miércoles, 20 de agosto de 2008

UN DIA DE 1945, EN BRETTON WOODS…

A primera hora de la mañana del día 6 de agosto de 1945, el bombardero norteamericano Enola Gay abría las compuertas de su panza y dejaba caer sobre la ciudad japonesa de Hiroshima una bomba mediana de uranio, “Little Boy”, que al estallar a pocos metros del suelo puso fin a la Segunda Guerra Mundial. Un día después, otro artefacto similar caía en Nagasaki.

Acababa de una forma tan fría como rotunda el mayor conflicto bélico de la historia del mundo, desatado por las locuras contagiosas. Pocos meses antes, en New Hampsire, en Bretón Woods, se habían diseñado ya las líneas por las que habría de circular la economía del mundo cuando acabara una pesadilla cuyo final ya estaba escrito, ya en borrador, por los Estados Unidos. Eran las reglas que imponía el vencedor y, seguramente, quienes habían financiado los inmensos costos de acudir en defensa de Europa y frenar la locura de alemanes y nipones.

Sesenta años después, la gente corriente de una buena parte del mundo, se rasca en el fondo del bolsillo buscando como hacer frente a las cornadas de su euribor y se siente cada vez más minúscula, como las hormigas que no mira nunca a lo alto porque está demasiado ocupada en llevar, sobre sus espaldas y hasta su hormiguero, las piezas necesarias para su supervivencia.

“No entiendo nada” está cada vez más presente en los pensamientos del pueblo llano en torno a la economía, algo parecido a la perplejidad de ese toma y daca de los conflictos bélicos que desatan, durante los últimos años, quienes no hace mucho dirigían lo que llamábamos Bloques. Estados Unidos y la URSS –hoy en proceso de renacimiento a través de una Rusia en expansión indisimulada- mueven sus piezas con desproporción, matan hormigas con cañonazos, ignoran a los tribunales internacionales que juzgan los crímenes de guerra, y se acantonan geográficamente tomando posiciones en nuevos y estratégicos enclaves.

Se están repartiendo el mundo.

Lo de Georgia, con trasfondos económicos energéticos, es en menor en escala, pero bastante parecido, a lo de Irak o Afganistán y destilan, tanto en uno como otro caso, poderío y lucha por el control. Lo de Georgia es una muestra más de la guerra global, que ya no tiene porque ser mundial a la vieja usanza. Son las piezas del puzzle que van encajando, con escaso ruido, mientras los líderes del Mundo asisten a la inauguración de los JJ.OO. y sonríen

Da la impresión de que, al tiempo que se mueven las piezas en la mesa de operaciones estratégicas, la rebotica de la globalidad ha dado carpetazo a un ciclo económico y que se ha abierto otro nuevo para corregir excesos, enfriar euforias y aclarar los espejismos del dinero fácil, de la Plata dulce, como decía el título de aquella película que reflejaba una Argentina hundida en su enésima depresión económica en 1981.

En cierta medida y respetando las grandes diferencias, lo que ahora nos ocurre recuerda algo a lo que les pasó a aquellos ciudadanos del Río de la Plata que creyeron a ojos ciegos los postulados de la Escuela de Chicago, y pensaron que el dinero por si mismo, la guita, podía ser un agente social que relegara a un papel intrascendente al trabajo, o a la prudencia en el ahorro y el gasto.

A modo de reflexión y destacando su postura rebelde, socialista y crítica con el actual reparto económico del mundo, he desenterrado lo que el economista William I. Robinson, catedrático de sociología de la Universidad de Santa Bárbara, (California) explica en sus ensayos –que he tenido que estudiar no hace mucho- para entender, desde la perspectiva del tiempo, lo que resulta difícil ver desde la barrera del momento real.

Sitúa los orígenes de Bretón Woods, que para él son la semilla de la globalización y el Estado Transnacional, en un contexto puramente imperialista, sin conceder la importancia que se merecía el escenario bélico por si mismo. Hablaba de “la panoplia del imperialismo político-militar de los EE.UU”. Robinson escribe de acuerdo con su ideología, como debe ser.

Estados Unidos, nos descubre Robinson, diseminó sus dólares por el mundo convirtiendo su billete verde en la unidad de cuenta del comercio internacional y estableció unos tipos de cambios fijos que fueron un gran fracaso. Como consecuencia de ello se liberalizó la circulación de capitales. Había comenzado la transnacionalidad, la “evaporación” de la supremacía USA y se sembraban las primeras semillas de la globalización.

En un viaje atractivo para leer, William I. Robinson explica cómo los gobiernos perdieron el control de sus divisas y de qué manera surge una nueva clase dirigente, de corredores de divisas, inversionistas de carteras y de banqueros transnacionales, que diversificaron sus riesgos en diferentes puntos del planeta. El cultivo estaba ya germinando.

La economía mundial tembló en los años 70 en una crisis que Robinson no considera como tal, ya que fue la ocasión para dar entrada a un engranaje diferente en el que el estado y la democracia misma no fueran escollos en el camino. El desarrollismo, el bienestar keynesiano y sobre todo el poder real económico comenzó a organizarse en los 80. La Comisión Trilateral; el Grupo de los 7 y el rol creciente del FMI y el BM como autoridades centrales del nuevo orden, pusieron a punto la maquinaria del neoliberalismo que, destaca el autor, pasaron a controlar la economía –y por elevación- también la política de buena parte de los estados del mundo.

El FMI y el BM, hijas de los acuerdos de Bretón Woods, prestaban a los países endeudados con bancas privadas, el dinero necesario para refinanciarse. Nada era gratuito, las famosas “recetas”, en muchos casos justificadas por los despilfarros y la corrupción, comenzaron a pesar cada vez más en las soberanías.

Lo que hoy pasa en el mundo tiene su origen, en buena parte, en la llamada Ronda Uruguaya, en la que los grandes del mundo consagran la libertad de inversión y movimiento de capitales, la liberalización de los servicios incluida la banca, el derecho de propiedad intelectual y, sobre todo, el libre movimiento de las mercancías. Nace la OMC, árbitro discutido y no reconocido por los grandes movimientos antisistema y los países más hundidos en la pobreza.

El libre comercio, dice el profesor americano, es la gran quimera, ya que al no ser de doble sentido entre los países del Tercer Mundo y los desarrollados, se convierte, con el endeudamiento y la propuesta de “recetas”, en un veneno letal para el futuro de esos países.

Frente a esta situación, el autor sitúa a una clase capitalista transnacional que adquiere una progresiva hegemonía, desnacionalizada, con conciencia de clase, controlada por una élite gerencial, pero no unificada, aunque aquí Robinson cita a Marx y Engels- como no- y afirma: “Las mismas condiciones, las mismas contradicciones, los mismos intereses producen costumbres similares en todas las partes”

Javier Zuloaga

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