jueves, 17 de abril de 2008

LOS NUEVOS

Es una tradición muy arraigada entre los hispanos, cuando se reúnen en rebaño, la de recibir al recién llegado con embestidas que divierten al grupo y que generalmente hacen sufrir al novato que debe, además, poner al mal tiempo buena cara si no quiere quedar marcado como débil o mariquita y sufrir las consecuencias de la crueldad diaria de los compañeros, hasta que llegue otro que le tome el relevo.

La historia del cine español recoge numerosas escenas de patio de recreo en la que un escolar acababa escaldado y llorando sólo en una esquina. Eran los tiempos de El Pequeño Ruiseñor, Marcelino, Pan y Vino, Del Rosa al Amarillo… que hacían una buena radiografía de aquellos años y que nos obsequiaba con el retrato de una infancia que debía ser tan sufrida como sus mayores, inmortalizados en Raza, dicen que escrita por el mismísimo Franco, El Verdugo, Bienvenido Mister Marshall, Muerte de un Ciclista o El Último Cuplé.

Estaba sobrentendido que los chavales de entonces debíamos heredar la dureza que nuestros padres habían mostrado en el bando vencedor de la Guerra Civil – los perdedores eran simplemente los rojos y no se les suponía el valor del soldadito español- y que nosotros debíamos emularles cuando sonaba la campana que nos sacaba en manada al patio del colegio.

Fue un estilo entre los chavales y supongo que con versión femenina sutil y tal vez más cruel, aunque siempre menos violenta. El último en llegar, daba igual llevara coletas o pantalón corto y chutara al balón, tenía que superar de la mejor manera posible su Calvario de integración.

Aquellas formas salvajes de entender la vida se extendían al servicio militar, en el que lo mejor era pasar inadvertido para que el sargento no te cogiera ojeriza o demasiado cariño. Había que hacer equilibrios entre la furia de un chusquero que no llegó a teniente porque apenas sabía escribir y una tropa que no perdonaba a los pelotas. Lo cierto es que yo me libré de aquella reválida tan especial, pese a lo cual me hice un hombre.

¿Qué fue de todo aquello?, ¿Siguen haciendo en los colegios mayores universitarios las mismas barrabasadas y humillaciones en la que se compite –entre los más antiguos- para ver quien es el más bravucón ante el aplauso gregario de quienes aceptan el asunto como una tradición?.

La verdad es que en este aspecto la sociedad ha tomado conciencia y son cada vez más numerosas las denuncias por acoso escolar, el llamado bullying, porque la sofisticación de la crueldad, también en su variante infantil, ha alcanzado niveles impensables. Hoy se elige a la víctima, se la amedrenta y se vuelca sobre ella la violencia, mientras uno del grupo inmortaliza la escena con la cámara de un teléfono móvil y la cuelga finalmente en una página web de la generación 2.0, que es como llaman los entendidos a los espacios virtuales interactivos.

No hace mucho leí que, según el Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, más de 12.000 escolares sufren en la provincia acoso de sus compañeros de colegio y en aquel informe no se contabilizaban las presiones y amenazas de alumnos a profesores, de padres a maestros y de alumnos a padres de escolares acosados que, en más de una ocasión, han optado por suicidarse, porque se habían quedado solos y llegado a la conclusión de que en su mundo –el colegio es en buena medida el mundo de un menor fuera de su casa- no había sitio para ellos.

¿Por qué los humanos actuamos como una manada ante el recién llegado sólo porque alguien, muy chulo o muy líder, dijo un día que aquel tío era un gilipollas?, ¿De dónde nos vienen esos instintos tan irracionales?. Mis dudas me llevan al mundo de los adultos y veo que hay actitudes que se le parecen.

No hace muchos días la política hervía de nombramientos. De ministros, secretarios de Estado y portavoces de grupos parlamentarios, todos ellos consecuencia de los resultados de las pasadas elecciones generales. Y aparecían caras y funciones nuevas que, como es natural, han llenado las páginas y espacios radio-televisivos de información política.

Hace dos domingos “El País” abría uno de sus encartes con una gran fotografía de Soraya Sáenz de Santamaría y un inquietante titular ¿AGUANTARA? . Reflejaba el diario las dudas que, a su juicio, existen de que la joven portavoz popular pueda aguantar la presión interna de la vieja guardia del principal partido conservador. La crónica y el titular no eran gratuitos, ya que quienes escuchan la radio y leen más de un diario han podido comprobar de qué manera –como ocurre en los colegios con el compañeros declarado cenizo- se ha colocado al recién llegado en el rincón de los que son lapidados por quienes resisten al cambio.

¿Tendrán ambos fenómenos algo que ver?, ¿será lo de la vallisoletana abogada del Estado de ojos saltones un Political Inside Bullying?. Yo creo que si, que lo del asunto del acoso y derribo al nuevo –en este caso la nueva- lo llevamos los latinos en lo más profundo de nuestras reacciones innatas.

Y hay más casos, como el de la ministra de la Igualdad –cuyo insólito ministerio me hace pensar que pronto habrá en España carteras de Bondad, Caridad, Urbanidad, Solidaridad, o vete a saber si incluso si de Castidad- que ya está siendo puesta en solfa cuando apenas ha abierto la boca.

O lo de la Chacón -que vitorea de tapadillo, casi con veguenza y entre dientes a España y a su Rey- a la que se le niegan los cien días de rigor, o se le ponen inconvenientes por su inminente alumbramiento. Para los resistentes al cambio, al margen de que finalmente los hechos demuestren que Chacón era o no era la ministra de Defensa adecuada, se han roto demasiados moldes al situar en esa varonil y guerrera función a una mujer, embarazada de siete meses y social-nacionalista catalana, mientras olvidan que un político de las mismas filas del PSC, Narcis Serra, ocupó la misma función con pocos años más, aunque, eso si, no se recuerda que estuviera embarazado.

El que llega "recibe", salvo excepciones, como le ocurrió a Adolfo Suárez, al que la historia ha hecho justicia cuando ya no puede oir los aplausos y ha dejado en el olvido las descalificaciones y acusaciones de incompetencia que se le hacían tanto quienes se resistían al cambio, como la entonces oposición socialista. A Calvo Sotelo, el distinto y distante que comparó con estas palabras Gibraltar con las Malvinas, a Hernández Mancha, que no había comenzado a moverse cuando le segaban la hierba sus propios compañeros…. Y muchos más.

Los hispanos no perdonamos, vamos a degüello siempre que surge la oportunidad. Con los propios y los ajenos y hay alguno que lo hace desde la impunidad pero, eso si, con mucha gracia. “¿Berlusconi?, ¿pero no era un delincuente?”, dijo ayer Alfonso Guerra cuando fue encuestado sobre la victoria del futuro Primer Ministro de Italia. Pero a él, por su chispa, se le perdona casi todo. Y si no, recuerden dos máximas suyas: aquella en que llamó a Suárez “Tahúr del Mississippi”, o cuando afirmó que, con el gobierno en el que él participaba, “A España no la va a conocer ni la madre que la parió”.

La pena es que el buen humor de nuestros políticos, ese Séptimo Sentido del que hablaba la pasada semana y del que andan llenos los diarios de sesiones de nuestras Cortes, sea cada día más escaso.

Javier Zuloaga