domingo, 16 de noviembre de 2014

ABSOLUTISMO INTELECTUAL


A veces pienso que vivimos sin aliento, casi en el resuello y me pregunto si realmente hay motivos para que así lo hagamos, o si lo que nos pasa es que estamos siendo arrastrados por un cauce que tira de nosotros en su camino de evidencias de lo que pasa en la calle, según una estrategia que se sostiene principalmente sobre el desastre.

No hay que detenerse en casos concretos, ni siglas, ni nombres propios. Basta con ponerse los dedos bajo los ojos, sobre la nariz, y mirar sólo al horizonte, para intuir que lo que tenemos más cerca, a nuestros pies, y que hemos renunciado a ver, contiene una suerte de fórmula perversa que lleva a pensar que todo lo que nos rodea  se está resquebrajando, que se está yendo  a pique.

Esta idea se está volviendo en recurrente cuando, a lo largo de las últimas semanas, he hecho un uso frecuente del mando a distancia  para huir de lo que me llegaba a través de la pantalla del televisor de mi casa.  Lo hacía tras preguntarme si todo aquello es bueno para la sociedad que, de forma mayoritaria, se sienta y “zapea” para ver qué le ofrecen los canales de mayor audiencia.

Y he sentido una gran soledad. Cambiaba de canal a canal y me iba encontrando con diferentes muestras de lo que hoy quiero llamar “absolutismo intelectual”, una suerte  de situaciones esperpénticas que no serían de recibo  en una sociedad que pudiera vivir con un poco más de sosiego -y que hoy no lo puede hacer- porque importa más lo que dicen las encuestas de intención de voto que el conocimiento real de lo que nos está pasando.

El periodismo español tiene plumas que comunican y analizan de forma certera y brillante, pero sus líneas llegan a unos lectores que cada día son menos, a través de unos diarios que padecen  los efectos de una crisis por la caída de la publicidad y el descenso de la venta de ejemplares. Han recortado gastos y en esas estrecheces  el valor de la experiencia ha acabado bien escaldado.

Pero al tiempo de esa crisis, con triste reflejo en los quioscos, la comunicación con las grandes masas de población, la lucha por la “share”, la cuota de pantalla, nos está llevando a situaciones que se alejan bastante de lo que realmente necesitamos. “Lo que quiere el público es más guerra, más leña. Al fin y al cabo lo que necesita es identificar la desilusión propia con el corrosivo panorama que se destila de las auténticas peleas de perros que les llegan a través de la pantalla del televisor”, me decía hace unos días un amigo que mira el asunto desde la distancia.

Hasta hace uno o dos años, el molde de la locura televisiva valía para lo más insustancial de los personajes que nos rodeaban. Se gritaban, se decían de todo. Era lo que vociferaban la ex de un torero o el sabelotodo de la prensa de corazón. El que no entendía de aquellos asuntos, apenas se detenía al barrer los canales porque no sabía casi quienes eran aquellos personajes y prefería subir al formato más serio, al de los más sesudos.

Pero parece que el molde perverso, por aquello de luchar por la “share”, se ha extendido. Al fin y al cabo es una cuestión de marketing, ya que tras las audiencias viene la publicidad y ésta arrastra al dinero.

Fíjense si será así, que Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, le decía hace unas semanas a Jordi Évole,  en la Sexta, que este canal no le había hecho  ningún favor, sino que había sido al revés, ya que él había arrastrado a los espectadores. Cuando lo escuché , pensé que todo esto es una perversión del sistema y me pregunté si no acabaremos en una vorágine bastante ingobernable.

Los que vivimos en Cataluña solemos decir “A ver quien la hace más gorda” para ilustrar esos vértigos del descontrol. Y parece que los escándalos, cuanto más grandes son, más venden. Y tal vez por eso en algunas tertulias se coloca a los que hablan unos frente a otros, en el sentido físico e ideológico de la palabra, para que así puedan los espectadores ver cómo se atacan, gritan y señalan con el dedo amenazadoramente y ver que, efectivamente, todo es un desastre.

La última, la que más me ha hecho saltar de la butaca, han sido las palabras de un economista que enseña en los Estados Unidos, que para ilustrar su convicción de que los hispanos somos un tanto golfos se refugió en las influencias que el estudio y lectura de la picaresca en nuestro bachiller, la del Buscón y el Lazarillo de Tormes, hayan podido tener en nuestro comportamiento.

¿Se acuerdan ustedes de “La Clave”, de José Luis Balbín?. Aquella sí era otra historia.


Javier ZULOAGA