miércoles, 19 de marzo de 2014

CUARENTA AÑOS DESPUES


Nací trece años después del final de la Guerra Civil española, pero no comencé a oír hablar de ella hasta que, más o menos a los catorce años, me fumé mi primer  Celta corto. Mi familia era, tanto en lo que se refería a mi padre como a mi madre, de la parte vencedora, todos éramos muy católicos, a machamartillo, y de “los rojos” no se hablaba en casa porque ni mis hermanos ni yo estábamos preparados para escuchar tanta barbarie. Vivíamos instalados en el dogma permanente, en un sentido amplísimo y no sólo religioso, pero teníamos a Rin tintín, Blancanieves y El Jabato.

Lo del tabaco, así lo sentía entonces, me hizo más hombre y sobre todo me abrió la puerta para descubrir por mí mismo que la vida tenía unos horizontes mucho más lejanos. Y fue así, muy poco a poco, cuando comencé a descubrir que no había un pensamiento único en el país en el que había venido al mundo.

En la adolescencia coincidí con algunos amigos que hablaban fatal del Caudillo lo cual, lo confieso ahora, me creo bastante confusión y me hizo llevar el asunto al comedor de mis padres para que me lo aclararan. Sí. Y fue entonces cuando me dijeron que Franco había ganado la Cruzada y que Santiago Carrillo, además de asesino, era un cabrón, lo mismo que aquellos que le defendían, por lo que debía andarme con ojo.

Creo que no habían pasado muchos meses de aquella revelación que me dejó aún más confuso, cuando mi padre llegó a casa desolado y nos confesó un gran desastre –yo ya debía andar por los quince o los dieciséis-, que a uno de sus mejores amigos, concejal del Ayuntamiento de Madrid por el tercio familiar, le había salido un hijo “rojo” que estaba detenido en la Dirección General de Seguridad, donde ahora está la sede de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol.

Con aquellos mimbres ideológicos tan frágiles llegué a la Escuela Oficial de Periodismo, a la que se accedía tras pasar un examen oral en el que el tribunal con altos prebostes del Régimen, trataba de salvaguardar, a los futuros alumnos, con sus preguntas y buen olfato, de las malas compañías ideológicas, de izquierdas naturalmente. Pero no lo debieron hacer muy bien, porque no pocos aprobaron sin ningún problema  tras haberse estudiado bien las Leyes Fundamentales del franquismo  y vestido pulcramente después de pasar por la peluquería.

Creo que fue entonces, en 1970, cuando comenzó la metamorfosis, la mía. Primero al pegarme de bruces contra la realidad de que aquellos “rojos” sobre los que me advertían en casa, no tenían ni cuernos ni rabo, ni  siquiera algunos que eran tan intolerantes y radicales como los que llevaban el bastón de mando del lado en donde yo había crecido. Sólo había una diferencia, que algunos de ellos pasaban alguna que otra noche en la Dirección General de Seguridad o por el Tribunal de Orden Público, como le ocurrió al amigo de mi padre con su hijo descarriado.

Justo cuarenta años después de acabar la carrera, una veintena de aquellos graduados  nos hemos reunido a cenar en Madrid. El tiempo y la vida han pasado por nosotros y ya no quedan  ni las cenizas de aquellos perfiles apasionados de las asambleas previas a las huelgas de estudiantes. Imagino que casi todos coincidíamos, al observarnos,  en que nos parecíamos más a aquellos profesores que nos enseñaron los rudimentos del periodismo, incluso algo mayores.

Estaban ellos, los que no tenían ni cuernos ni rabo y unos pocos –nunca hubo muchos- de los que llegamos a aquella escuela  ideológicamente inmaculados gracias a la tutela del sistema. Durante estos años, todos hemos tenido tiempo de cambiar como ha ocurrído con todo lo que nos rodeaba. Al menos hemos tenido la oportunidad de hacerlo.

Gloria, la compañera que dirigió aquel cotarro, insistió en agradecer una y otra vez el esfuerzo que habíamos hecho los que viajamos desde lejos y se refirió a mí, por haberlo hecho desde Barcelona, en donde vivo desde hace casi veinticinco años. Aquello, seguro que alguno lo pensó, tenía su miga.

-¿Qué tal Zulo?, ¿cómo lo llevas?, ¡vaya follón!

Había quienes me preguntaban con preocupación, otros un tanto apesadumbrados y alguno de aquellos “rojos” me sonreía con muy buena pasta y hasta me guiñaba el ojo como diciendo “Hay que ver las vueltas que da la vida”.

Y yo no les dije lo que pienso, sino simplemente lo que siento y quiero seguir sintiendo, “Estoy muy bien, en Barcelona en nuestra casa del Ampurdán… no os lo podéis ni imaginar”.


Javier ZULOAGA