martes, 22 de mayo de 2012

EL HUERTO Y EL CERDO

En Cataluña se suele evocar a l´hortet i el porc (el huertecillo y el cerdo), para ilustrar de qué manera se puede sobrevivir en los tiempos de gran escasez. Es un recuerdo de lo que realmente ocurría en no pocos pueblos durante la postguerra civil española, en la que la autarquía del Régimen daba para inflar los pulmones de los políticos frente al desprecio del Plan Marshall pero comer, lo que se dice comer, era un problema de cada uno.

Durante mi infancia alcancé a ver, muy de cerca, aquella manera de sobrevivir. En Riaza, un pueblo de Segovia que hoy es zona residencial de madrileños y gentes llegadas desde más lejos, los pequeños veraneantes competíamos por subir al rastrillo que, tirado por un par de bueyes, iba girando sobre las mieses de trigo hasta dejarlas tan trituradas, que sólo quedaba pasarlo todo por la criba y volcar el grano en las sacas. En aquel deslumbrante espectáculo, los imberbes de los años 60 nos hicimos también diestros en poner un cubo para que cualquiera de las dos bestias que tiraban del yugo defecaran sin manchar lo que tanto había costado cosechar.

Todo aquello no sobrevive más que en el celuloide y la mayoría de los paisanos de aquella Castilla que inmortalizaron Miguel Delibes y Camilo José Cela forman parte de la España urbana. Tienen ya muy poco de rurales, mientras en sus pueblos los tejados han vencido a las vigas que los sostenían y las campanas de sus iglesias ya no tienen quien las haga sonar.

De este asunto se ocupó, hace ya tres años, la Obra Social de “la Caixa” en un estudio que se titulaba La población rural de España. De los desequilibrios a la sostenibilidad, en el que se ofrecía una radiografía elocuente. A saber:

  1. Sólo el 38% de las personas entre los 30 y los 49 años de España viven en el municipio en el que vinieron al mundo
  2.   Las mujeres  han sido más decididas al emigrar a las ciudades, hasta ser 80 por cada 100 hombres en la población de quienes se quedaron y seguramente esa ha sido la razón de un menor nivel de emparejamiento y reproducción, ya que sólo el 50% de los hombres han acabado encontrando a una compañera entre sus vecinas. El resto, de acuerdo con los autores del estudio, viven apalancados en casa de sus padres y solo una pequeña parte son lobos solitarios.La tasa de los de mayor edad, más de 70 años, se acercaba al 20%.
  3.  Los llamados neorrurales, personas que deciden y pueden decir adiós a la gran ciudad, no son más que el 17% de la población y los extranjeros el 6,7%.

Si el asunto les produce curiosidad, no dejen de leerse la buena síntesis de la Nota de prensa  que la Fundación “la Caixa” distribuyó en la presentación del estudio, o bien bájense el trabajo íntegro La población rural de España. De los desequilibrios a la sostenibilidad en soporte pdf.

Hay mucha literatura periodística sobre los devastadores efectos del éxodo rural. El diario Público ofreció a sus lectores, antes de desaparecer de los quioscos, un buen reportaje sobre lo que ocurre con los recursos naturales cuando el hombre desaparece y la semana pasada pude asistir, en la librería Cucut, en Torroealla de Montgri (Girona), a la presentación de un libro de Narcis Arbusé, experto local en cuestiones de la naturaleza de las montañas del Montgri, en el que salió a relucir la trascendencia de la marcha de las cabras y otros herbívoros. Los pinos, sin cabras que no dejaban crecer la hierba, pudieron sobre la encina y el roble y los incendios hicieron el resto hasta arrasar este macizo que separa  Torroella de la Escala.

¿Por qué hoy escribo sobre algo que ya está perfectamente descubierto?

Cuando la radio me ha despertado esta mañana, me ha sorprendido la noticia de que el pueblo segoviano de  Navares de las Cuevas ha decidido regalar un cochinillo a cada ciudadano que decida empadronarse en el municipio. Y he pensado: ¡olé! por ahí se empieza, algo es algo.

Media Europa y España de una forma bastante grave, malvive agrupada en torno a los centros urbanos, en donde la gente no tiene l´hortet i el porc, sino una agónica tomatera en la terraza, un par de jilgueros  y una tortuga que siempre está en la mitad del pasillo.

Y me he preguntado, desde la deformada realidad que suele acompañar al escritor, si no será éste el momento para que quienes deciden cómo será la sociedad del próximo siglo, vuelvan a mirar, no como si fueran una película de Berlanga sino con interés e imaginación, a esos pueblos en los que ya no suenas los campanarios pero que, en la Sociedad de la Información, podrían ser una parte de la solución a nuestros problemas más importantes.

Javier Zuloaga