domingo, 16 de septiembre de 2007

INVESTIGAR POR PLACER

“Yo soy de letras”, me decía cuando, al acabar cuarto de bachillerato y su reválida, me daba una y otra vez de bruces con los senos y los cosenos, los principios físicos de Gay Lussac y Boyle Mariot y era incapaz de explicarme el porqué del teorema de matemático suizo Euler, que demostraba que, en un poliedro, sus caras y sus vértices suman lo mismo que sus aristas más dos. Aquel teorema fue una de las pocas cosas que las ciencias colegiales dejaron en mi talego cultural y he de reconocer que, pese a no haber olvidado aquella equivalencia, acababa con el pulso acelerado y una gran desesperación cuando intentaba ver si aquello era cierto o sólo un farol y contaba los vértices y los planos de un dodecaedro. Definitivamente, yo era de letras.

Pero la vida da muchas vueltas y la mía me ha llevado, en mi madurez cincuentona, a verme rodeado de gentes de ciencias. Mi mujer, química, mis cuñados, médicos, telecos e informáticos, si bien, como ocurre estadísticamente en casi todas las familias españolas, tengo también un hermano político que decidió ejercer la abogacía.

Pero todos ellos, unos más que otros, llevan el marchamo del ejemplo de su padre, un gran hombre de ciencia, un investigador infatigable, que fue nominado repetidas veces al Nobel y que recibió, en 1982, el Premio Príncipe de Asturias a la Investigación Científica y Técnica. Hablo de Manel Ballester Boix, aquel maestro de la investigación química que descubrió los radicales libres inertes, de gran trascendencia posterior en la industria química y farmacéutica. Tuve el privilegio de conocerle y escucharle, aunque mucho menos de lo que hubiera deseado.

Ballester, que murió hace ya dos años, era además un sabio en el sentido más amplio y extenso de la palabra y su afán por el conocimiento no distinguía, como nos ocurría a las personas más vulgares, entre ciencias y letras y era, fuera del laboratorio y las tesis que dirigía, un conversador sólido sobre la mitología griega o las indefinidas fronteras que sepan las matemáticas de la filosofía pura, por acudir sólo a dos cuestiones lejanas a su especialidad.

Vienen estas líneas al caso cuando aún son recientes las declaraciones del Presidente del Gobierno español acerca de nuestra situación económica, lo de la “champions” y la cascada de informaciones que han provocado apuntando casi todas a que la competitividad económica, especialmente la derivada de la innovación, está en nuestro país muy lejos de ser notable, tanto, que ninguna de nuestras universidades, públicas o privadas, se encuentran entre las 200 mejores del mundo, aunque, eso sí, nos situamos por encima de Polonia, Chequia, Grecia y Hungria.

Los datos pertenecen a un estudio de la Unión Europea, basado en un ranking elaborado por la Universidad de Sanghai, en el que se evaluaba a las universidades del mundo en función de las citas de cada una de ellas en las principales revistas científico-académicas y del número de premios Nobel obtenidos por miembros de sus claustros.

Los autores del trabajo de la UE destacan un hecho importante, que la Europa de los 25 destina un 1,3% -es la media- de su PIB a la investigación y enseñanza superior; en EE.UU. un 3% y que la media del gasto por estudiante es, en la primera, de 8.700 euros anuales, mientras en Norteamérica la “inversión” en talento universitario llega a los 36.500 euros. Pero, bajando a lo casero, a lo español, los diarios han recordado también lo que ocurre con nuestro país, en los llamados objetivos de la Agenda de Lisboa, que marcaron, como meta para el año 2010, la de que los estados de la Unión llegaran a invertir en Investigación y Desarrollo (I+D) el 3% de su PIB .

Hace pocos días la Ministra de Educación, Mercedes Cabrera, presentaba, en Santander, el nuevo plan gubernamental en esta materia tan trascendental cuyo nombre ha crecido (I+D+i) –la “i” pequeña significa innovación- que se propone pasar del 1,2% actual al 2,2% en el año 2011. De cumplirse lo anunciado, supondría duplicar en cuatro años la inversión en innovación y el número de investigadores por habitante, por citar sólo dos de sus difíciles metas, saltos que, muy posiblemente, no se dieron con tanto impulso en el famoso “Milagro alemán”.

Al reflexionar sobre todas esta jerga de modernos conceptos y porcentajes, me he preguntando donde puede estar el fondo del problema y si realmente lo que está en debate es una cuestión de inversión a corto plazo, una suerte de toreo de salón y si la clave está más bien en una endémica falta de cultura investigadora en nuestro país, con el mayor respeto a las grandes excepciones. No se puede crear investigadores por decreto, eso es de cajón, pero sí inculcar en los bachilleres primero y después a los universitarios, la importancia de crear cosas nuevas a través de un conocimiento más profundo de lo que tienen delante. Y con ello me refiero tanto a un filólogo como a químico orgánico.

Cuando lees acerca del fenómeno de Silicon Valley, en donde en torno a la universidad californiana de Stanford, un profesor llamado Terman puso, hace más de cincuenta años, las condiciones para crear una auténtica Meca de la investigación, no puedes evitar mirar a lo más cercano y ver como realmente nos separan muchos años –pese a planes cuatrienales triunfalistas- para ser más investigadores e innovadores y, por ello, más competitivos.

En los colegios, en donde ahora se podrá pasar de curso con cuatro suspensos, no se estudia historia de la investigación, ni en las facultades la forma de gestionarla profesionalmente. No creo que me equivoque si digo que, ni en los primeros, ni en las segundas, se provoca la materia prima de la curiosidad . Todo eso hay que aprenderlo fuera de las aulas, cerca de un sabio, si es que alguno de ellos te deja oir, mirar y poco a poco participar en el disfrute del apetito del conocimiento profundo de las cosas.

Manel Ballester Boix dijo en más de una ocasión que investigar es un placer y para ello citaba lo que escribió Henri Moissan, descubridor del Fluor a finales del siglo XIX. “Lo que no puedo transmitir a ustedes es el placer extremo que he experimentado en la búsqueda del descubrimiento. Arar un campo nuevo,tener libertad plena de seguir nuestras propias inclinaciones; ver por doquier nuevos objetos de estudio abriéndose ante mi…despierta una verdadera alegría, que sólo quienes prueban las delicias de la investigación pueden experimentar”.

A renglón seguido, el químico catalán afirmaba que “la finalidad de nuestra existencia es no sólo disfrutar contemplando el verdor brillante y perfumado de los prados, la frondosidad sobrecogedora de los bosques, la claridad de las aguas cantarinas, el vuelo y el trino de los pájaros, o nuestro humano ombligo, sino luchar por nuestro propio progreso, por superar nuestras limitaciones, por corregir nuestros errores y nuestras desviaciones, poniendo en juego dones tan singulares y misteriosos como son los poderes de nuestro intelecto”.

¿Estaba hablando de I+D+i ?

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