viernes, 11 de enero de 2008

VIVIR A LA CARTA

Un 60,8% de los españoles leen al menos un libro al año, según el balance que anualmente hace el Ministerio de Cultura a través de su Plan de Fomento de la Lectura. En términos más abstractos nos dicen que un 55,5% de los españoles son considerados población lectora, de un libro o parte de él, porcentaje que es superior entre las mujeres, un 59,6%, frente al 51,4% de los hombres.

Estas mismas fuentes reparten el abanico de quienes leen, entre un 28% que dicen haberlo hecho entre uno y cuatro libros al año y un 21,7% entre 5 y 12. Para mayor consuelo, se afirma que uno de cada dos españoles compra al menos un libro por temporada, lo cual no quiere decir, evidentemente, que todos lo hayan leído.

Entre tanta maraña de indicadores, las cifras que ofrece la Federación de Gremios de Editores de España hace descender hasta 41,1% el porcentaje de españoles que pueden ser considerados lectores frecuentes, un 16% ocasionales y un 42,9% no lectores, con cálculos referidos a 2005.

Los catálogos editoriales mantenían vivos 325.000 títulos distintos en 2005, casi 16.000 más que un año antes y las librerías y demás puntos de venta, hipermercados, gasolineras, quioscos, tiendas “on line”… etc, recibieron una buena parte de los 321 millones de ejemplares editados, de los que fueron vendidos 230 millones. El valor de las ventas de libros en España rozó los 3.000 millones de euros, mientras que las exportaciones superaron, en poco, los 450 millones de euros.

Ante todas estas cifras, me he sentido parte diminuta de lo que ocurrió en el mundo del libro en 2005, cuando publiqué mi primera novela y me pregunto cuántas otras historias nacidas de mentes más brillantes y mejores plumas que la mía han quedado en el camino de la otra literatura, la que nunca ocupó un espacio, aunque fuera pequeño, en los estantes de una librería.

No puedo evitar pensar que una buena parte de estas ventas son libros de los llamados de “autoestima”, salud, viajes y otras ediciones muy dignas, aunque de rasgos bien diferentes a los literarios, cuyas tiradas superan en muchas ocasiones a las de la narrativa, simplemente porque a la gente le atrae más un buen consejo para sobrellevar mejor sus problemas en casa o en el trabajo, o el culto al ocio del turismo exótico, que sumergirse en historias que sólo han existido en la mente de personajes que dedican su vida a imaginar y escribir.

Que no se espante el lector, porque no seguiré por los fatigosos caminos del mundo del porcentaje y los ratios sobre libros, ya que el mercado editorial es una excusa para entrar a navegar en el también incierto mundo de la lectura menuda, la del artículo y la crónica periodística, sensible, tal vez más que ninguna otra industria cultural, a las nuevas tecnologías.

Los diarios hace tiempo que dejaron de entender sus ediciones “on line” simplemente como un clon de lo que cada mañana se ponía a la venta en los quioscos. La ilimitada extensión del espacio virtual alberga ahora contenidos de todo tipo que ni el lector más ávido llega a acabarse y lo virtual compite con el papel en el mercado publicitario, que además ofrece a los anunciantes la ventaja de identificar el camino que ha seguido el lector que finalmente llega a su dirección electrónica, gracias a huella que dejan, en los servidores informáticos, los “clic” de los botones del ratón del ordenador.

¿Alguien podía imaginar, hace diez años, el alcance que tendría Internet?. No preveía nadie el impulso de las inquietudes de los investigadores del nuevo conocimiento global y virtual, rompiendo de un plumazo fronteras y desarbolando los proyectos futuristas de los gobiernos más audaces pero modorros.

¿Qué nuevas herramientas y desarrollos telemáticos están ahora desarrollando los pupilos de Steve Jobs, Bill Gates y las mentes más brillantes del software libre?

Todo es cada día más distinto, velozmente cambiante, a veces parece efímero y “pronto” el papel digital, por hablar de nuevo de libros, irá compartiendo espacios culturales con la oferta de las estanterías de las librerías.

Julio Verne, cuyos libros nunca han sido ni serán descatalogados, fue capaz de imaginar cómo serían los grandes sumergibles que mucho después navegarían bajo los cascos polares y el alunizaje del hombre en nuestro satélite, pero no llegó a soñar que llegaría un día en que las páginas de un libro, o de un periódico, se podrían leer sin necesidad de cortar un solo árbol.

Tengo un amigo que entienden sobre esta materia y que cree que finalmente la cultura acabará colándose por los resquicios que la electrónica ha dejado libres tras inundar nuestras vidas de interactividad vertiginosa, con videoconsolas que reproducen, a capricho de los dedos y los reflejos, historias de muñecos diabólicos que matan a cuanto se encuentran en el camino y que repostan maldad en puntos estratégicos, sin necesidad de que el paisano se exprima el cerebro pensando.

Si mi amigo Ramón tienen razón, resultará que Poe, Chejov, Wilde o Saint Exupery llegarán finalmente a manos de los niños de hoy y hombres y mujeres de mañana, que entienden sobradamente de nuevas tecnologías, gracias al papel digital, sistema con el que Amazón ya ha abierto fuego y al que seguirán competidores japoneses y europeos, que harán descender vertiginosamente los precios del artilugio para hacerse rápidamente con una buena cuota del mercado del interés virtual por leer, o de leer en virtual, tanto monta, ya sea libros, cuentos, o diarios de los lugares más remotos del planeta.

La nuevas tecnologías, que aplastan casi siempre la imaginación de los más audaces, ya ofrece en los usuarios de los grandes buscadores de Internet, la posibilidad de crearse el mosaico de informaciones que quieren ver cuando se conectan a la Red. El tiempo, un reloj, los diarios favoritos, el buscador de imágenes, mercados de valores…etc. Google

Ofrecen un amplio abanico de lo que se quiere y por ello la posibilidad también de descartar lo que no se quiere. Me explico. Imagínense levantándose una mañana, seguramente no lejana, y abren su ordenador, que le presenta la página de su diario preferido tal y como usted lo predefinió, días atrás, de acuerdo con sus gustos e inquietudes. Allí está el partido del Barça con el Sevilla, los últimos chafardeos sobre las creencias o inclinaciones personales de Tom Cruise, el sudoku del día y la selección de programas deportivos que usted podrá ver desde la butaca de su salón apretando el mando a distancia.

Usted, no se lo tome a mal porque me refiero a usted sólo a modo de ejemplo, habrá decidido que ya tiene bastante Bush después de siete largos años de presidencia y que no quiere saber nada de su viaje a Palestina, que lo de los hombres bomba de Pakistán, Irak y otros vecinos es más de lo mismo, o que a saber si las imágenes de los cayucos son siempre las mismas, o si lo de África únicamente es cosa de los documentales. En definitiva, que usted acabará decidiendo lo que es noticia o no.

Esta fantasía me inquieta por la posibilidad de que acabemos viviendo en un mundo en el que las personas se alejen de lo que pasa a su alrededor, porque les baste con lo más cercano, encerradas en un paranoico círculo de cosas vacías, sin sustancia ni trascendencia, porque lo frívolo molesta menos y el morbo despierta audiencia fácil entre una buena parte de la población.

Aunque pienso que ese trasiego de compraventa de un diario o un libro, entre un quiosquero y un librero y un viandante curioso, seguirá existiendo siempre, aunque con un tamiz cada vez más tradicional, un poco pintoresco para los habitantes del siglo XXI, como si fuera una estampa de época.

Javier Zuloaga