miércoles, 6 de agosto de 2008

COLGAR LA CORBATA

El tiempo lo cura todo. Es uno de los dichos más socorridos para quienes se encuentran, en un momento dado de su vida, en un callejón sin salida. El tiempo tiene un poder balsámico sin hacer nada, ni pretenderlo. Basta con dejar que las agujas del reloj convencional, o los dígitos del digital, o las hojas de un calendario carrinclón, o los registros de una agenda “Outlook”, vayan avanzando, para que todo quede atrás, cada vez más lejos.

Es uno de los topicazos de nuestra rutina. El paso del tiempo es la esperanza o la solución para buena parte de aquellas cosas que se han convertido en un desquiciante problema en nuestras vidas. Es también el pause esperado para dar respiro a esa presión que no deja respirar a millones de almas en pena que no encuentran una salida a sus dilemas.

El tiempo, el reloj, ¿son algo más que eso las vacaciones?, adquiere un efecto especial cuando colgamos la corbata en el armario, con cierto aire indiferente, diciéndole adiós hasta final de mes, o sacamos del zapatero las alpargatas y metemos en su lugar los mocasines. Son sólo algunos gestos de ese paréntesis que, con o sin operación salida, llega a la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas que tienen un trabajo fijo.

El tiempo aclara las cosas… el tiempo acaba colocando las cosas en su lugar…cada cosa a su tiempo… al mal tiempo buena cara…para verdades, el tiempo, para justicia, Dios…más vale tarde que nunca, lo cierto es que la sabiduría popular está plena de citas que han trascendido de generación a generación como herencia memorizada, pero sin la conciencia real de que en torno al tiempo gira todo, absolutamente todo.

Hace unos cuantos años que pasé de los cincuenta y me parece que fue ayer cuando miraba a mi padre como un señor añejo y con fecha de caducidad . Ni por asomo se me ocurría pensar que yo le tomaría el relevo en esa efeméride – en diciembre él cumplirá 88- ni ahora me resulta fácil pensar que mi hijo Javier, que anteayer llegó a los treinta, me habrá sustituido en el evento del medio siglo cuando cumpla los 76, si llego, dentro de veinte años.

El tiempo es lo más importante que tenemos, sea para bien o para mal, y lo cierto es que pasa ante nosotros sin vuelta atrás, como lo hace el agua entre nuestros dedos. El tiempo estremece cuando estudias un poco de historia y te acabas sintiendo minúsculo por la intrascendencia de la nuestra propia y el grano de arena que, cuando acabe el Universo, si es que acaba, supondrá nuestra existencia entre la de miles de millones de vidas que empezaron y acabaron tiempo atrás o lo harán dentro de mil años.

Cuando recabas en aquello de lo inexorable del paso de los días y los años, tomas también conciencia de lo relativo de la inmundicia y la miseria que a veces nos toca vivir y te regocijas por la efímera pero auténtica inmensidad de las alegrías y la felicidad, si es que has tenido la fortuna de hallarlas. Cuando ya no tienes tiempo, o presientes que se acaba, te miras en el espejo y ves la importancia que tiene haber podido, o sabido, mirar hacia el horizonte intentando evitar las derivas del rencor corrosivo, de haber sido, al margen de tus propios errores, generoso en tu postura ante la vida.

El tiempo detiene, en estas fechas, el curso de la rutina, esa suerte de presión que impide que millones de humanos puedan ver el bosque porque están demasiado cerca de los árboles. En vacaciones, la maquina de la vida suelta vapor y aminora su marcha porque tiene menos vagones de los que tirar, porque sus pasajeros se han apeado para digerir, de forma distinta, esa parada reglamentaria en la que unos recuperan el resuello y otros se reencuentran con una vida que apenas recordaban, o creían distinta.

Hoy pienso que la sociedad está cada día más preparada para que la maquina de la producción funcione, aunque sea de forma maltrecha como en los últimos meses, pero que las vacaciones acaban siendo una suerte de apertura de rediles, una estampida para la que –por su carácter de paréntesis- no se prepara a la gente. Todos a una, embutidos sobre cuatro ruedas, rebozados en arena de playa, descubriendo lo deslumbrante de una boñiga en un camino rural, perdiendo las maletas en un aeropuerto, consumiendo de forma feroz.

Tal vez por ello me quedo en casa, para vivir de verdad, para ver que hay alrededor de mi, para mirarme con mi mujer y decir lo que pensamos, para practicar la amistad con los amigos que lo son auténticamente, para poner la bicicleta a punto, charlar un poco con el quiosquero, ir al mercado sin prisas, leer unas cuantas páginas o disfrutar de una buena cabezada. Para vivir más conscientemente de todo lo que, en septiembre, volverá a ser –no puede ser de otra manera- otra vez distinto.

Cada uno tiene su botica. Hoy, ésta es la mía

Javier Zuloaga

1 comentario:

Anónimo dijo...

me ha encantado tu articulo. Si verdaderamente nos tomaramos la vida como una cosa efímera viviríamos de una manera bastante mas paciente, no perderíamos el tiempo en lo que nos han vendido como importante, pero,por desgracia, todod entramos en el saco de la globalización.
Borges decía en su poema que si pudiera volver a vivir su vida haría una infinidad de cosas; que había sido una de esas personas que no salén de su casa sin un paraguas, pero que tenía 80 años y se estaba muriendo.
Aguantar lo que te repulsa solo depende de ti. todos tenemos derecho al descanso y el que en 20 dias quiere disfrutar de las boñigas en el campo, la tranquilidad, conocer y disfrutar de la familia, etc.. a la carrera, tiene un problema, porque nada es tan importante como para dedicarle 340 dias al año, excepto a ti mismo.
Mi opinión no viene desde una faceta personal de holgazanería ni nada parecido, pero si nos parasemos a pensar de vez en cuando en vez de asentir por comodidad, estariamos menos estresados y seríamos un poquitin más felices, que eso es algo que a esta sociedad que conocemos no nos vendría nada mal.