miércoles, 30 de julio de 2008

AHORRAR

En algunas ocasiones, cuando no se puede - o no se sabe- llegar a las raíces de un problema se suele concluir diciendo que “la culpa es del sistema”. Es una forma de dar carpetazo a algo que va a seguir siendo así y que para cambiarlo hace falta algo más que parches.

Este razonamiento podríamos aplicarlo a la mayoría de los problemas crónicos de las sociedades: a la hambruna africana, que no acabará mientras el sistema sólo permita la vía de la solidaridad internacional y mantenga cerradas al mismo tiempo las puertas del progreso a los más pobres.

O al lastre del narcotráfico colombiano, que se columpia entre una represión en el origen de la cocaína muy superior a la que se lleva a cabo entre los intermediarios del gran mercado del consumo norteamericano.

O - por acudir sólo a tres ejemplos de ese universo de problemas insolubles- a una violencia de género a la que se responde con el castigo y la creación de apoyos a las maltratadas, pero no se aborda con el mismo entusiasmo el reto de una educación, en la escuela y en casa, que inculque a los menores - teóricos verdugos y víctimas- un sentimiento real de igualdad.

Cada lector podría enumerar muchos más, por haberlos vivido de cerca, pero yo hoy me he detenido en una suerte de círculo que confunde al ciudadano y que se ha convertido en una especie de concepto fósil para los más jóvenes. Me refiero al ahorro.

Vivimos, como ha ocurrido en otras ocasiones, momentos de inestabilidad económica, en buena medida originados por el descontrol del precio de la energía. Pero, a diferencia de la que Occidente sufrió en 1973 tras la decisión de los países árabes de castigar a quienes apoyaron a Israel en la guerra del Yom Kippur, la actual responde a movimientos en la demanda tras los que no pocos ven una simple especulación, impulsada por la desconfianza y el miedo.

En este mismo cuaderno de bitácora reflejaba lo que el Rey de Arabia Saudita decía, hace pocas semanas, en la Cumbre de la Energía celebrada en Yedda. Denunciaba sin ambages el monarca que poco podrá arreglar un aumento de la producción –su país comenzó a extraer 500.000 barriles mensuales más- si no se pone freno a los especuladores, al consumo feroz de las economías emergentes y a los impuestos adicionales con que los países de Occidente aumentan sus ingresos fiscales gracias a la crisis que tanto les afecta.

Lo dicho por el Rey Abdullah se escuchaba además en un escenario donde aún resonaban las profecías de Davos del pasado mes de enero en torno al futuro de la economía del mundo y que "El País" cubrió con una excelente crónica en la que se reproducía lo dicho, literalmente, por John Snow, ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos "Oyendo los debates en Davos te dan ganas de buscar un edificio para tirarte desde lo alto".

En ese marco, que nos viene grande a casi todos, encontramos algunas contradicciones. Desde el Ministerio de Economía se nos ha recordado lo importante que es ahorrar energía ”El Hábito perdido”-El País 26 de julio. Nunca es tarde.

Si, como suena. El ahorro renace, pero porque nuestra balanza de pagos anda maltrecha –gracias a Venezuela ahora un poco menos- descubrimos que una familia de tres personas no debe comprar un frigorífico de última generación capaz de enfriar para ocho, mientras –cuentan los cronistas- los británicos se han deslumbrado a si mismos al ver que es más barato y saludable no consumir, para desplazarse, mayor energía que la que quema nuestro cuerpo para moverse. Genial, gracias al precio del petróleo al otro lado del Canal de la Mancha han abierto los ojos y han descubierto que el movimiento acompasado y alternativo de las piernas hace posible y barato los desplazamientos de los individuos y las individuas.

Algunos ecologistas –creo que con razón- han apuntado a que solo preocupa el ahorro energético cuando la economía truena y otros prefieren apuntar a que no es más que un sarcasmo predicar estos mensajes en una sociedad que, hasta casi ayer, estaba plena de nuevos ricos.

Todo este contrasentido me lleva a recordar el ahorro entendido en su significado más tradicional, el de guardar por si vienen mal dadas, o para cuando la pensión sustituya al salario. Al ahorro de nuestros padres y nuestros abuelos, aquel que, piano piano, nos mantenía aún lejos de la opulencia pero más cercanos a la seguridad personal. ¿Existe una cultura del ahorro?, ¿se explica la importancia que tiene guardar para quien lo hace y para el conjunto de un país?.

La primera respuesta que me doy es semántica, porque pienso que el ahorro y la inversión se confunden, seguramente como consecuencia de los anglicismos y de la competencia financiera por ganarse la confianza de los clientes. Y la segunda es que políticamente no interesa premiar aquella vieja práctica de la prudencia.

El ahorro directo no desgrava como lo hacen otras vías de inversión, las pensiones y la primera vivienda, necesarias también para asegurar aún más un buen retiro y tener un techo bajo el que dormir y que, por razones culturales, los españoles queremos en propiedad. Pero el ahorro, la hucha que se regalaba a los que venían al mundo es cada vez más historia.

Hay mucho experto en la materia, que tal vez se podría calcular en qué medida cambiarían las cosas si la maquina del consumo loco –en gran parte de productos venidos de muy lejos- cediera un poco de su espacio en la tarta de la economía, a un ahorro reconocido y compensado. Y me pregunto también qué presión podría ejercer el hecho de guardar unos buenos dineretes de forma regular sobre esa especulación del ladrillo que hacía parecer gilis a quienes no practicaban aquello de firmar, sobre plano, un contrato de compraventa de un piso a 200.000 euros y –sin llegar a contratar la luz- venderlo por 400.000.

Puede que lo de ahorro tenga más enjundia que la que pensamos y que, como ocurre en el sector farmacéutico, acabemos llegando a la conclusión que hay que volver a los viejos remedios del estudio y buen uso de las plantas medicinales. Parece que la cosa va en serio y, si no, ahí está el premio L'Oréal-Unesco for Women in Science 2007, concedido a la investigadora de Isla Mauricio, Ameenah Gurib-Fakim. Pinche usted en el link anterior, que merece la pena.

Ya lo sé. Hablamos de cosas muy distintas, pero ahí queda el ejemplo.


Javier Zuloaga