lunes, 23 de enero de 2017

CUANTO MAS PEQUEÑOS… MEJOR


Creo que aquello de la grandeza de los pueblos, entendido como algo épico y expansivo, se está convirtiendo en un topicazo a pasos agigantados, al tiempo que se está abriendo paso a una nueva horma que se sostiene sobre el regreso a los valores de los orígenes. Si, ser grandes aunque seamos cada vez más pequeños. Voy a tratar de explicármelo a mí mismo y puede que también lo entiendan ustedes.

Los de mi generación, yo por lo menos si, sentíamos cierta emoción al leer como Vasco Núñez de Balboa descubrió que el Pacífico y el Caribe- y por extensión el Atlántico- eran vecinos muy próximos, casi de rellano, en Centroamérica. Imagino que algo parecido les podía pasar a los venecianos al evocar La Ruta de la seda y a Marco Polo, o a los noruegos por la llegada de sus vikingos a Islandia.

Ir un poco más allá, no conformarse con lo que decían los geógrafos fue la base del mundo tal y como lo hemos estudiado, de la misma manera que la historia, en versiones siempre más discutibles, nos situó, más o menos, en lo que iba pasando en el mundo a medida se descubrían nuevas tierras y eran colonizadas para, tres o cuatro siglos después, pasar a formar parte del mosaico de las naciones de la Tierra.

Hubo de todo en aquellas emancipaciones, malas digestiones que trascendieron al talante de los habitantes de las metrópolis y otras más brillantes, que levaron las anclas de sus barcos para partir de vuelta a casa, pero sabiendo dejar a buen recaudo los intereses que tenían más valor. No entraré en detalles porque estaría haciendo incursión en una materia que no es la mía.

Pero la suma de aquellos siglos arrojaba casi siempre sentimientos de orgullo colectivo, como si se tratara de un gran patrimonio que no era de nadie porque pertenecía a todos. No, no me refiero al patriotismo perversamente entendido o manipulado, al patrioterismo, sino a unas señas de identidad históricas interiorizadas de forma serena.

Si, decía al comienzo lo de ser grandes siendo cada día más pequeños y le doy vueltas a esta idea desde que leí las crónicas sobre la toma de posesión del nuevo presidente de los Estados Unidos, en la que la invocación a América le llevó a Trump a decir que no se estaba transfiriendo la presidencia desde el partido demócrata al republicano, sino devolviendo el poder de Washington al pueblo. Estaba asaltando la Bastilla e inaugurando una nueva era.

América primero, duro con Méjico y sin cuartel para los casi cincuenta millones de hispanoparlantes que, aunque entienden el inglés, no podrán ya documentarse  en castellano cuando se conecten a la página web de la Casa Blanca.

Lo importante está aquí adentro y desde aquí volveremos a ser grandes. Con esta idea, letra más o letra menos, Donald Trump le daba la espalda al resto del mundo, no se acordó de las penurias del Tercer Mundo y demostró que es un artista en una demagogia que, sin embargo, sí que gusta a una parte de la población norteamericana que piensa como él, o se ha dejado llevar emocionalmente por estas arengas intelectualmente tan fáciles como vacías.

No es la primera vez en la historia que se invoca un horizonte perfecto o la reparación de una gran injusticia para conseguir adhesiones incondicionales. Lo saben bien los Europeos cuando leen sobre las consecuencias de un tratado de Versalles, (1919), que acalló las armas pero llevó a Alemania a ser un semillero de miseria y terreno abonado para salvadores. Léanse Hermanos de Sangre de Ernst Haffner con unas descripciones terribles sobre lo que allí ocurría al comienzo de los años treinta.

Ser grandes en un escenario pequeño es muy tentador, por el halago al ego, por la reivindicación colectiva frente a lo que se cree injusto o por un identitarismo que sitúa por encima de cualquier otro valor.

Y puede ocurrir en cualquier lugar.

No sé si me he explicado


Javier ZULOAGA  

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