jueves, 12 de junio de 2014

EN EL NOMBRE DE DIOS

Los humanos, muy especialmente los celtibéricos, creyentes, agnósticos o ateos, acostumbran a invocar a Dios cuando se encuentran ante escenarios trascendentales. Es una manera de amarrar convicciones profundas, lamentarse por desesperanzas sin remedio, poner sobre la mesa intransigencias innegociables, defender verdades que alguien pone en cuestión, gritar cuando te pillas un dedo con la cerradura de una puerta o soltar presión de rabia cuando ya no se puede más con algo.

¡Que venga Dios y lo vea!, ¡Esto no hay Dios que lo arregle!, ¡Por aquí no pasa ni Dios!, ¡Te lo juro por Dios!, ¡Dios como te quiero! o ¡Me cago en Dios!, forman parte de una jerga que, sin ánimo ofensivo, está en el vocabulario de todos como gran palabra multiuso, que tiene derivadas de menor rango, como una que me contó mi padre sobre un tudelano de la huerta de la Mejana que respondió a la caída de un gran pedrisco sobre su cosecha con un sonoro “Me cago en los zapaticos del Niño Jesús”.

La fuerza del uso y el paso del tiempo han hecho que sean pocos los que se escandalicen, aunque estén en desacuerdo con recurrir a Dios con fines tan diversos. La verdad es que no sé si en el mundo del Islam y Buda estas licencias pasarían desapercibidas, como con toda seguridad hace unos siglos el Santo Oficio algo habría tenido que decir sobre el asunto.

He dejado, para dedicarle ahora unas líneas, aquello de “Eso no se lo cree ni Dios” que utilizamos para decirle a quien habla con nosotros que lo que dice es imposible, que no es verdad o simplemente que no ocurrirá.

Viajando en mi memoria he aterrizado en la dimensión de los cambios que se han producido en el mundo que vivimos y, mucho más rápida y ahora vertiginosamente, en nuestro entorno más cercano.

De chaval y adolescente pensaba que las cosas eran como eran y que no iban a cambiar, era imposible. Poco tiempo después, un poco más maduro, veía que las cosas iban cambiando y que no nos había pasado nada, pero no cabía en mi cabeza que determinados asuntos pudieran dejar de ser intocables.

Eran las verdades sobrentendidas, que sin embargo tenían agazapados, tras sus espaldas, aquellos otros dogmas que tampoco se podían tocar cuando estaban en primera línea y que venían a defender modelos o “verdades” bien distintas, si no contrarias. Y ahora, todo esto lo vemos desde el desbordamiento de los acontecimientos que, como ha venido ocurriendo desde que nació la historia escrita, vivimos en España.

Creo –no se engañe el lector- que los de mi generación, la del 52 y cercanías, tenemos la gran fortuna de haber asistido a momentos que son tratados en los libros en capítulo aparte. Veníamos de los recuerdos de sobremesa de la Guerra Civil –grandes obras “Las tres bodas de Manolita” de Almudena Grandes y “Casi unas memorias” de Dionisio Ridruejo- nos sobresaltamos cuando Carrero Blanco voló sobre el tejado de los Jesuitas de Claudio Coello en Madrid, y vivimos acelerados, sin aliento, la transición que nos dieron generosamente Suarez González, Roca, Herrero y Rodríguez de Miñón, Pérez Llorca, Fraga…. Pensamos que todo se venía a pique cuando un teniente coronel descerrajó su pistola contra la yesería del Congreso de los Diputados.

Tal vez por ello, resulta difícil ahora discutir que los cambios son de gran envergadura.  Las elecciones al Parlamento europeo han provocado la caída de las caretas de las cosas que parecían inamovibles; muy especialmente aquí en España; y que han roto los esquemas de "grandeur" en Francia y de la tradición política del Reino Unido. En la antigua URSS, en los países de la Primavera Árabe, en las antiguas colonias  europeas en África, en la rica pero inquieta Brasil… pocos se salvan

Todo está cambiando, tanto, que los inmovilismos, aquellos que no mueven ficha, pueden perder la partida o lo que es peor, complicarla.

Javier ZULOAGA