domingo, 2 de septiembre de 2007

¿SOY ANTIAMERICANO?

Las piscinas, además de punto de encuentro de padres incrédulos al comprobar que dos hijos más dos hijos son cuatro y lo largo que puede llegar a ser el tiempo en vacaciones, suelen sorprender, a los atentos, con anécdotas jugosas. No hace mucho una paisana vasca me comentaba, sorprendida, cómo su hijo mayor, cinco años, había reaccionado de forma sorpresiva ante el ataque verbal de un chaval de su generación.

-Cochino, marrano, cerdo americano- le dijo
-¡Americano no!- respondió el pequeño Pablo.

No pude evitarlo y al amparo de una sombrilla, me pregunté sobre el sentido que puede tener una defensa tan numantina frente al americanismo en quien, por no saber, no sabe siquiera los nombres de los ríos que le son más cercanos y te responde son un rictus de “tú ¿de que vas?” si le preguntas qué hay al otro lado del Atlántico, e incluso no tiene conciencia clara de quienes son esos enemigos que su nobleza infantil tiene inconcretamente identificados.

¿Qué ha pasado entre aquellos antiamericanismos que recuerdo de mi juventud y el que ahora expresa este pequeño que casi podría ser mi nieto?-me dije.

Recuerdo cuando comencé a oir hablar de la Guerra Fría, de la bota de Nikita Kuchev en Naciones Unidas y de aquellos alemanes orientales que se dejaban la vida entre el alambre de espinos del muro que separaba las dos alemanias. Estaba claro entonces que uno no podía ser pro-ruso y que los americanos, en cualquier caso, no ponían barreras, aunque poco difundía el aparato mediático occidental, acerca de las maldades sociales de quienes mataron a Lincoln y Kennedy. El celuloide, Rintintin, Bonanza y los Intocables nos remataban un horizonte que concluía en la similitud de lo perfecto con aquello de ”Hacer las américas”. No había vuelta de hoja.

Tal vez por ello lo de Nixon y el Vietnam, aunque sangriento y socialmente catastrófico, acabó archivándose en aquel dilema capital-comunista que nos impusieron a todos, al margen de que también existieran los africanos, la islas Fidji y la Polinesia. El mundo se jugaba su futuro mirando qué pasaba entre aquellos dos colosos de Washington y Moscú.

Lo de Ronald Reagan, que en “Regreso al Futuro” hizo saltar de su asiento al doctor Emmet Brown cuando Marty McFly le dijo que aquel “cow boy” sería, en el futuro, presidente de los Estados Unidos, desencadenó lo que me parece fue primer brote de antiamericanismo visceral, un tanto epidérmico, entre los europeos.

Recuerdo la visita de Reagan a España, en 1983, poco después de que Felipe González llegara al poder y antes de que los socialistas dieran una lección, de lo que era saber envainársela, en el referéndum que nos integró en la OTAN. Yo vivía en Mallorca y por aquella isla pasó el vicepresidente Alfonso Guerra que, a los periodistas que allí trabajábamos, nos dijo que no se había quedado en Madrid para saludar al mandatario estadounidense porque tenía un compromiso previo para visitar a su amigo Nicolai Causecu.

Poco después cayó el Muro de Berlín, se desmoronó el puzzle comunista de la mano de la Perestroika y la Glasnot de Gorbachov y Causescu fue fusilado por tirano. Reagan arrasaba en el 84 tras humillar a los radicales iraníes desocupando, de un gorrazo y sin moverse del despacho, la embajada americana en Teherán –lo que Carter no supo como encarar- y abrió los caminos a un nuevo orden mundial que, todavía hoy, está aún por definirse.

Norteamérica –que me perdonen los canadienses por incluirles en el tópico- necesita siempre un enemigo y, por ello, no podía quedar huérfana de su principal razón de ser internacional. De esa manera fue haciéndose presente en diferentes frentes, con una decreciente comprensión de quienes nos conformábamos con aquello de los bloques y que no acabábamos de entender qué criterios se seguían a la hora de decidir desembarcar en Panamá en lugar de hacerlo en Sierra Leona o de decidir no formar parte de las fuerzas de intervención en Oriente Medio y sí hacerlo en Kuwait.

Sin ser experto, creo que fue en aquellos años cuando muchos ciudadanos occidentales comenzaron a preguntarse si lo que se decide en el Despacho Oval era realmente incuestionable o los mandatarios de la Unión estaban comenzando a perder los papeles en tiempos en los que la palabra libertad cobraba mayor valor en los países occidentales, más incluso que los Estados Unidos.

Del 11 de septiembre, Afganistán y del Irak de las inexistentes o desaparecidas armas de destrucción masiva, todo tan reciente, el lector tiene formadas sus propias opiniones. Yo, en este artículo, tras haber viajado hacia el pasado de mis recuerdos, me pregunto:

Y los americanos, ¿qué?

Hace pocos días leí las diferentes maneras con que Barack Obama y Hillary Clinton enfocaban las cuestiones internacionales del país que aspiran a presidir como candidatos del Partido Demócrata. La mujer de Bill Clinton, tal vez el más “humano” de los jefes de estado norteamericanos, se parecía más a Bush que a su marido, mientras el candidato de color, no hacía ascos a entrevistarse con Castro, o su hermano, tanto monta, ofreciendo una cara amable, tal vez demasiado cándida para los poderes reales de los Estados Unidos.

¿A quien elegiran los americanos?, ¿Se repetirán los apoyos masivos de los votantes a quien, como ocurrió con Reagan en 1984 y Bush en 2005, les dijo que América, por encima de cualquier otra consideración no será nunca débil?.