Removiendo en busca de las razones que me han llevado hasta el oficio de escritor, no tengo más remedio que acudir a mi memoria infantil y aceptar que una suerte de magia debió colarse por los poros de la piel de mis dedos cuando, en 1957, mi padre me bajó, desde su despacho de director de periódico, al taller de tipografía en el que los crisoles de las linotipias mantenían hirviendo una aleación de metal que, minutos después, convertirían, en líneas de plomo, los pensamientos de quienes, en la redacción, trataban de contar qué pasaba en el mundo.
Ocurrió en Valladolid.
Recuerdo que pidió a un linotipista que tecleara mi nombre. Un par de minutos después, me había convertido en agaoluz reivaj en un trozo de metal que aún mantenía su calor.
Quedé perplejo hasta que mi padre me llevó a aquella gran mesa de metal en la que se armaban las ramas (dos páginas de periódico por cada una) y pidió que pasaran por tinta las letras de mi metal.
-Aprieta- me dijo mientras yo presionaba la pieza contra el papel y descubría, aliviado, que volvía a ser Javier Zuloaga.
Creo que actuó como una suerte de veneno, para el que no he conseguido antídoto en los últimos cincuenta años de mi vida. Escribir, escribir, el oficio de escribir…desde mis primeras redacciones hasta la “La isla de los rebeldes” que hoy llega a sus manos.
Escribir noticias de agencia, crónicas y reportajes de periódico, editoriales, guiones de televisión, notas de prensa…. pero siempre con la mirada puesta en el horizonte de la narrativa, de la novela, de un libro que contara una historia mía, salida de mi propia imaginación y que me sobreviviera en alguna estantería.
Lo conseguí una vez, hace ya cuatro años, pero tenía que saber si se trataba de algo pasajero o si, por el contrario, aquel veneno de Valladolid en 1957 había calado aún más en mi. Y ahora sé que es seguro que no hay antídoto.
Y me alegro inmensamente como lo habría hecho mi padre si aún me pudiera ver.
En “La isla de los rebeldes”, imagino las inquietudes de mis dos personajes principales, un profesor de Humanidades jubilado en contra de sus deseos y un periodista inconformista de vieja escuela que un día decidieron acabar con la careta de las falsas apariencias que les rodeaban.
Todo ocurre en una isla, no muy lejos de las costas de las colonias españolas a las que Simón Bolívar llevó a la independencia de la corona de España.
Como ocurrió en mi primera novela, me he dejado llevar por ese concepto tan inmenso de la independencia personal. La capacidad para decidir, la rebeldía frente a los comportamientos sobrentendidos, aparecen en Lucas Pérez y Julián Rasilla.
La manipulación de los sentimientos colectivos, los caudillismos populistas, las grandes farsas. “¿Son las cosas como las vemos?, ¿sabemos mirar qué es lo que hay detrás de lo que cada día nos ponen delante de nuestros ojos?”, me he preguntado al acabar el último capítulo de una historia, en la que no he eludido la caricatura para marcar aún más las contradicciones de los personajes que pasan por las páginas de la obra que ahora presento.
Quedan ahí, para el lector, el histrión y el muñidor, la ira y el carácter cachazudo, un poco de todo, como en la vida misma. Espero que disfruten
Javier Zuloaga
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