
Nací al comienzo de los cincuenta y cuando comencé a
estudiar la carrera de Periodismo, pude descubrir París. Fue a través de un
intercambio de estancias estivales que mi padre acordó con un periodista
francés que editaba una revista de hípica. Mi hermano mayor y yo pudimos, de
aquella manera descubrir que los parajes del Loire entre Tours y Angers eran aún más atractivos que en las postales y comprobamos
la enorme grandeza de París.
Casi cincuenta años después he acabado entendiendo lo que
sentí en aquella escapada a las Galias, ya que no alcancé a percibir, cuando
volví a la casa de mi familia en Madrid, el fondo de aquella nube de complejos carpetovetónicos
que ciertamente me inquietaron.
Sí, es cierto que pertenezco a una de aquellas generaciones
españolas a las que nos vendieron la grandeza de nuestro carácter frente a la arrogancia francesa, la de aquellos
gabachos que nos invadieron insolentemente para extender el imperio de un
mariscal bajito que llegó a ser emperador y que los franceses han recordado
siempre y respetado en su tumba de les
Invalides.
Están en la historia –escrita desde nuestra propia óptica-
el levantamiento del pueblo de Madrid o la derrota napoleónica en
Despeñaperros, pero lucía mucho más discretamente, demasiado, que Fernando VII,
El deseado y El Rey Felón, se pasó
por el forro la Constitución y cuantas libertades proclamaron las Cortes de
Cádiz bajo la amenaza francesa.
Sí, este monarca de la dinastía Borbón aplastó las emociones
de libertad que los españoles habían expresado con profundidad durante el
asedio francés: Fue poco antes que los franceses, los inventores del Estado Moderno,
pasaron página a los excesos de Bonaparte y lo instalaron en unos de los
baluartes emblemáticos de aquel París que él mismo dibujó pensando que la
anchura de los Campos Elíseos podía dar de si lo suficiente hasta el siglo XXI.
¡Qué distintos somos!, pienso en muchas ocasiones, sin caer
en el derrotismo y dejar de pensar que no serán pocos los rasgos hispanos que
son admirados por los franceses.
Y ahora, en las últimas semanas, desde la noche del domingo
en que emergió en el escenario Macrón, el nuevo Presidente de la República de
Francia, observo con admiración y sana envidia qué es lo que ellos, los
franceses, tienen y qué es de lo que nosotros carecemos. No, no va de comportamientos
ni caracteres. Va de sentido de estado y de mucha generosidad.
Sí. Porque me parece que para pensar que tu país está por
encima de los problemas más enrevesados, de las rivalidades y de los agravios
provincianos, de los rencores y las envidias, hay que ser generosos. Y creo que
esa generosidad compartida es la que hace posible que quienes hasta ayer eran
antagónicos, hoy descubran que están de acuerdo en una cosa. Sí, en una sola
cosa: en Francia.
Es una quimera querer ser igual que el país vecino, ya que
cada palo aguanta la vela de su historia, de su cultura y de la educación que
ha impartido a sus propios ciudadanos, con sus aciertos y sus errores.
Pero lo que llega a través de los medios de comunicación, lo
que lees, ves y valoras, te ayuda a situarte en tus propias carencias. Y
nosotros tenemos, muchas… y también no pocas virtudes.
Javier ZULOAGA