miércoles, 9 de abril de 2008

EL SEPTIMO SENTIDO

En más de una ocasión, cuando me he reencontrado con gente de mi quinta, hemos comentado que pertenecemos a una generación maldita , aunque resulta justo decir que cuando así hablábamos nos habíamos echado en brazos del victimismo que asalta a quienes comprueban que les queda, en la vida, menos por delante que por detrás y que han sido siervos de sus mayores, pero no señores sus menores.

Luego, menos trascendentales, hemos reconocido que bien vale aquello de que nos quiten lo bailado, porque la verdad es que nacimos y maduramos después, en unos tiempos en los que el buen humor, el sentido del humor, era un bien apreciado.

Dicen quienes viven del negocio del tratamiento de los problemas de las mentes ajenas, que los niños nacen riendo y que el estrés y las responsabilidades se encargan de convertir en recuerdos aquellas carcajadas tan recomendables para la producción de las endorfinas, esas sustancias hormonales que generan bienestar y satisfacción.

Otros piensan que la culpa de la pérdida del sentido del humor radica en el imperio de lo serio, en esa suerte de escala de valores triste, según la cual las personas son más fiables en virtud de la solemnidad que trasciende de su actitud. ¿Por qué no es posible cerrar un acuerdo empresarial entre carcajadas, lagrimones incontenibles de pura felicidad y esas palmotadas que los vascos se arrean sin piedad en la espalda, cuando quieren hacer patente su enorme alegría por el encuentro con un buen amigo?.

Es complicado, casi diría que un asunto intrincado, saber donde acaba, o se pierde, el buen humor, de la misma manera que es tan admirable como misterioso saber cuando las endorfinas se inhiben arrastradas por la madurez de la vida o por los elementos nefastos que hacen que el rencor y el miedo venzan a esa tendencia a la espontaneidad de una buena carcajada,o aplastan a quien rompe los moldes de seriedad que se suponen en la madurez de los adultos.

Me he encontrado en la vida casos en que se confunde al personaje con buen humor, al cachazudo calculador de sus irónicas palabras, con el borracho, o con quien ha tomado una copa de más, lo cual a veces tiene algo que ver, porque a ver quien niega el poder desinhibidor de unos buenos vasos de vino. Y casi siempre que eso ha ocurrido, el que ríe a mandíbula batiente encuentra, al otro lado de su imaginario espejo, el reflejo del cenizo que anda vacío de los valores del buen humor.

Cuando era pequeño y comencé a ver cosas que no entendía, di por válidos argumentos que ahora ya sólo discuto conmigo mismo, pero que veo que no tenían apenas valor. “Calla – me decía mi madre- porque tu padre tiene muchas preocupaciones y no hay que molestarle”. Y yo me callaba, como mis hermanos.

En esa relación de anécdotas que, a fuerza de reiteración, acaban por soldarse con tu memoria, recuerdo que mi padre nos contaba que Pedro Muñoz Seca, amigo de mi abuelo y Ramiro de Maeztu, pronunció una frase lapidaria antes de ser pasado por las armas republicanas por ser cristiano y derechón “Me podéis quitar todo menos el miedo” dicen que dijo el dramaturgo, aunque ninguno de los integrantes del pelotón anarquista, ni tampoco el fusilado, hayan confirmado que así fuera.

¿Y si fue verdad?

Puede que el autor de La Venganza de don Mendo hiciera un ejercicio –entre lo real y lo póstumo- para reducir su muerte a lo absurdo, para hacer una audaz frivolidad ante su fusilamiento, un escudo para llevarse al otro mundo, intacta, su libertad personal.

Son anécdotas y puede que incluso no sean ciertas, pero animan a huir de los efectos del perfeccionismo tristón, del que generan el estrés y la tensión, de esa tendencia perversa a revolcarse una y otra vez en el fango de los errores, los conflictos y las dificultades, de no entender que no hay mejor combinación, cóctel mejor, que el del amor y el buen humor.

El serious business es uno de los culpables. Directamente y por el efecto de arrastre que ejerce desde la cúpula hasta los niveles más bajos de una organización. Como en Mary Poppins y la escena final del banco de la City londinense en la que no caben alegrías mundanas: ¡Seamos serios!, como invocación a cerrar un asunto, ha acabado confundiendo lo recto con lo aburrido, imponiendo el ceño fruncido sobre la espontaneidad de la sonrisa.

He vivido y sido protagonista de aquellas teorías del cero defectos con los que algunos gurús norteamericanos se han llenado los bolsillos deslumbrando a los europeos con trascendentes maneras de gestionar las cosas. Pero yo no me las creía porque siempre he dado prioridad a lo natural y espontáneo frente al corsé del cuento chino, aunque sea americano. Porque no creo en los perfeccionistas, en los que dedican más tiempo a corregir que a crear y en los que miran de manera inquietante a los que actúan sin complejos ante las cosas que les rodean

Porque, la sonrisa o la risa, ¿son una consecuencia o un motor?. Y no me refiero al sarcasmo ofensivo o la ridiculización de los defectos ajenos –un respeto, por favor- sino a ese talante de saber ver las cosas de otra manera, de hablar con uno mismo y no esperar a que otro te diga de qué pie cojeas.

Y acabo con una anécdota que he encontrado en Google, ese gran gigante frente al que hay que tentarse las ropas antes de escribir, porque te puede llegar a poner en un aprieto. Cuentan que cuando Juan XXIII, el Papa Roncali, fue elegido Papa, recibió a un cardenal norteamericano, Fulton Sheen, y le dijo “Mire, Dios nuestro Señor supo muy bien desde hace setenta y siete años que yo había de ser Papa. ¿No pudo haberme hecho más fotogénico?

Pues si la anécdota es cierta puede que el del humor sea el séptimo sentido, ya que de él no se han librado ni los infalibles pontífices, que también eran personas. Como usted y como yo.

Javier Zuloaga

1 comentario:

José María Rodríguez Montero dijo...

A mi querido Javier Zuloaga, con quien tuve el gusto de trabajar en El Día de Baleares en esos días en que el futuro era sólo una palabra lejana, no le falta razón ni le sobra tino al postular el humor como nuestro posible séptimo sentido. Los embestidas del destino, que no siempre se ven venir, lo tiñen sin embargo muy a menudo, y a costa de nuestro pesar, con esas sombras que la tristeza deja a su paso en el camino de la vida. Uno tiene entonces que refugiarse en el burladero del recuerdo para no perecer en ellas, y no sucumbir así bajo los cuernos de una realidad en la que las anécdotas del ingenio ya no encuentran plaza.
Tampoco yerra al enmarcarnos, a los de nuestra quinta, como una generación maldita. Despropósito sería desmarcarnos de ella alegando un presunto victimismo, que sí bien es cierto que el paisaje se abre más de cogote para atrás, no menos lo es el hecho de que en el trayecto que columbramos las luces nos iluminan de una forma muy distinta que a los menos trascendentales. Y es que el sentido del humor es a día de hoy algo viscoso, nada merecedor de loa. Resbala entre el coladero de muchas mentes que nos rodean, yéndose a estrellar sobre el asfalto de lo burdo, moneda habitual ya con la que se paga cualquier atisbo de ingenio.
Sí, Javier, en esos días que parecía que duraban más, se han quedado todas las esperanzas y casi todas las risas que nacían del corazón. Ahora sólo recibimos en el eclipse de este presente, y muy de vez en cuando, los ecos de sus pasos y toda la nostalgia del mundo en que estallaban esas carcajadas, como si fueran las burbujas de una copa vacía.

Felicidades por el escrito. Siempre tuyo:
José María.