A lo largo de los dos primeros años del postfranquismo tuve
la gran oportunidad de ejercer el periodismo en San Sebastián, dirigiendo un
vespertino de la antigua cadena de diarios del Movimiento, “Unidad” (sic), en
el que el drama del terrorismo se atenuaba por las pocas páginas de su formato,
por la urgencia y poca profundidad en el tratamiento de lo que pasaba y
seguramente porque el tiempo de vida de aquel periódico era escaso. Los
vespertinos, que ya no existen, vivían a caballo de casi todo, ocupando un
espacio que hoy sería imposible por las redes sociales, las ediciones digitales
y los “chats”.
Allí coincidí con grandes profesionales, con Javier
Aranjuelo Oraá, Josetxu Minondo, Pedro Gabilondo, Mañu Lapuente, Eduardo
Ortúzar y otros, a los que he perdido la pista y que, como yo, habrán perdido
aquel aspecto insolentemente juvenil que nos correspondía por la edad que
realmente teníamos. (Aranjuelo era ya un veterano).
Un día de octubre de 1976, cuando llegué a casa a comer, en
la calle Hernani casi esquina con Andía, nos sentamos a la mesa y oímos una
detonaciones y muy poco después sirenas que anunciaban que algo había ocurrido.
Bajé a la calle y caminé hacia aquel lugar, muy cercano a la sede del Banco
Guipuzcoano. Allí estaba el coche del Presidente de la Diputación Foral de
Guipuzcoa y dentro el cuerpo de Juan María Araluce Villar, un notario que –en
mala hora- había accedido a dejar su oficio de fedatario para meterse en
política.
Volví al diario e hicimos una segunda edición de urgencia
que yo, en un arranque muy emocional, titulé a cinco columnas “Han matado a un
vasco”. Aquel impulso, sin duda intencionado para decir a los que por allí
andábamos que ya no se trataba de un guardia civil, o un policía, sino que el
asunto comenzaba a afectarnos muy de cerca, sólo me originó problemas puertas
adentro de mi vida profesional, porque algunos entendieron que yo, con mi
titular y mis líneas creaba una división de honor entre las víctimas de ETA.
“Han matado a un vasco” rechinaba mal en los oídos de algunos.
Angel Berazadi, Javier Ybarra y muchos otros murieron
asesinados después –antes ya lo habían hecho otros- y fueron diluyéndose en la
lista de más de ochocientas víctimas del horror que ha vivido el País Vasco a
lo largo de cincuenta años. Hoy, todo eso, forma parte de un relato sordo cuya
crueldad sólo conocen bien quienes la han vivido de cerca –yo me marché poco
después a Madrid- y que ahora, me digo yo, deben tener una digestión emocional
muy compleja. Dura. Sí, lean “Patria”, de Fernando Aramburu y piensen que no es
una novela, sino un relato de primera línea, cuyo drama aún durará
mucho en la memoria y las emociones de los vascos. ¡Qué les voy a contar!
Estos recuerdos han venido ahora mi cabeza cuando asistimos
al final de la pesadilla y cuando la escenificación del final de una historia
terrible, trata de cubrir con pátina de trascendencia el carácter letal del
asunto. Si. Es cierto, todas las guerras acaban en un armisticio o en un
tratado de paz, pero lo de mi tierra no ha sido una guerra y ha tenido demasiadam
enjundia malvada que, a los que saben del asunto, no les lleva a la amnesia, a
la confusión mental ni, esto es lo peor, a la confusión en el reparto de
papeles.
Vaya por delante que, como vasco, no puedo menos que sentir
un gran alivio al ver que, al hecho de que los terroristas ya habían dejado de
matar hace ya unos años, se une ahora la constancia de que –dicen-lo dejan para
siempre. ¡Qué bien!.
Veo con satisfacción de qué manera nuestros políticos, los
de ahora y los que le precedieron, están sabiendo mantener la gravedad de lo
ocurrido en su lugar, sin dejarse llevar por alegrías ni parafernalias de
tramoya mediática. Como vasco, y no nacionalista, he visto, con sosiego, el
equilibrio del lendakari Urkullu en un asunto difícil. Sí, en su lugar, como
Dios manda.
Hoy me he puesto a escribir porque cuando, en Barcelona,
conecto los informativos o escucho algunos programas de radio, veo con
preocupación que el asunto, seguramente como consecuencia de la distancia, se
ve con menos trascendencia a como yo –y algunos más- lo vemos.
Me parece que pesa demasiado la épica de lo que hoy se ha
solemnizado. Debe ser consecuencia de la atmósfera que aquí vivimos, pero ahí
está el drama –y no hay amnesias ni cortinas que lo tapen-de la historia de lo
que ha pasado, de la que no parece demasiado honesto dejar a un lado la verdad
y mucho menos permitir relatos de leyenda.
Javier ZULOAGA
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