miércoles, 23 de julio de 2008

LA JUVENTUD DE AMERICA

Tuve la oportunidad de ejercer el periodismo en América Latina durante dos años. Fue en Argentina, desde diciembre de 1980 hasta agosto de 1982, una de las épocas más ricas en acontecimientos controvertidos de las que se recuerdan en el país ribereño del Rio de la Plata.

Como a casi todos corresponsales recién aterrizados, los rasgos de aquel país, el parecido de sus paisanos y de su paisaje urbano con el que se podía encontrar en las capitales europeas, me hicieron asumir criterios erróneos a la hora de encontrar una buena explicación a lo que estaba descubriendo.

Creo que a todos nos pasaba algo parecido y en los conciliábulos que un grupo de periodistas europeos creamos de forma espontánea para sacudir las ideas y espabilarnos a la hora de acceder mancomunadamente a buenas fuentes de información en una dictadura que ya comenzaba a languidecer, íbamos viendo como Argentina no se podía dividir entre peronistas y radicales, que las ideologías tenían barreras aún más inconcretas que en Europa y, sobre todo, que aquella tierra era un lugar en el que los sentimientos y la nostalgia jugaban un papel importante.

Con esos hilvanes, comenzamos a comprenderlo todo un poco mejor y a situarnos, con más facilidad, en la piel de los argentinos. Creo que nos ayudó el gran sentido del humor y el buen nivel cultural medio de las personas que íbamos conociendo y que –han pasado ya más de 25 años de mi marcha de Buenos Aires- encontraba un buen ejempolo en aquel chiste que ellos mismos contaban sobre la creación del mundo.

“Dios puso todo lo bueno aquí: la tierra, los pastos, los minerales, el petróleo, los bancos de pesca, pero para compensar, Dios puso a los argentinos” . Evidentemente aquel era un chiste inconveniente si el que lo contaba era un forastero, pero ponía en evidencia algo que la distancia y el paso del tiempo me ha traído a la cabeza como válido no sólo para Argentina, sino también para casi todos los países de América Latina. Hablo de su juventud.

Es fácil llegar a conclusiones fatalistas cuando uno lee que los agricultores de la Pampa pueden acabar cualquier día con la presidencia de Cristina Kirchner, como hicieron los sindicatos no hace muchos años con el último presidente del Partido Radical, Fernando “Chupete” de la Rúa.

He oído alguna vez –y puede que yo mismo lo haya escrito dejándome llevar por la superficialidad- que la explicación de estos procesos se encuentra en la inmadurez de aquellas gentes y de esa manera hemos pensado también sobre otros parajes americanos, cuando la actualidad nos traía a las portadas a los líderes bolivarianos de Ecuador y Venezuela o alarmaba nuestras inversiones por el virus indigenista de Bolivia.

Creo que no se ha salvado nadie, ni siquiera Brasil, sobre el que los europeos se la han envainado al comprobar que, con el temido Lula, se ha convertido en uno de los países con mayor recorrido en el futuro; ni tampoco Chile, la nación trasandina que ha sabido sobrevivir, gracias a la madurez general de sus gentes, a su radicalización comunista y a la posterior dictadura pinochetista.

Durante el fin de semana, he elegido dos noticias de esa América que, tras haberla conocido, no puedo dejar de mirarla de una manera diferente, más próxima y abierta. En Ecuador han cerrado la redacción de su nueva carta magna y el presidente Correa ha dado por válida una decisión que –de estoy si que estoy seguro- le pasará factura dentro y fuera de su país. Los padres de la patria, los parlamentarios, han aprobado retirar del texto que será sometido a referendum la cooficialidad del quechua, la lengua de las tribus indígenas que vieron llegar a los españoles y que los descendientes de Bolivar, en un alarde de insensibilidad, han bajado de categoría.

La segunda información, argentina, es la retirada del proyecto de ley dirigido a gravar las exportaciones de la soja, casi la mitad de los cultivos del país. La decisión, así como la difundida dimisión de la mujer del ex presidente Néstor Kichner, venía precedida por las movilizaciones populares.

La calle, una vez más, había impuesto su criterio, como lo hizo para derribar a de la Rúa, aupar de nuevo a un senil Juan Domingo Perón que descansaba en su exilio de Madrid o para aclamar al general Galtieri cuando anunció el desembarco en Malvinas en abril de 1982 y hacerle salir, sólo cuatro meses después, por la puerta de atrás de la Casa Rosada cuando vio que se había jugado con los sentimientos de los argentinos.

Los europeos nos espantamos de estas políticas que juegan con las reacciones del corazón y la epidérmis, cuando nuestras propias historias, si las hubiéramos estudiado desde la curiosidad y algo más de entusiasmo, tienen capítulos equivalentes a los que ahora viven los países que comenzaron a serlo hace menos de doscientos años. Argentina los cumplirá en 2016 y Cuba celebró su centenario hace tan sólo diez.

La historia cuando crece, se convierte en el corazón de una nación, porque crea identidad. Y los europeos, aunque discutamos internamente las identidades de algunos de nuestros territorios, estamos unidos por historias que componen una riquísima red de experiencias, de errores y de disparates –dos guerras mundiales en los últimos cien años- que los pueblos de América Latina afortunadamente no han cometido.

Debemos prestar atención a lo que allí ocurre y observar desde la distancia física e histórica. Creo que es la mejor manera de ayudarles.

Yo, si fuera argentino, quechua, venezolano, colombiano, chileno o mejicano, pediría a Europa que se mirara en el espejo de su propia historia y me ayudara después a recorrer la mía con menos tropiezos.

Javier Zuloaga

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