poco antes de las noticias del mediodía, conecto el televisor y miro a la pantalla para tratar de saber de qué va el asunto que se emite en ese momento, me asalta una sensación extraña. En las últimas ocasiones en que he llegado a este punto de desconcierto, he acabado recordando aquella película magistral en la que Jim Carrey interpreta El Show de Truman.

Truman Burbank , actor de un gran reality show televisivo que lleva su nombre, vive en una ciudad artificial Seaheaven (Paraiso del Mar). Él no es consciente de que es protagonista principal de una historia creada para entretenimiento de millones de personas que le observan desde el exterior. Todo está envuelto en marketing publicitario por la audiencia que su vida privada provoca entre los espectadores y todos, menos él, incluso los artistas figurantes que le acompañan en el reparto, saben que nada de lo que ven es real.


Pero Truman comienza a sospechar y decide escapar de los ojos de las cámaras y se lanza a navegar en un mar que no es tal, pero en el que los productores del Show deciden desatar una gran tormenta para evitar que el protagonista se salga de su vida, que ya tiene un guión escrito.

Aquella película obtuvo tres nominaciones a los Oscars en 1998 y fue un precedente digno de los indignos Grandes Hermanos de las televisiones europeas, ejemplos casi insuperables de telebasura, pero todos ellos de gran rentabilidad comercial, tanto, que han acabado consolidándose en las parrillas de audiencias, como algunos otros modelos de estilo parecido.


Esa pasarela de personajes hispanos sin oficio ni beneficio, por ejemplo, tras los que los cámaras de los canales del televisión corren alocadamente cuando salen de la peluquería o del fitness -¿Quién fue el soplón que dijo que el hijo de la Pantoja estaba allí poniendo a punto sus músculos o Belén Esteban tapándose sus primeras canas?. Para que toda aquella escenificación parezca cierta, aceleran el paso ante los objetivos y quede así claro de que ni ellos, ni sus intermediarios, tienen nada que ver con aquella coincidencia callejera.


Para hacer una relación de quienes son los primeros en este ranking de vulgaridad de famosos, he tenido que acudir al Google, porque mi peluquero, poco dado al chafardeo superficial, sólo tiene revistas que se refieren a la sostenibilidad, además de “La Vanguardia” y el “Avui”. En la pantalla han aparecido Antonio David, Alessandro Lecquio, Ricardo Bofill, Rociíto, Yolanda Berrocal, Chabeli, Mar Flores, la Mazagatos y Feliciano López (es el novio reconciliado de la modelo Maria José Suarez, a la que tengo el gusto de haber conocido virtualmente hace un momento). Son algunos de los nombres que han ido apareciendo en mi pantalla buscando entre las publicaciones más populares y que me han permitido saber también que los que fotografiaron a Buenafuente con el trasero al aire deberán pagar 100.000 euros, o que una revista se ha permitido crear una sección llamada ”Marichaladas” para torturar más todavía al Duque de Lugo y regocijar a quienes no saben vivir sin saber que hacen toda esta retahíla de insustanciales personajes del papel rosa.


Es algo parecido a lo del Show de Truman pero sin guión, ni imaginación, con tipejos y tipejas que no saben que han hecho en la vida además de ser hijo de un notable arquitecto, de una reconocida tonadillera o haberse pegado unos cuantos revolcones con una modelo que no sonríe demasiado, no vaya a ser que el botox le haga una mala jugada.


Es una de las otras historias, las que nos alejan aún más de los temas importantes, una burbuja que nos atrapa en la peluquería y en esos diez minutos que preceden al informativo del mediodía, en el que los locutores no andan a la zaga en altura personal y hablan de forma rara, gangosa, como si tuvieran las fosas nasales plenas de mocos y relataran sus historias sin respetar la lógica fonética que se deriva de una lectura correcta de un texto con buena sintaxis.


Creo, sinceramente, que debería existir la posibilidad de darle cambios al diccionario de la lengua y adjudicar a todo este circo de apariencias y oquedad de ideas y pensamientos, el uso exclusivo de la palabra “hortera”. Creo que lo son mucho más que los que visten estridentemente contraviniendo las normas del buen gusto o circulan por las calles en coches con altavoces más grandes que sus ruedas y que, como decía aquella canción de Mocedades, tienen dos escapes y más luces que un belén.

Escribo todo esto porque pienso que es lo único que podemos hacer frente a un fenómeno imparable, que llena bolsillos editoriales y seguramente los de los propios protagonistas, porque, si no, la cosa no marcha y se rompe el círculo virtuoso del negocio de la fama de artificio.

Ahora se estarán muñendo los contenidos de lo que esas revistas de tiradas millonarias publicarán dentro de una semana, se estarán concertando las coincidencias con las cámaras de los “paparazzi” y preparando los maquillajes para que la foto sea impecable. Todos, hasta el nuevo novio de Sara Montiel, deben estar en el ajo del correveydile periodístico navideño.

A todo ello, añadan ustedes esas impudorosas exhibiciónes de historias personales de problemas de pareja, que nunca debieran salir de la privacidad de sus protagonistas y cercanías sociales y que desembocan, en ocasiones, en homicidios que finalmente alimentan, como no, a quienes comenzaron a contar la historia.

Lo encontraremos todo en los quioscos, junto a las revistas de viajes, de decoración y de montañas de periódicos que regalan películas y libros de las grandes plumas de la literatura universal, que acaban olvidados en cualquier esquina, porque ese tipo de cosas, tan serias, la gente –siempre hay excepciones aunque son las menos- no las quieren ni regaladas.

Feliz Navidad



Javier Zuloaga