miércoles, 16 de julio de 2008

SABER UN OFICIO

Estoy trabajando en la biografía de un eminente catalán desaparecido hace ya tres años. Fue un hombre de ciencia, gran investigador y por ello un curioso incorregible. Encajaba en aquel viejo modelo de la sabiduría que no encasillaba a los estudiosos en las letras y las ciencias, sino que entendía el conocimiento como un campo sin barreras, de tal manera que su especialización no distrajo el apetito cultural por la literatura, la historia, o la filosofía, por acudir sólo a algunos ejemplos de las materias que contenían aquellos libros de su despacho en el Ensanche de Barcelona .

Pude conocerle y hablar tranquilamente con él, aunque mucho menos de lo que me hubiera gustado y comprobar hasta qué punto su cultura sobre todas las materias, la universal, llegaba a conocimientos como la mitología, cuyo dominio nos costaría ahora encontrar en quienes se dedican a descifrar los elementos primarios de la materia, desde la experimentación, sobre una poyata de un laboratorio.

Me enseñó un libro impreso en Barcelona en 1928, titulado “Figuras y Leyendas mitológicas”, del que fue autor Emilio Genest, en el que el curioso puede descubrir el mundo imaginado de los mitos, aquel que inmortalizaron, en otros, Homero y Ovidio.

Zeus, Urano, Cibeles, Saturno, Júpiter, el Cuerno de la Abundancia, Afrodita, Apolo, Cupido, Neptuno, Hermes, tienen su página en un libro con el que su propietario quiso incorporar la cultura clásica a su saber sobre los asuntos más intrincados de la ciencia.

“Este hombre- me dije- es también un sabio”.

Desde entonces he pensado frecuentemente en qué medida el avance de las tecnologías o la especialización de casi todas las profesiones, han ido arrinconando a la cultura en su sentido más amplio, pero hace días comprobé que aquella amplitud del saber, que tanto admiraba, se estaba quedando corta respecto a la real de la vida. Me explico

Fue al leer el folleto de presentación del Institut Escola de Barcelona, nacido a la sombra del espíritu liberal, laico, pero sobre todo independiente, que caracterizaron a los centros creados a la sombra de la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Giner de los Ríos y otras mentes inquietas, como respuesta a la exclusión académica llevada a cabo por el gobierno de Cánovas, que sacó de sus cátedras a no pocos profesores que confiaban más en el saber y en el descubrimiento que en los dogmas.

Aquel hombre de ciencias e investigación había estudiado la Secundaria en el Institut Escola, en aquel edificio del parque de la Ciutadella que dirigió el químico Josep Estalella Graells, venido desde Madrid tras haber impulsado en la capital española el primer centro de aquella idea quimérica de la formación de los futuros ciudadanos que hoy sigue pareciendo futurista.

El folleto, editado en 1932, explica, entre otras muchas cosas, que aquellos bachilleres debían aprender, inexcusablemente, un oficio manual. Carpintería, electricidad, impresión, alfarería, eran algunas de las opciones que los futuros universitarios debían añadir a sus obligaciones y que aquella manera avanzada de entender la formación, reconocía como necesarias para incorporarse definitivamente a la sociedad.

El desarrollo de las nuevas tecnologías, la aparición de artilugios que provocan largas colas en las tiendas de electrónica o telefonía; la última versión de la consola japonesa o norteamericana; el teléfono que nos dice que ha llegado un correo electrónico y en el que podremos guardar también las fotos y las canciones que más nos gustan y que siempre mantiene las imágenes en su posición correcta aunque tu te empeñes en colocarlas boca abajo, han acabado de aplastar el viejo modelo de enseñanza liberal que unía lo artesano con la filosofía y las entrañas de la física y la química.

No es una regla general, porque los estudiosos pueden hacer un buen uso de las TIC,s (así se conoce a las nuevas tecnologías) sin menoscabo de su afán por saber cada día más. Pero lo cierto es que vivimos en un mundo en el que la velocidad y la pericia de los dedos de la mano sobre una consola de juegos, es más importante que cualquier otra cosa para millones de bachilleres, los descendientes de aquellos que leían sobre la mitología y que cepillaban la madera o daban forma al barro en los talleres del Institut Escola de Barcelona.

El libro digital está a la vuelta de la esquina y de nuevo japoneses y americanos preparan sus artillerías tecnológicas para dar la gran batalla. El asunto mantiene ocupados y algo preocupados a editores y agencias literarias. Recientemente –pinchar en el link de la primera línea de este párrafo- se ha hablado de ello en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander.

Se ha coincidido en que no se puede dar la espalda a los nuevos canales y se ha recordado que hay que adelantarse a los efectos que la obtención gratuita de música en Internet tuvo cuando las iniciativas de software libre comenzaron a conectar a quienes querían intercambiar melodías o conciertos.

En la capital cántabra se habló, por ello, de la necesidad de que los editores adopten un formato único, como ocurrió finalmente con el MP3 de la música. Se ha propuesto tomar la iniciativa y observar, al formato digital, más como un aliado que como a un enemigo de los libros de papel - que con toda seguridad seguirán existiendo- y quitarle gravedad a una piratería que volverá a aparecer, inevitablemente, al tiempo que este mercado ofrezca posibilidades de negocio.

En la Red y en las nuevas tecnologías, ha ido creciendo un nuevo mundo, el digital, cuyas posibilidades parecen inagotables y que está cambiando los hábitos de las personas y la economía de los mercados. Hoy, se puede vivir sin salir de casa y sólo se aíslan del mundo los que decididamente no quieren saber nada de él.

El pasado jueves, ”El País”, publicaba una información inquietante sobre un fallo masivo de seguridad de Internet, que dejó a disposición de los piratas digitales, los datos más sensibles de los servidores y los usuarios. Los detalles de lo ocurrido, cuenta el diario, no se conocerán hasta que haya pasado un mes, aunque el lunes este mismo diario informaba de que el descubrimiento del agujero negro de la Red se debió a la casualidad.

Seguro que si Josep Estalella Graells hubiera nacido ochenta o cien años más tarde, habría añadido, a sus talleres de oficios, una asignatura más: la asimilación de todo lo que tecnológicamente nos está cayendo encima.

Estoy totalmente seguro.

Javier Zuloaga

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