jueves, 23 de febrero de 2012

MI HIJO RYAN

Hace ahora un año me saqué un hijo de la manga. No sabía que había nacido en  Atienza (Guadalajara), crecido en una familia de panaderos y que había tenido una vida agitada: montador de retrovisores en la fábrica de la Vespa, traficante de alijos de haschisch, recluso y que tras salir de la prisión anda por el Raval de Barcelona repartiendo su tiempo entre el oficio de mimo y dándole algún que otro pase a pequeños paquetes de “maría” desde una mesa de un bar de la calle del Carmen.

Honorio Vallformosa Negrín, de sobrenombre “Ryan” por decisión propia,  es uno de los personajes de mi última novela, "Librería Libertad" . Cuando escribía esta historia y perfilaba la personalidad de sus protagonistas, decidí que Ryan pasaría buena parte del día como las estatuas vivientes del comienzo de Las Ramblas. Y lo decidí así porque la aparición de estos elementos de la decoración urbana del corazón de Barcelona arrancó al comienzo de los 90, cuando hacía muy poco que yo había comenzado a vivir en la ciudad.“Tenía que ser aquí”, pensé al ver aquellas primeras figuras inmóviles, que aguantaban sin rascarse y que no pestañeaban a la vista de los paseantes.

Siempre he creído que la inquietud y  la cultura han caminado de la mano en esta ciudad y que este rasgo es visible tanto en sus instituciones culturales más tradicionales como en las avanzadillas de lo último. Picasso, Miró, Tapies, El Gran Teatro del Liceo, el Palau de la Música, el MACBA, CaixaForum… conforman unos cimientos culturales construidos muy poco a poco que hoy causan admiración - seguro que también alguna sana envidia- en quienes deciden conocer a fondo Barcelona. Y todo ello en la caja mágica en la que, hace ya mucho tiempo, los barceloneses fueron capaces de mirar urbanísticamente en el túnel del tiempo y   en la que sus calles más singulares fueron convertidas en arte gracias a los maestros del Modernismo.

En ese escenario y con tantos antecedentes, resulta lógico explicarse la aparición de expresiones culturales espontáneas, como la de las estatuas humanas, los mimos, que además de no molestar a nadie, se han acabo convirtiendo en estampa y rasgo de la personalidad de Las Ramblas.

Son personajes que cada mañana, al montar su parada, miran de reojo hacia los colegas que están a unos metros y que saben que tienen que ser mejores si lo que quieren es  que el platillo les suene más veces. Compiten para provocar la admiración, se someten al veredicto de los paseantes, sin jurados ni galardones oficiales.

Pero no, ni mi hijo Ryan, que en mi novela se disfraza de Discóbolo de Mirón, ni  todos sus colegas, contaban con lo que dicen las normativas municipales, unas reglas de juego sin duda necesarias para la convivencia pero que acostumbran a cerrar el paso a la espontaneidad de algunas iniciativas pacíficas de las gentes.

Limitar el número de mimos parece razonable, porque tampoco se trata de que la necesidad o la euforia conviertan a la pasarela barcelonesa en un lugar intransitable. Así lo vieron  estos artistas de lo inmóvil que han entendido que repartir no es perverso sino necesario, pero andan revueltos con el proyecto municipal de acotar su lugar de trabajo en la Rambla de Santa Mónica, un espacio bien distinto en todos los órdenes, tanto en lo que se refiere al tránsito de paseantes, como por la mayor degradación de una zona que no pocos evitan.

Recuerdo que uno de los primeros tópicos en los que caí cuando comencé a escribir, fue aquel de llamar “servidores públicos” a los funcionarios. No entendía que un poderoso/a señor/a que estaba detrás de una mesa en una dependencia municipal, autonómica o de la Administración Central acogotara tanto al ciudadano que iba a resolver un asunto de papeles.

¡Alto!, que no se ofenda nadie porque ya sé que los funcionarios son, por lo general, gente eficaz y animosa, pese a que ahora están viendo, impotentes, cómo su sueldo va cayendo por los efectos de la crisis. Ayer, sin ir más lejos, resolví por teléfono un asunto de tributos cuando aún tenía el pijama puesto. No, mi confusión frente al tópico del “servidor público” hay que buscarla mucho más arriba, en quienes se sienten en la necesidad de tomar decisiones sobre problemas que no existen más que en su imaginación.

Como barcelonés de adopción pienso que si el Ayuntamiento acaba arrinconando a los mimos en Santa Mónica, le habrá quitado aún más encanto a Las Ramblas, en las que ya no se venden  pajarillos ni mascotas que antes se regalaban a los niños, pero en donde, otros pájaros o pájaras hacen que vayamos con las manos en los bolsillo, agarrando bien la cartera o colgando el bolso en bandolera de forma casi rabiosa.

Para acabar: ¡amnistía para Ryan!

Javier Zuloaga

2 comentarios:

Unknown dijo...

muy bueno, vaya con tu hijo Ryan....

Unknown dijo...

Vaya con tu hijo Ryan...muy buena la entrada