viernes, 3 de agosto de 2007

Mi móvil suena menos BLOG 03/08/2007

Puede que no sea demasiado original escribir que la modernidad ha ido aislando a las personas y que ese vacío ha sido un campo abonado para que el ingenio y la inventiva hayan ido creando interlocutores electrónicos frente a los que los humanos miran y callan, o diferentes artilugios interactivos en cuyas pantallas competimos con nuestro nivel de incapacidad. A esos compañeros de viaje electrónicos, de los que ya pocos se escapan, se ha unido la extensión del uso de aquel aparato con el que Graham Bell convirtió, cuando acababa el siglo XIX, los impulsos eléctricos en sonidos.

Sí. El teléfono, sin postes de madera, aislantes de porcelana ni hilo de cobre, ocupa un espacio en millones de bolsillos en el mundo más o menos civilizado y no es una fantasía imaginar ese día en el que desde los lugares más recónditos todos puedan hablar con todos marcando solamente unas teclas. Lo del móvil, lo observo cada vez con mayor interés, nos tiene enganchados a casi todos, hasta el punto de que su pérdida o extravío llega a producir una nueva sensación de orfandad, de desconexión con el mundo de los demás.

“He perdido el móvil” es hoy un drama y, en cierta medida que deje de sonar o que lo haga menos que un tiempo atrás, es para algunos la señal de algo no va bien o que ya no cuentan contigo, cuando lo que ocurre es que estás volviendo a vivir la vida más libremente.

Que nadie se enfade conmigo, porque yo no estoy en contra de las telecomunicaciones, sino que simplemente apunto a que hay “tics” que sorprenden en torno a ellas. Resulta así curioso, por ejemplo, ver como hay quien hace del móvil una suerte de pregón público de su condición profesional relevante en la una sala “vip” de un aeropuerto, o cómo algunos individuos o individuas le sueltan al pariente o a la parienta un verdadero chorreo que pueden oir y ver los viandantes con los que se cruzan por la calle.

Quienes nos educamos en los tiempos de El Florido Pensil llegamos a dominar con mayor o menor destreza los mandos de un futbolín, algunos nos deslumbraban pegándole a la bola de billar deslizando el taco entre los dedos tras sus espaldas, en auténtica contorsión lumbar y las maquinas flipper, manejadas por quienes se habían dejado atrás muchísimas monedas, hacían que la bola no bajara nunca hasta la tronera y rebotara de forma alocada en los muelles con luces que sumaban puntos y puntos para intentar llegar al horizonte del record que un día alguien consiguió en aquella maquina fabricada en los Estados Unidos.

Jugábamos a las canicas en la modalidad gua ; a las chapas –en Bilbao las llamaban iturris- bailábamos la peonza o trompo y saltábamos como felinos sobre los lomos del equipo contrario en el Churro media manga mangotero . Cambiábamos cromos, mientras nuestras hermanas y nuestras amigas hacían bailar el diábolo sobre un hilo fino, saltaban a la comba y competían en la goma que estiraban cada vez a mayor altura.
Todos juntos corríamos en el tula y reñíamos en el balón prisionero.

No van estas líneas de canto nostálgico a los juegos de antaño, sino de su derivada de convivencia. Toda aquella inventiva de ocio para la chiquillería tenía en común que reunía a vecinos de barrio, compañeros de colegio o amigos de los veraneos de toda la vida. Cuando tocaba el gua todos miraban quien iba por delante y se armaba la marimorena cuando alguien hacía trampa; en el Churro mediamanga mangotero mancomunábamos nuestra perversidad para sumar más kilos a la hora de formar los equipos y vencer por una cuestión de peso y las niñas hacían cola al saltar la comba mientras cantaban juntas canciones que a los chicos nos parecían una cursilada.

Todo aquello, pienso ahora, comenzó a matarlo la televisión de Rintintín y Bonanza. Los parques públicos, los patios de manzana e incluso los de los colegios, en donde al menos aún sobrevive la patada al balón, dejaron en el recuerdo todo aquel jolgorio que tantas horas nos mantuvo ocupados en aquellos años en los que, en las excursiones con el colegio, nunca perdonábamos los cantos del Carrascal y Ahora que vamos despacio.

No, todo esto no es, repito, un arrebato de nostalgia, sino la reflexión de que con aquellas maneras de jugar, la chiquillada se reunía y compartía su tiempo. Casi lo contrario de lo que ocurre ahora, en que buena parte de los niños y adolescentes juegan solos con las cada día más sofisticadas maquinas electrónicas, incluidos los teléfonos, que también enganchan en sus menús de navegación con opciones de juegos.

Pueden pasar muchas horas, tal vez días, en los que un chico no aparta su mirada de la pantalla mientras sus dedos responden a las órdenes de su cabeza y avanzan, poco a poco, por las secuencias de un CD dentro de una consola de videojuegos en la que, para llegar a la victoria final, hay que degollar a bastantes enemigos que acechan en las esquinas, o atropellar a cuantos más peatones mejor. Y lo hacen de miedo y se lo pasan pipa, porque se les nota en la satisfacción de sus caras. El tiempo es lo de menos ya que lo único importante son ellos dos, mi maquina y yo .

Y el móvil es el hermano mayor del que casi nadie se va a escapar si los gurús de la modernidad electrónica siguen inventando aparatos como el ipod una suerte de totem que además de permitir hablar desde la distancia, cosa ya casi vulgar, te deja entrar en Internet, recibir publicidad,ver la televisión o comprar lo último en música en una tienda virtual, además de hacer fotos o grabar imágenes. Todo eso y seguramente más cosas en un futuro, lo podremos hacer solos frente a la maquina, una suerte de amigo electrónico que conocerá nuestros secretos más íntimos, mucho más que las personas que están más cerca de nosotros.


La gente va a donde el móvil le lleva. Nos ha invadido del todo, puede que tal vez más que las consolas de videojuegos de la infancia y la juventud de nuestros hijos. El móvil manda. Yo mismo, a veces, lo saco del bolsillo y lo observo, no para mirar la hora, sino para ver si está bien, si no le pasa nada y aún respira, porque si no fuera así, no podría vivir sin él, aunque siga sin saber como se llama el vecino que desde hace veinte años aparca su coche en el parking junto al mío y que cuando se cruza conmigo me saluda guturalmente y haciendo un gesto mudo con su cabeza porque, como yo, está hablando por el móvil.

Javier Zuloaga

Periodista y escritor

Cortársela a quien asome, BLOG 3/08/2007

A lo largo de mi vida profesional, salvo pequeños paréntesis en los que fui corresponsal, he tenido la suerte de trabajar en equipo, en compañía de muy buenos profesionales con los que he compartido ilusiones, diseñado proyectos más o menos acertados y repartido protagonismos. Como director de modestos diarios locales, en delegaciones de la agencia Efe en el extranjero y en “la Caixa” como responsable de su comunicación, he valorado el valor de la iniciativa personal, la audacia prudente y la profesionalidad. Por eso, casi siempre me he sentido acompañado de personas que, pensaba, podían ocupar mi lugar sin problemas cuando se cumpliera mi tiempo en esa etapa.

Cuando estudié en IESE, ratifiqué, en los casos que se tratan en esa gran escuela de negocios, la importancia que tiene crear esa estructura de buen nivel que hace posible finalmente eso que llaman la alta dirección, el ya universal management.

La observación de la vida pública desde la distancia, me lleva, estos días, a la conclusión de que los españoles tenemos una tendencia, puede que atávica, al caudillismo. Tal vez sea herencia de esa suerte de pastoreo que, en grandes dosis, ha regido nuestra forma de entender la vida. La historia está plagada de ejemplos en los que la inteligencia y el talento humanos se rinden ante los símbolos, aunque sean perversos y la incondicionalidad obtiene buena recompensa, al tiempo que las ideas propias son interpretadas en clave de traición.

No es exclusivo de España, pero sí que se da aquí marcadamente, como también ocurre en algunos países hispanoamericanos. Cuando el líder consigue serlo se produce un abismo entre él y quienes la secundan y, esto ya es peor, son estos últimos quienes no dudan en cortar la cabeza a quien, con su brillo personal, resta algo de monopolio al fulgor del jefe.

En la vida pública, en la política, se premia la paciencia silenciosa y se penaliza el talento, especialmente si además es buen parlanchín. No siempre, claro está, pero sí frecuentemente.

Hace pocas semanas hemos visto como en Francia afloraba un nuevo presidente, Sarkozy, que es público que no contaba con todas las simpatías del Jacques Chirac, Jefe de Estado saliente, que solo en última instancia y con la boca pequeña, pidió el voto para quien su partido había elegido como candidato. El caso del nuevo presidente francés es un ejemplo de excepción y de éxito, que evidencia más crudamente el mayor uso que tiene la tendencia al pastoreo al que al comienzo de este artículo de me refería.

La empatía del jefe con sus colaboradores sustituye en ocasiones a la objetividad y el realismo político. El premio no siempre resulta ser el reconocimiento a la preparación, sino la compensación al silencio.

Cuando el mundo de la empresa funciona así, los resultados no salen, esto también lo estudiamos en los casos del IESE y por ello los errores acaban pasando la factura cuando llegan los auditores o los mercados castigan el valor, ante el conocimiento público de gestiones poco consistentes.

Pero en política no se audita, y la única cotización posible es la de la propia historia al cabo de los años. Es entonces cuando se ven claros los errores garrafales de la retirada de la primera línea de esos talentos políticos, que tenían ideas propias y que hablaban sin amordazar su propia personalidad, hasta que un día dijeron basta y decidieron vivir la vida fuera del escenario público.

De este despilfarro no se ha librado casi nadie, porque sobrevuela sobre todas las tendencias políticas y es casi visto como moneda corriente por una sociedad que, ahí están las abstenciones, quieren saber cada vez menos de los protagonistas de la vida pública.

Miremos a la Francia de Sarkozy o de qué manera se producen los relevos en los partidos británicos. Luego, hagamos otro tanto frente al espejo español y veamos como funcionan aquí las cosas.

Si, señor lector, es lo que supone. Estoy pensando en los sangrantes casos de Alberto Ruiz Gallardón o Josep Piqué.

Javier Zuloaga

Escritor y periodista