jueves, 12 de enero de 2012

THATCHER Y LAS MALVINAS

Nunca había recuperado, con tanta claridad, detalles perdidos en mi memoria desde hace treinta años. Ocurrió el pasado sábado, cuando fui a ver “La Dama de Hierro”, una película en la que uno acaba dudando sobre qué pesa más en la decisión de pagar los seis euros largos de la entrada: si la recreación de una de las figuras políticas más controvertidas de la Europa de los últimos treinta años, o el papelón de la actriz que la encarna,  la magnífica Meryl Streep.

Dejando constancia de mi admiración por la protagonista de Kramer contra Kramer, Memorias de África, La Decisión de Sophie, o Los Puentes de Madison, entre otras muchas, he de reconocer que fui al cine empujado por la relación a la que mi profesión me había llevado a mantener, a 10.000 kilómetros de distancia y hace tres decenios, con Margaret Thatcher.

En los últimos meses de 1981, los periodistas extranjeros que ejercíamos como corresponsales en Buenos Aires –yo lo hacía en la Agencia Efe- veíamos como el entonces Ministro de Asuntos Exteriores de Argentina, Nicanor Costa Mendez,comenzaba a reclamar en foros internacionales una rápida solución para acordar, con el Reino Unido, la recuperación de la soberanía sobre el archipiélago de las Malvinas. En Londres no sabían ni respondían.

En los dos años anteriores en los que los medios habíamos seguido la actualidad del país, esta cuestión nunca había aparecido en el guión de las cosas importantes y en los últimos seis u ocho meses, la cuestión capital, casi el monotema, era la desconfianza en la situación económica, su efecto devastador en la moneda nacional y la aparición de un mercado negro de cambio de divisas que dejaba al país al pie de los caballos de la inestabilidad.

El 2 de abril de 1982, los periodistas de Efe despertamos las alarmas internacionales con un breve cable que decía “Tropas argentinas ocupan las islas Malvinas”. Y se armó el gran espectáculo. Downing Street negaba la mayor y pocas horas después, tras la dimisión de Lord Carrington como Secretario del Foreign Office, no sólo deba crédito a lo que oficialmente había confirmado el Gobierno argentino, sino que Thatcher anunciaba la salida inminente de la Task Force para poner orden en las islas Falkland (nombre inglés del archipiélago en disputa).

Desde la central de Efe en Madrid nos mandaron refuerzos y Antonio Caño, hoy corresponsal de “El País” en Washington y Juan Carlos Muñoz, se sumaban al reducido equipo que formábamos Enrique Merino y yo mismo. Días después los enviados especiales de grandes medios aterrizaban en Buenos Aires. Lluis Foix (Vanguardia), Juan González Yuste (El País), José Vicente Colchero (Ya) nos convirtieron en portada casi obliga durante unos meses, sobre un conflicto del que el desaparecido expresidente español Leopoldo Calvo Sotelo dijo, al ser preguntado sobre un posible parecido de aquel caso con el de Gibraltar, aquello tan épico de que lo de las Malvinas era “distinto y distante”.

Fueron cuatro meses  periodísticamente diabólicos, en los que los periodistas extranjeros no fuimos autorizados a movernos de Buenos Aires, desde donde, entre buenos solomillos y excelentes vinos de Mendoza, sufrimos las penurias de una guerra en la que unos soldados-reclutas no pudieron aguantar el primer empuje de la infantería de Marina Británica. 

El final de la historia la conoce o la puede conocer perfectamente el  lector  si es que el asunto le resulta lejano por su juventud. Tiren de buscador.

En abril de 1982 comenzaba el invierno austral, que en las Malvinas no lo soportan siquiera las ovejas. En las aguas que rodeaban aquel territorio  se concentraban y se concentran los mayores bancos que se conocen de kril, una pequeña gamba que alimenta a las ballenas y del que los japoneses obtienen una harina de pescado de gran valor nutritivo. En las Malvinas hay petróleo  y las Malvinas, ahí es nada, están situadas geográficamente  debajo del paralelo a partir del cual se pueden ejercer derechos territoriales sobre la Antártida.

En “La Dama de Hierro”, Margaret Thatcher reune a su plana mayor para decidir sobre la respuesta a la invasión argentina. Hace una gran pregunta “¿Cómo es posible que no tuviéramos ninguna guarnición en las Falkland?” y toma la decisión de ordenar la marcha de su flota pese a que las inclemencias del invierno iban a endurecer la acción militar.

El Gobierno de Ronald Reagan –Vernon Walters y Alexander Haigh eran los expertos y cerebros de su política exterior- guardaba un estricto silencio y la mayor de las confidencias a los medios norteamericanos era que EE.UU. se matendría al margen del conflicto, como así hizo literalmente poniendo su intendencia al servicio de su aliado natural británico, eso sí, fuera de la denominada Zona de Exclusión geográfica.


Cuando salí del cine, volvieron a mi cabeza aquellas dudas que los periodistas que vivimos la historia tuvimos cuando todo había acabado. El 14 de junio Argentina se rindió. Siempre nos pareció que en todo aquello nosotros habíamos sido comparsas y hoy, a la vista de la inamovible tutela que el Reino Unido ejercerá sobre las Malvinas, aumenta esa sensación.

En Puerto Stanley, capital del archipiélago, no había un fusil y la ocupación argentina no llevó más esfuerzo que la sustitución de la Union Jack por la albiceleste del General San Martín. Parece  como si les estuvieran esperando porque el Gobernador de aquellas islas sabía, mal que bien, que todo acabaría en poco tiempo.

Realmente Leopoldo Calvo Sotelo tenía razón. Todo aquello que ocurría en las puertas de la Antártida era distinto y distante de nuestra querida Gibraltar, cuya soberanía británica ha acabado por integrarse tanto en el paisaje, que cuesta imaginarla de otra manera, pese a que los políticos quieran dejar constancia, muy de vez en cuando, de  su irrenunciable españolidad.
Javier Zuloaga

1 comentario:

John dijo...

Readers may be interested in a brief but in depth analysis of the problem of Las Malvinas, the UN Resolutions and especially Sovereignty Claims, at Argentina, Brazil, Uruguay and the Falklands.