miércoles, 11 de junio de 2008

LOS CAINITAS

Se ha dicho muchas veces que la política norteamericana tiene buenas dosis de espectáculo, que hay mucha puesta en escena, algo de show. Y esa forma de convertir en mucho más atractivas las cosas de los candidatos se ha trasladado a los europeos, especialmente a los españoles, que en sus campañas han demostrado que pueden superar la magia electrizante que nos llegó del otro lado del Atlántico, en la que se confabulan la música, la iluminación, los escenarios y las lluvias de confeti que buscan envolver los corazones de los votantes incondicionales, pero sobre todo llegar a millones de personas a través de las pantallas de los televisores.

La mercadotecnia política no existiría si la televisión no hubiera sido inventada, ni años más tarde las páginas web ofrecieran en directo el seguimiento de los mítines. El atrezzo, lo menos importante en una propuesta electoral, es muchas veces lo que más se cuida.

Pero como en Broadway, en los teatros de la Gran Vía de Madrid o en los del Paralelo y la calle Caspe en Barcelona, el telón acaba bajando y la vida vuelve a su estado normal, sin careta, trampa, ni cartón, o al menos eso pensaba yo. Los personajes se relajan y aparecen de nuevo las virtudes y las miserias que ya tenían antes de que se izara el telón electoral.

El pasado sábado el Partido Demócrata escenificó el encaje de la derrota de Hillary Clinton y de la llamada a la unión para que Barack Obama llegue a la Casa Blanca. La que fue primera dama proclamó el slogan del profesor de derecho por Illinois “¡Sí, podemos!” sin condiciones previas. La senadora por Nueva York ponía las cartas sobre la mesa de forma limpia, al margen de lo que su corazón sentía y de lo que las quinielas políticas han venido diciendo sobre un posible ticket, con ella como candidata a la vicepresidencia, que cuesta imaginar por las propuestas tan distintas de los dos personajes en los aspectos más importantes de la política y la falta de química personal que hay entre ellos.

Pero la escena se ha acabado y ahora el partido demócrata mira hacia adelante con tranquilidad, sin deterioros, cuidando su historia y su dignidad, ya que al fin y al cabo forman el activo más importante de las democracias más auténticas. Porque lo maduro es entender que los partidos ni siquiera pertenecen a sus militantes, sino que son patrimonio del Estado.

¿Nos parecemos en algo –me refiero a los españoles- a los demócratas británicos, norteamericanos y si me apuran a los alemanes de la postguerra?. ¿Cómo es el día después de un revés político en España?.

Hace un mes el Partido Laborista perdió la alcaldía de Londres. Boris Johnson, conservador, arrebató el bastión de la primera ciudad inglesa a Ken Linvingstone, con quien hizo un relevo de esplendorosa normalidad democrática, mientras los analistas comenzaban a extrapolar lo ocurrido a las próximas elecciones al Parlamento británico que enfrentarán a Gordon Brown con el conservador David Cameron.

Todo es normal, no pasa nada. No como aquí.

Asistimos ahora al penoso espectáculo de la resaca electoral en el Partido Popular, a una demostración de cainismo al mas puro estilo celtibérico que, nos guste o no, existe desde que nacimos, anteayer, como demócratas. Se tira a la yugular y desde la oscuridad, para derribar de la presidencia del partido a Mariano Rajoy, a quien todas las caras conocidas del PP rendían apoyo incondicional el día 12 de marzo, tras el triunfo de Rodríguez Zapatero. Era un prietaslasfilas en el que se agazaparon, como siempre, los oportunistas, los que no dan la cara.

Los Tomahawk llenos de vitriolo han volado hasta la calle Genova de Madrid sin remitente, con el único objetivo de acabar con el gallego. No hay una cara alternativa, otro a quien mirar, sólo pequeños amagos sin posibilidades. Pero sin embargo el ruido ha sido de estampida, tanto que uno no sabe si lo leído y escuchado en los medios era consecuencia de lo que está ocurriendo en el PP, o si lo que ocurre en el PP es en buena medida la expresión política de lo que se articula en los medios.

Van a por Rajoy , es algo en lo que, por sentido común, coinciden casi todos. Primero que se vaya y luego ya veremos es la intención que ronda en la cabeza de quienes rumian como arrasarlo todo para empezar de nuevo con el listón más bajo y dar así una talla que no tienen. Son los los indecisos.

Creo que los votantes del Partido Popular no se merecen tanto despropósito, ni el juego sucio de quienes no dan la cara, ni la falta de planificación, goteo de decisiones y desgaste con que Rajoy ha ido desgranando, agónicamente, la renovación de caras que el PP necesita. Una vez más, la derecha española –lo de derecha lo digo sin segundas intenciones, como concepto equidistante de la izquierda- se está autodestruyendo.

Pero no crea el lector que mi pesimismo es monocolor, aunque sí afecta en más ocasiones a la derecha, tal vez por su talante protagonista y porque entre sus dirigentes hay bastantes figurines que se quedaron en el penúltimo escalón.

Aún está en nuestra memoria el desgaste del candidato Josep Borrell, que antes de que tirara la toalla en la carrera para ser candidato socialista a La Moncloa, padecía el desgaste del primer grupo mediático español que le rebautizó, en su guiñol, con el nombre de jodio niño. Todo aquello, junto con sus malas amistades fiscales, le llevaron al olvido del Parlamento Europeo.

Y en los arhivos debe andar el hueco para la foto que nunca se hizo de Felipe Gonzalez recibiendo a Aznar en la puerta de la Moncloa, o la de este último haciendo otro tanto dando una bienvenida digna a su sucesor Rodríguez Zapatero.

Me consuela que toda esta cicatería ocurra casi siempre en la política y que en la vida normal, en el futbol por ejemplo –donde veinte individuos persiguen a un balón para echarlo todavía más lejos cuando consiguen alcanzarlo- aún se siga haciendo el pasillo al campeón. Menos es nada.

Javier Zuloaga