lunes, 3 de septiembre de 2012

HABLAR EN LA BAÑERA

Como muchísimos otros y otras, durante el mes de agosto pasado puse en marcha mi maquina personal para cambiar de hábitos. Las alpargatas, las bermudas y un cierto desaliño general en mi apariencia, habían igualado mi aspecto con el de muchos otros con los que me cruzaba cada día  en la Plaza de Vila de Torroella o en la calle d’Ullà cuando a las siete y media de la tarde me acercaba a la pescadería para ver que traía la furgoneta desde el puerto de Rosas.

Era igual que en años anteriores, pero puede que hasta éste –tal vez por el paso de los años- no me haya detenido a observar, sin prisas, los pequeños detalles de las cosas sencillas. Entre los que habíamos tirado, en la pescadería, del papelín del turno para comprar con orden unas buenas gambas y unos mejillones de roca, no había apenas señales para encuadrarnos en diferentes rebaños sociales o profesionales. Todos nos parecíamos en algo

Y en la playa no te quiero ni contar. Desde la impunidad de mis gafas de sol, he ido pasando revista a quienes paseaban de levante a poniente y de poniente a levante y he comprobado que descalzos, en bañador y ya bien bronceados, no seríamos capaces de acertar sobre nuestro perfil social y aún menos profesional. En la playa todos somos soldados rasos, cabos furrieles, comandantes o generales y es, por esa igualdad aparente, por lo que hay que tener especial cuidado en lo que se dice, ya que tu ruina puede estar al acecho, en la toalla más próxima.

Otra cosa es si alguien toma el sol en la cubierta de un yate. Eso es ya una pista elocuente que delata algo más.

Pero este verano he tenido una nueva experiencia. He estado cinco días compartiendo el escaso espacio de la bañera de un velero con personas a las que no conocía, siguiendo las instrucciones de Ignasi, nuestro joven instructor, de 19 años. En aquel velero, un “J” ,las tres personas adultas, una niña de 12 años y su hermano de 5, íbamos igualados en apariencia por los chalecos salvavidas. Todos de amarillo.

La tripulación de alumnos fue variando y por aquella bañera (situada a popa junto a la caña del timón), nos mirábamos las caras  y acabábamos comunicándonos personas de perfil muy distinto: un italiano que no quiso incorporar a su jerga marinera la hispana “virada” a babor o estribor y que consiguió que todos acabáramos llamandola a “virata”, tal vez como muestra del buen rollo que italianos y españoles compartimos en estos tiempos tan especiales.

 Para evitar males mayores y por iniciativa de un alumno cuyos atuendos hacían imposible imaginar su condición de diputado en el Congreso, todos nos identificamos. Fue prudente, por las mismas razones de lo de la toalla vecina que líneas arriba comentaba. Un empresario de por aquí cerca, sus dos hijos, un francés que trabaja en la administración de su país y un experto en turismo de nieve al que todos le tomamos sus coordenadas telefónica y de correo electrónico y yo, claro está. Los dos más jóvenes nos observaban con detalle y me atrevo a pensar que se llevaron a su casa, con la frescura y buen tino que son propios de los más pequeños, un buen retrato nuestro.

Hablábamos de todo, pero de nada en concreto y nuestros  teléfonos móviles estaban en la cabina del velero, descansando, al menos durante unas horas, de las torturas que les dedicamos tras haberlos convertido en tótems omnipresentes de nuestras vidas.

No caeré en el tópico de decir que la experiencia ha sido “irrepetible”, porque pienso volver, cuando pueda.

Pocos días después me senté en la biblioteca Pere Caner, en Calonge, cerca de Palamós. Fui invitado a charlar con los miembros del Club de Lectura, que se habían leído con detalle mi última novela “Librería Libertad”. Fue un encuentro auténtico, sin formalismos ni marketing de producto, en el que el lector tenía más recientes que el propio autor los detalles de la historia. Salí muy satisfecho, feliz, porque todo lo que escuché no tenía  desperdicio.

Fue también una bañera, mucho más grande, en la que nos sumergimos para comunicarnos como se ha hecho toda la vida, cara a cara, preguntando y respondiendo con la palabra.

Javier ZULOAGA