lunes, 13 de agosto de 2007

A pesar de nosotros

No debe ser casualidad que sea en verano cuando se producen las reacciones ciudadanas por el mal funcionamiento de los servicios. Durante el resto del año, abstraídos en la rutina del trabajo y el fin de semana, en la búsqueda de las soluciones a los problemas diarios, el nivel de indignación y reacción es menor, a veces inapreciable, o bien se camufla. Pero en vacaciones, cuando todo el tiempo es nuestro, la epidermis del ciudadano- hablemos mejor del contribuyente- se vuelve más sensible.

“Vamos a ver como funciona este país al que contribuyo con mi retención salarial, ¡uno de cada tres días de mi trabajo se lo lleva Hacienda!”. Seguro que este pensamiento ha pasado por más de una cabeza también este año.

Y cuando España entera se echa a las calle, se pone al volante y sueña con llegar a ese apartamento en el que algún día pasará la mitad del año, aparecen los problemas que levantan las ampollas ciudadanas. Las de los que se van y también las de los que se quedan, que comienzan a rumiar y después a proclamar que éste es un país chapucero.

Barcelona se queda sin luz, las autopistas de la costa mediterránea acaban convirtiéndose en ratonera y las obras de infraestructuras desbaratan el encanto de esos días soñados. El drama de la realidad ahoga la ilusión, la adrenalina desborda la paciencia de los ciudadanos y el desastre ciudadano acaba alimentando portadas de diarios y sumarios de radio y televisión. Nace entonces el país auténtico, aquel que no hemos podido percibir por la vida vertiginosa y oficial del otoño, el verano y la primavera.

Pero es sólo por unos instantes, porque no hay sueño que se resista a la pesadilla y no podemos escapar del avasallamiento de nuestros padres políticos. Vuelven urgente y efímeramente de sus playas y acuñan una frase o venden una foto para que quede claro que están ahí, a pie de cañón. “Esta es una demostración más de la forma de gestionar que ya es tradicional del partido del Gobierno”, o “ Estos retrasos son la consecuencia de aquellos ocho años de falta de inversiones de aquel gobierno” aparecen obligadamente en los medios, cuando no una todavía más lapidaria alusión al sabotaje.

Y es en esos momentos, al menos a mí, cuando me asalta la alegría por la existencia de la comparación y la grandeza de poder viajar, cuando comparo mi país con esos en los que parece que las cosas van a su aire, siguen su camino, porque precisamente los políticos no pasan de pensar en las líneas maestras y dejan que una Administración profesional garantice que el país funciones…pese a los políticos.

Aquí, en España, todo vale para ganar o destruir votos del contrario, para convertir nuestros ciclos vitales en cuatrienios electorales y para que nos veamos obligados a soportar, cada cuatro años, al anuncio oficial de que se ha descubierto un nuevo bachillerato, un nuevo calendario para el desarrollo de las comunicaciones o las maravillas fiscales que le separan a un catalán de un madrileño si, a la hora de donar a su hijo, hubiera nacido en Alpedrete en lugar de Manresa.

¿Somos un estado de verdad?. Pues, yo al menos, no entiendo como aún no hemos llegado a ese punto en el que las cuestiones más necesarias de la vida de los ciudadanos no se apartan, con responsabilidad, del debate de los partidos, ni se dejan de usar como falsa demostración de que todos somos iguales, como dice la Constitución, o para desunir y crear agravios de bolsillos y, finalmente, de corazón.

Y esas diferencias se solapan, y aquí acabo, con cuestiones lingüísticas sobredimensionadas y el fomento de sentimientos sobrentendidos que fomentan la desconfianza entre vecinos. Yo, que no soy de donde escribo, Barcelona, ni vivo en donde nací, Bilbao, me pregunto cada vez más a menudo por qué no nos miramos en el espejo de nuestros vecinos europeos, con más historia en democracia y dejamos, como ellos hacen, que una administración profesional haga que todo funcione mínimamente bien, a pesar de nosotros mismos.

Javier Zuloaga

Escritor y periodista