miércoles, 9 de julio de 2008

CRISTO Y EUROPA

Cuando viví en Argentina, al comienzo de los ochenta, me costó entender ese trágico sentido de la existencia, que destilaban el bandoneón y las voces quebradas de los maestros del único género criollo que he conocido, el tango. Era el canto desgarrado de quienes ya no podían ver, sino sólo imaginar, qué había a sus espaldas y se aferraban a la generosidad de la tierra que les había recibido. Italianos, judíos de todos los orígenes, nazis y alemanes equivocados, turcos y algún que otro francés –Gardel lo era- pusieron la simiente de un país que, todavía hoy, no tiene bien definidas sus señas de identidad, aunque sin duda son cada día mayores.

Cuando reflexiono así no entiendo el derrotismo que ha surgido tras el “no” irlandés, esas plumas que se refugian en lo peor para explicar la complejidad de las cosas con enjundia. Creo que el “no” de los seguidores de Michael Collins habría que encuadrarlo en los mismos sentimientos que llevaron a franceses y holandeses, hace tan sólo dos años, a mantener cerrada su voluntad ante una Gran Europa. El entonces primer ministro holandés, Jan Peter Balkenende, atribuyó el resultado de la consulta a los recelos que producía entre los ciudadanos de su país la ampliación de la UE hacia el Este, a la contribución excesiva de La Haya al presupuesto comunitario y al temor de pérdida de soberanía, de dilución de su personalidad.

En el caso francés, con una participación alta de casi el 70%, el “no” arrastró la voluntad de casi el 55% de los votantes y se convirtió, para muchos, en el epitafio del Chiraquismo y el inicio de una nueva época política en la que los franceses querían que se les hablase claro, sin circunloquios y un poco menos de grandeur. Fue la gran oportunidad de Sarkozy.

Pero Europa, además, ha pasado y superado momentos difíciles. Dos ejemplos.

La negativa de los ingleses a asumir la misma moneda y mantener a la libra esterlina, a la Reina y la Union Jack como símbolos de un imperio que comparte, en paralelo, un marchamo común con los norteamericanos, que no quiere deshacer la madeja de sus intereses en la Commonwealth, pero que, al mismo tiempo, no pasa por alto estar ausente en las grandes decisiones de la UE.

Y el incumplimiento de los acuerdos de Maastricht por parte de Alemania como consecuencia de los costos de su reunificación, superados ahora brillantemente cuando el resto de la economía Europa paga su falta de competitividad y reacción ante el mundo global.


Es fácil caer en el derrotismo y decirse a uno mismo que esto de la Europa unida es imposible. Incluso mirarse en espejos distorsionados por el gran aparato mediático norteamericano y concluir en que el Viejo Continente nunca desfilará al mismo paso por la ausencia de una espiritualidad común, o por no tener interiorizado aquello de Dios salve a los Estados Unidos de América.

Tal vez por todo lo anterior no entiendo, por tratarse de un ciudadano de la generación que ha visto como Europa sorteaba una y otra vez las barreras que le han salido en el camino, lo que José Manuel de Prada publicaba hace un par de semanas en ABC bajo el título apocalíptico de “El fin de Europa”.

“Si el señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles” invocaba el novelista recurriendo a un salmo para concluir que los acuerdos europeístas serán meros aspavientos y afirmar que es demente intentar construir paraísos en la Tierra mediante la acción política. “La Unión Europea- escribe el articulista- correrá el mismo destino que en su día corrió la Torre de Babel” .

Pero lo que ha hecho chirriar mis neuronas y ponerme al teclado, ha sido la invocación al cristianismo como panacea y la afirmación de que sólo la religión puede transponer fronteras “y actuar de amalgama entre los pueblos”.

Que me perdone de Prada, pero lo que dice suena a talibán, a jihadista, a cruzados y a Ricardo Corazón de León. La religión, sea la que sea - para quienes la vemos desde una distancia prudencial pero respetuosa- ni debe intervenir en los proyectos nacionales ni en los transnacionales. Que recen, se acerquen más a los débiles y remuevan conciencias, que no es poco.

Las ideas electrizantes –por la fuerza de la fe o de la superioridad sobre otros- son todo un peligro cuando son malvendidas o arteramente difundidas. Echen ustedes un vistazo si no al apunte de Francisco de Goya “Por descubrir el mobimiento (sic) de la tierra” ,dedicado a un Galileo encadenado a un enorme asiento de piedra, inmóvil, en el que el pintor aragonés denunciaba el enjuiciamiento del sabio, por los inquisidores, por haberse atrevido a discutir el modelo geocéntrico del Universo. O léanse ustedes “Historia de un Alemán” de Sebastián Haffner o “El Hereje” de Delibes, ya que representan buenos ejemplos de historias que suelen acabar envenenándolo todo y dejan además secuelas de amargura y siglos de rencor.

Por eso es bueno que los franceses dijeran hace dos años que no a la Constitución europea y fuera necesario bajar el listón de la unanimidad, de la misma manera que ahora se articularán vías de entendimiento para que españoles y polacos, portugueses y griegos, británicos y alemanes o italianos y holandeses, tengan más cosas en común que diferencias.

De momento, salvo la excepción imperial de la libra y el chelín, compartimos el mismo monedero, lo cual, no nos engañemos, une más que los credos de cualquiera de las religiones.

Incluso para dar limosnas.

Javier ZULOAGA

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