sábado, 6 de octubre de 2007

HABLAR EN "SUCEDÁNEO"

Seguramente todos guardamos, en la recámara de nuestra memoria, recuerdos de palabras descubiertas que deslumbraron nuestra ignorancia acerca de alguna cuestión. He de reconocer mi vulgaridad, pero lo cierto es que nunca he podido olvidar cuando, recién comenzados los años sesenta, mis padres recibían a unos invitados a cenar y la empleada doméstica, una segoviana que casi me vio nacer, me dijo que aquellos canapés cuadrados, con bolitas negras deslumbrantes y un pequeño ornamento de pulpa de limón encima, no era caviar ruso, las famosas huevas de esturión.

-No Javi, no. Esto es sólo un sucedáneo.

-¡Ah!- respondí con aplomo propio de señorito de la casa, al tiempo que me iba hasta las estanterías del pasillo, en donde mi padre había situado lo más granado de lo que había leído en su vida, con la segura intención de que, al ser de paso obligado, aquel lugar se convirtiera en recordatorio permanente a sus hijos de la gran importancia de la lectura.

Junto al teléfono estaban los diccionarios y, en el Larousse, encontré la definición de sucedáneo “ Dícese de una sustancia que puede reemplazar o sustituir a otra y que generalmente es de menor calidad”.

A raiz de aquel descubrimiento pasé una buena temporada buscando, en torno a mí, productos que fueran- pero que no fueran- lo que nos decían en las letras grandes de las etiquetas. Un día, Adela, que así se llamaba aquella segoviana, amplió mis conocimientos en la materia mostrándome una bolsa al tiempo que decía “Javi, esto es achicoria, no café” y mi madre, ante mi creciente curiosidad por el asunto, me dijo que el Pelargón de mi hermana la menor era también un sucedáneo de la leche de la madre, aunque, en aquel caso, se recomendaba su uso cuando la original no alcanzaba la calidad nutritiva necesaria, lo que no me extrañó ya que se trataba de la quinta y última en nacer.

Vienen al caso mis descubrimientos de la vida compleja que me rodeaba, porque creo que los sucedáneos de lo material pueden ser también extensibles a lo inmaterial e, incluso más, a las actitudes de las personas y sobre todo a sus palabras y sus silencios. Me refiero a lo fácil que resulta no decir nada comprometedor mediante el uso de palabras calculadamente escogidas y así “no mojarse” en temas en los que, precisamente, todos deberíamos hacerlo.

Y no es por presión, ni porque nadie nos persiga para que seamos ambiguos, sino porque se ha instalado entre nosotros, de forma desbocada, la cultura de lo políticamente correcto y no resulta fácil saber hasta qué punto hay que serlo, o cuando hemos de cerrar bajo llave esos modos cortesanos de hablar y comenzar a llamar a las cosas por su nombre. Y por ello, para darme ejemplo a mi mismo, voy a dejar de serlo en alguna cuestión frágil, aunque lo haré con cuidado.

Los ataques a la figura del Jefe del Estado, el Rey, a través de la quema de imágenes suyas, han generado reacciones preocupantemente ambiguas, auténticos sucedáneos. Se ha dicho que lo mejor ante estas situaciones, es entenderlas como casos aislados, lo cual podemos aceptar por pura obviedad y porque las turbas, a Dios gracias, todavía no van por las calles catalanas quemando millones de estampitas reales.

Pero creo que resulta tanto o más preocupante que la quema misma – al fin y al cabo los informativos de televisión nos ofrecen frecuentemente imágenes de muñecos en llamas en manifestaciones de fanáticos fundamentalistas- la tibieza y la ausencia de concreción en las reacciones políticas. En el Parlamento de Cataluña, el Presidente Montilla invocó la conveniencia de que se actúe con respeto a las ”instituciones”. Al referirse al tema, no se habló en detalle de lo ocurrido, sino de forma etérea, impersonal, para no ofender. Y desde los restantes partidos de coalición gubernamental catalana se le quitó hierro al asunto situándolo en una interpretación excelsa de lo que es la libertad de expresión. De igual manera, algún destacado dirigente socialista, para arreglarlo, ha llegado diluir al Rey en la gloria compartida de “los hombres que hicieron posible la transición democrática en España”. Así, sin matices ni galones.

¿Es esto lo que esperaban oir los ciudadanos? o simplemente no se podía hablar de otra manera porque el confuso diccionario de lo políticamente correcto no lo permite. La verdad es que sé lo que yo esperaba, pero no me atrevo a hacérselo extensivo a nadie.

Hablar en “sucedáneo”, escuchar a los que se refugian en esta manera de comunicarse, resulta desalentador, tanto en el caso de las fotos reales, como en la antagónica costumbre, desde algunos sectores de la derecha mesetaria, de situar a todos los nacionalistas en una misma bolsa de “basura política”, sin distingos . Llevo en Barcelona 18 años, he conocido a sus gentes y he seguido, como ciudadano, el comportamiento de aquellos para los que ser de aquí, sentirse catalán, es lo más importante de sus vidas y además lo defienden sin hostilidad hacia nadie. Están en su derecho.

Tengo la impresión –o tal vez sea consecuencia de la humana idealización del pasado- de que las cosas van a peor en este terreno político y para ello y porque son buenos ejemplos, remito al lector a dos excelentes artículos publicados en Barcelona.

El primero es de Juan José López Burniol, “Rectificación de Manuel Azaña” en El Periódico del martes 2 de octubre, http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idioma=CAS&idnoticia_PK=446464&idseccio_PK=1006

El segundo, “Agáchate hijo, que viene la patria” del periodista Lluis Foix. http://foixblog.blogspot.com/


Javier Zuloaga

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