Hoy veré las imágenes de la Diada y lo que allí haya
ocurrido ocupará una parte importante del tiempo que dedique a informarme sobre
lo que ha pasado también en el mundo. La diada de 2017, sí, quién lo iba a
decir, la que una parte de nuestra clase política y una parte, también
importante, de los ciudadanos, quieren que sea al arranque hacia un referéndum
que lleve a Cataluña a la independencia de España.
Es un estadio más de un situación política y social intensa
y muy tensa, más que nunca y que hace pocos días nos llevó a un debate en el
Parlamento de Cataluña tras el que cuesta conciliar el sueño y desprenderse de
la angustia y el temor a cosas peores.
Sí, yo también me sumé al estupor, no digo general porque
sería impreciso, pero sí me atrevo a decir que muy extendido en la sociedad,
cuando la cámara catalana dio luz verde a una ley de transitoriedad que pasa
por encima de cosas que suponíamos intocables.
Aunque lo cierto es que venía curado de espanto tras las
últimas movilizaciones después los
atentados de Barcelona y Cambrils en las que aparecieron consignas y símbolos
que vinieron a demostrarnos que aquello de la unidad frente a la adversidad es
cierto, que existe, pero que es también vulnerable ante los oportunistas.
Sí, me he asustado al ver y oír que quienes deberían, antes
que cualquier otras cosa, velar por una convivencia en sosiego y concordia,
jalean las movilizaciones y animan a señalar a quienes no se suman y mantienen
las distancias.
¿Comenzarán ahora las estigmatizaciones de los disconformes,
de quienes no se suman a ese gran movimiento?. ¡No, por favor!, que Cataluña es
la tierra de la tolerancia y puertas abiertas.
Me pregunto qué pasará mañana y pasado mañana, y el día 1 de
octubre y los días siguientes. Me pregunto sobre quiénes deberán sentarse para
tratar de poner orden en todo lo que tenemos encima de la mesa y reconducirnos,
poco a poco, hacia la normalidad.
Pienso que deberían ser otros, personas que no arrastren
lastres de obcecación y soberbia, que sepan dejar a un lado –o contener- el
rencor, la animadversión y el odio que ya existe, no entre todos, pero si en
una buena parte…de un lado y del otro. Mentes abiertas y con mucho coraje, como
ayer me escribía por correo electrónico un articulista con la cabeza muy bien
amueblada. Sí, hay que echarle coraje.
Y me pregunto cómo lo verá la historia. No la que se escriba
desde un lado o de otro, sino la que, desde una distancia suficiente, cuenten
línea tras línea tras observar lo que pasó, cronistas auténticos, historiadores
no salpicados.
Y me pregunto también sobre la huella que todo lo que ahora
está pasando dejará en las relaciones humanas, en las de compañeros de trabajo,
entre amigos, …dentro de las familias.
¿Cómo estará el campo de batalla después de una guerra en la
que la munición son las emociones y los sentimientos?
Esas heridas tardarán en cicatrizar si no se convierten, eso
es aún peor, en un legado insano para mantener vivo el resentimiento entre
generaciones futuras…para que se enquiste y pase a formar parte de una suerte
de patrimonio ideológico irrenunciable.
¿Qué podemos hacer para que no sea así?. Sensibilidad, mucha
sensibilidad, sensatez, sentido común y como decía mi amigo, coraje, mucho
coraje.
Javier ZULOAGA