martes, 9 de mayo de 2017

¿QUIERO SER FRANCÉS?

Recuerdo que, a medida fui creciendo y entrando en razón, eran bastantes las ocasiones en las que pensaba que estaría muy bien poder ser francés. No estoy seguro de que, al mismo tiempo, estuviera renegando interiormente de mi condición de español, pero tampoco me atrevo a decir que no.

Nací al comienzo de los cincuenta y cuando comencé a estudiar la carrera de Periodismo, pude descubrir París. Fue a través de un intercambio de estancias estivales que mi padre acordó con un periodista francés que editaba una revista de hípica. Mi hermano mayor y yo pudimos, de aquella manera descubrir que los parajes del Loire entre Tours y Angers  eran aún más atractivos que en las postales y comprobamos la enorme grandeza de París.

Casi cincuenta años después he acabado entendiendo lo que sentí en aquella escapada a las Galias, ya que no alcancé a percibir, cuando volví a la casa de mi familia en Madrid, el fondo de aquella nube de complejos carpetovetónicos que ciertamente me inquietaron.

Sí, es cierto que pertenezco a una de aquellas generaciones españolas a las que nos vendieron la grandeza de nuestro carácter frente a la arrogancia francesa, la de aquellos gabachos que nos invadieron insolentemente para extender el imperio de un mariscal bajito que llegó a ser emperador y que los franceses han recordado siempre y respetado en su tumba de les Invalides.

Están en la historia –escrita desde nuestra propia óptica- el levantamiento del pueblo de Madrid o la derrota napoleónica en Despeñaperros, pero lucía mucho más discretamente, demasiado, que Fernando VII, El deseado y El Rey Felón, se pasó por el forro la Constitución y cuantas libertades proclamaron las Cortes de Cádiz bajo la amenaza francesa.

Sí, este monarca de la dinastía Borbón aplastó las emociones de libertad que los españoles habían expresado con profundidad durante el asedio francés: Fue poco antes que los franceses, los inventores del Estado Moderno, pasaron página a los excesos de Bonaparte y lo instalaron en unos de los baluartes emblemáticos de aquel París que él mismo dibujó pensando que la anchura de los Campos Elíseos podía dar de si lo suficiente hasta el siglo XXI.

¡Qué distintos somos!, pienso en muchas ocasiones, sin caer en el derrotismo y dejar de pensar que no serán pocos los rasgos hispanos que son admirados por los franceses.

Y ahora, en las últimas semanas, desde la noche del domingo en que emergió en el escenario Macrón, el nuevo Presidente de la República de Francia, observo con admiración y sana envidia qué es lo que ellos, los franceses, tienen y qué es de lo que nosotros carecemos. No, no va de comportamientos ni caracteres. Va de sentido de estado y de mucha generosidad.

Sí. Porque me parece que para pensar que tu país está por encima de los problemas más enrevesados, de las rivalidades y de los agravios provincianos, de los rencores y las envidias, hay que ser generosos. Y creo que esa generosidad compartida es la que hace posible que quienes hasta ayer eran antagónicos, hoy descubran que están de acuerdo en una cosa. Sí, en una sola cosa: en Francia.

Es una quimera querer ser igual que el país vecino, ya que cada palo aguanta la vela de su historia, de su cultura y de la educación que ha impartido a sus propios ciudadanos, con sus aciertos y sus errores.

Pero lo que llega a través de los medios de comunicación, lo que lees, ves y valoras, te ayuda a situarte en tus propias carencias. Y nosotros tenemos, muchas… y también no pocas virtudes.


Javier ZULOAGA