miércoles, 27 de febrero de 2008

CASTRO Y LOS ESPAÑOLES

Alguna vez he pensado que, para los españoles, Cuba es más un sentimiento que propiamente un país. Sólo así he conseguido acercarme a la comprensión de las actitudes tan especiales que siempre nos han unido con la tierra y las gentes de aquella isla en la que abandonamos, definitivamente, nuestra condición de colonizadores de América, iniciada cuatro siglos antes.

Cuba obtuvo su legítima independencia en París en 1898, en un tratado en el que los Estados Unidos se quedaron con los retales que nos quedaban: Filipinas y Puerto Rico. El entonces presidente Theodore Roosevelt fue una pieza clave en aquella emancipación y actuó como gran muñidor del levantamiento cubano, para el que no regateó acusaciones a los españoles de ataques a sus barcos anclados en el puerto de la Habana, que fueron aireados de forma entusiasta por la propaganda desplegada por William Randolph Hearst, “Ciudadano Kane”, cruel pero merecidamente inmortalizado por Orson Welles.

Cuba tenía que ser algo más que un país cuando su pérdida llevó a Miguel de Unamuno, Valle-Inclán, Pío Baroja, Azorín y Antonio Machado, junto con otros, a formar una generación inquieta que creó un imperio literario para llenar un gran vacío político en el que ya no había más que recuerdos nostálgicos. Cuba es en gran medida la suma de emigrantes de toda nuestra geografía, muchos de ellos catalanes, que volvieron contando las bondades de aquella tierra y Cuba está en las habaneras que nunca morirán y que cada año, en la Costa Brava, reúne a quienes quieren soñar con aquel ultramar, que les llegó por tradición oral, oyendo las letras de Allá en la Habana, El meu avi, Lola la Tabernera o Mi madre fue una mulata.


Y es que la independencia de Cuba, aunque nos parezca algo lejana en el tiempo, ocurrió hace 110 años, casi nada, sólo tres o cuatro generaciones atrás.

Estos días Cuba ha compartido espacio con los debates electorales de los líderes de los principales partidos y las plumas de los articulistas de postín han andado ocupadas con lo político, tal vez demasiado como para preguntarse por qué desde Franco hasta Zapatero, con el paréntesis de la crisis desatada durante la presidencia de Aznar, a Castro siempre se le ha tratado, dentro de la dureza que merece un dictador, con condescendencia y, si me apuran, hasta con cierto calor.

No recuerdo haber sentido, ni en mi infancia ni en mi juventud, un clima de hostilidad hacia la Cuba de Castro. Y me crié en una familia de periodistas, en la que lo que dirían la mañana siguiente el diario o las portadas de las revistas que dirigía mi padre, un viejo carlistón, formaba parte del menú que mi madre preparaba.

Castro, el de los misiles, el de la bahía de Cochinos, el que peleó para que Elían González, El Niño Balsero, volviera con su padre revolucionario, el de los compañeros que fueron a hacer la guerra Angola y que no podían regresar por nuevas y desconocidas enfermedades, el exportador de conocimiento universitario y la revolución a los países hispanoparlantes de Suramérica, superó al mismísimo Franco en permanencia en el poder. Porque la salud le ha acompañado hasta ahora y “por bemoles”


Y tal vez por ello, porque en eso se parecían, hoy pueden encontrarse con los buscadores de Internet declaraciones del octogenario líder en las que, al tiempo que bautizaba a José María Aznar como “fürhercito del bigotito” elogiaba al Caudillo –Castro era originario de la lucense Láncara y Franco de Ferrol- diciendo que, aunque fascista, el anterior jefe del Estado era “un asombroso nivel de tenacidad en las relaciones con Cuba. Era un fascista que tenía sentido nacional, sentido de la dignidad y talento”.


Parece claro que, aunque distantes, en algo debían coincidir y, tal vez por ello, algunos prohombres de nuestra vida democrática, no han dejado –después de 1975- de hacerse guiños de complicidad con el revolucionario detenido en el Cuartel de Montcada y victorioso tras la revolución de Sierra Maestra.

En 1978, el mismo Compañero Fidel esperó aplaudiendo, al pie de la escalerilla del avión que llevó hasta la Habana, a Adolfo Suárez, segundo Presidente del Gobierno tras Arias Navarro después de la muerte de Franco y abrió las puertas del Tropicana a Felipe González, aunque después le retirara casi el saludo cuando el líder socialista afirmara que Fidel no era ya un peligro. ¡Imprudente el español! . Lo de Aznar en sus postrimerías hay que encajarlo en los planos, salvando las distancias que existen entre quienes representan a países con democracia o sin ella, de los rasgos de la personalidad de cada uno.

Cuando se tensaba la cuerda hispano-cubana con los gobiernos del PP, no habían pasado muchos años de las pescas submarinas de Manuel Fraga y Fidel Castro y de los estériles consejos que el de Perbes le daba a su anfitrión en Cuba para que hiciera una transición a la española y no a la nicaragüense. No hay que desdeñar la ideas de que el galleguismo militante del fundador del PP rompiera las barreras ideológicas entre la derecha española y los “soviets” caribeños, tal vez lo mismo que ocurriría si se vieran ahora las caras Castro y el pontevedrés Rajoy, o no.

Y deambulo por estas ideas porque creo que lo de los emigrantes funciona. Lo he visto en mis años en Argentina, cuando comprobaba con que facilidad se desempolvan las emocines, los sentimientos y los recuerdos oídos a los padres. o a los abuelos, cuando se juntaban en torno a una mesa cuarenta o cincuenta venidos desde la Costa da Morte.

Hace muy pocos días que Raúl Castro ha sido nombrado sucesor de su hermano, en una decisión colegiada que tiene poco de relevo generacional. Los politólogos, ¿existen los cubanólogos? tendrán opiniones bien autorizadas por su conocimiento de este país -que yo aún no he visitado- y de sus líderes, pero creo que esa cierta desilusión que se ha producido al ver que no se optaba por alternativas más jóvenes es un tanto epidérmica y puede que bastante provisional. Me explico.

En España, la primera propuesta que el Rey hizo al Consejo del Reino para nombrar a un presidente del Gobierno fue la de Carlos Arias Navarro, un hombre que aguantó los primeros envites de quienes llamaban a la puerta de la normalización política. Pocos meses después Don Juan Carlos aceptaba una renuncia que, para los entendidos de la época, estaba ya sobrentendida desde su nombramiento.

Luego vino todo lo demás, lo que todos recordamos porque es nuestra historia reciente. Las cosas se hicieron así, a la española, en conciliábulos de amiguetes o bienavenidos hechos sobre la marcha y se condujo a toda nuestra sociedad hacia lo que era normal en los sistemas democráticos. ¿Será de esta manera en Cuba?

Si es así, ¿cómo se llama el sucesor de Raul Castro?.

Cuando escribo estas líneas, el hermano del mítico revolucionario, el que supo aguantar cincuenta años de presión norteamericana, el dictador y represor, el orador infatigable, el admirador de Franco, de Fraga, el que aplaudió a Suárez y rodeó a González de sabrosonas mulatas en el Tropicana, recibe en la Habana al brazo derecho del Papa.

Muchas casualidades.

Javier Zuloaga