jueves, 3 de abril de 2008

LOS PUEBLOS DE LA TIERRA

Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo; consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular; proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones; promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida; establecer una sociedad democrática avanzada, y colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra. (Preámbulo de la Constitución española)

No creo que los ponentes, los “padres” de nuestra Constitución, se molesten porque un ciudadano como yo cometa la audacia de subrayar lo que considera más trascendente de nuestra Carta Magna: su preámbulo, que al fin y al cabo es la intención de todo lo que viene después. Es decir, la declaración de nuestros legisladores cuando dieron luz verde a la primera ley española en 1978 para que fuera rechazada o aceptada por todos los españoles. Como así fue.

Gabriel Cisneros, Manuel Fraga, Miguel Herrero de Miñón, Gregorio Peces Barba, José Pérez Llorca y Miquel Roca se reunieron, en Gredos, 25 años después para decir que seguían creyendo en ella y proclamaron que solamente desde un espíritu generoso, como el que la gestó, se deberían cambiar aquellas reglas de juego que nos dimos los españoles. Doy por descartado que en aquella afirmación estaba incluído el preámbulo con el que hoy he iniciado este artículo.

Que el lector no se inquiete ya que no es mi intención repasar una historia que, en mayor o menor medida, los españoles ya saben de qué ha ido, desde que Suárez nos llevara de la mano y nos convenciera de que podíamos votar a quien quisiéramos y de que los comunistas no tenían cuernos ni rabo, hasta que Zapatero nos prometió 400 euros que todos los contribuyentes tenemos mentalmente ya gastados y esperamos como el primer aguinaldo democrático que se recuerda en la historia de la audacia política.

Hoy he tirado de la Carta Magna cuando he repasado los recortes de prensa que ha generado el asunto del agua, esa que casi no nos llega a los habitantes de Barcelona. Se trata de una de esas sencillas pero complejas cuestiones a las que me refería en mi artículo de la pasada semana y que el lector puede aún leer si maneja adecuadamente su ratón cuando haya acabado éste.

Veo también que el alboroto político ha crecido -Montilla invocaba hace días en la portada de El País que Cataluña necesita agua porque es España- de la misma manera que no amaina la tormenta que paraliza nuestra justicia desde febrero, desde que los sueldos, como los ríos, van más llenos en unos territorios autonómicos que en otros y la huelga presagia en convertirse en un ejemplo para otros colectivos que no quitan ojo a los agravios comparativos.

El asunto se puede complicar, lo mismo que si los tribunales se prodigan en sentencias que liberan del estudio escolar de materias controvertidas o tienen que aumentar su lista de temas pendientes con peticiones de amparo de quienes rotulan en su propia lengua, a no ser que sean chinos o ingleses que abran restaurantes, un "pub" o un "outlet".

Al repasar nuestro preámbulo me he sentido orgulloso de pertenecer a una generación de españoles que ha hecho posible que sus compromisos se hayan cumplido en líneas generales, sobre todo al recordar el escenario en el que se escribieron, cuarenta y dos años después del inicio de una Guerra Civil y tres después del final de una dictadura. Creo que España es un gran país y los españoles unos paisanos bastante presentables, dándole a lo de “bastante” al valor de su significado en el diccionario, sin dobleces.

He leído en ocasiones la Constitución, menos de las debidas desde que fue aprobada, pero sí especialmente mientras esta “joven” de 30 años sobre la que juran desde el Rey al último soldado, nacía entre las líneas de mis compañeros que escribían crónicas parlamentarias. Pero nunca me había detenido en aquello de “colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra”.

Fruto de aquel voluntarismo muy poco concreto es la presencia de España, puertas afuera, cuando así lo requiere la ocasión o las alianzas o las simpatías de quien gobierne en cada momento. Estamos en Kosovo, Líbano, Afganistán, hemos estado en Irak y siempre tenemos a una brigadilla de la Guardia Civil dispuesta para poner un poco de orden, aunque sea sin tricornio ni capa.

Y aquí, ¿qué?

¿Pertenecen los aragoneses, los madrileños, los catalanes, los andaluces, los gallegos, asturianos, cántabros, manchegos, castellanos, riojanos, murcianos, canarios, baleares, valencianos, extremeños, ceutíes y melillenses a esa universalidad de todos los pueblos de la Tierra?

¿Si?

Pues déjenme que vuelva al preámbulo de nuestra Constitución para dar rienda suelta a mi escepticismo. “Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”. Pienso que, como ocurre en la vida más sencilla pero compleja, lo que decía el preámbulo de la Constitución duerme en nuestra historia como muchas otras obligaciones que nuestros legisladores aprobaron creyendo que habían dado, por fin, con la piedra filosofal de la convivencia.

Me asalta un pensamiento: o somos una manada de ilusos o somos unos irresponsables. Yo no sé con que opción quedarme cuando escucho -o leo- lo que nuestros hombres prometen, denuncian, se enfrentan o diseñan, ante la frágil memoria de los ciudadanos, actitudes, proclamas o futuros de relumbrón.¡Todo es igual!, ¡Nada es mejor!, decía no hace mucho evocando el desgarrador tango Cambalache .

El preámbulo de la Constitución da paso a los derechos y deberes de los españoles y define, también, la estructura de España, un lugar que está ahí y en donde hay que “Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones.”

Propongo –como hacemos el Día del Libro, efeméride del nacimiento de Cervantes- que todos leamos un párrafo de la Constitución en el puente de la Inmaculada, una fecha sin la que, a lo mejor, la celebración de la aprobación de nuestra Carta Magna no tendría mayor relieve que la de Santo Tomás de Aquino, patrón de los estudiantes.

Está ahí, aburrida y muy posiblemente rendida ante las múltiples contradicciones que se podrían resolver si las filias y las fobias de este país la tuvieran un poco más en cuenta y aplicáramos, entre nosotros, una solidaridad parecida a la que proyectamos –y muy bien por cierto- hacia países lejanos.

Demasiado sencillo. Demasiado complejo.

Javier Zuloaga

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un análisis duro y una propuesta lúcida.-

saludos

rferrari.wordpress.com