Uno
de los ejemplos más socorrido para ilustrar lo que es una evidencia para
quienes hemos pasado escolarmente por el aprendizaje de la física, es el
principio de Arquímedes. Cuentan, para ilustrar el enunciado y la comprensión de
su fórmula, que Arquímedes descubrió que su cuerpo pesaba menos cuanta más agua
había en la bañera en la que estaba dándose un baño.
Descubrió,
¡ahí es nada!, que dos y dos son cuatro, pero nadie lo había hecho antes, tal
vez igual de forma parecida a cuando a Pitágoras se le abrieron los ojos al
ver la relación cerril que su hipotenusa guardaba en relación a los catetos.
Estos ejemplos, los más simples y tal vez universales, están en la hornacina de
la lógica del mundo y son el contrapunto para quienes no acaban de entender por
qué las cosas de la vida más corriente no pueden regirse, al menos un poco, por
las bases del sentido común y la voluntad para que las cosas vayan bien.
Ya
sé que es inocente intentar extender los principios de la evidencia a la
solución de los problemas que las personas –más aún cuando caminamos en rebaño-
no alcanzan a solucionar, pero es bueno que estén ahí, como muestra individual,
de la misma manera que ha habido comportamientos públicos en nuestra historia
política pasada, que sería bueno releer con el acompañamiento de una buena
tila.
Si,
aciertan en lo que piensan. Me refiero al debate-tensión-crispación y galería
de desatinos en que ha acabado de convertirse el asunto de Cataluña. Vivo en Barcelona hace 23 años y
soy de esos españoles al que los años han acabado de convertir en cómplice agradecido a esta gran tierra, Cataluña,
a sus habitantes, los catalanes y que forma parte de ese colectivo
incomprendido por diestra y por siniestra, de un lado y del otro. De momento –y
nadie sabe como acabará toda esta historia- estoy en el bando de los
perdedores, porque nos sentimos en tierra de nadie por lo que se refiere a
nuestros pensamientos y aún más a nuestros sentimientos.
No
voy a entrar al trapo, me falta arrojo y sobre todo ilusión. A estas alturas de
la película somos muchos los que vivimos en un escenario que pinta peor que el
que vivimos durante más de 30 años en mi
tierra vasca y que lo de Barcelona tiene hoy mucha peor pinta que lo de
Vitoria. Todo ha llegado demasiado lejos y lo peor es que al mirar hacia atrás
vemos la señal de dirección prohibida.
Ayer
no había nada de lo que hablar, pero hoy las declaraciones públicas animan a lo
contrario. ¿Galería o verdad?.
Hace poco más de tres meses, muchos miles de
catalanes se emocionaban al ver que su
identidad les daba –en el corazón, que no en el bolsillo- lo que su sentido de la solidaridad les decía
que era insuficiente. Mientras, desde Huesca y Castellón hacia el este y el sur,
aparecieron los patriotas que no saben lo que es un puente. Y, al acecho, como
no, los oportunistas del rencor, los que saben sacar buen rédito de las
frustraciones colectivas. No quiero escribir ni nombres ni siglas. A buen
entendedor…
¿Y
ahora?, ¡qué!
Hoy
hemos leído en los diarios las crónicas sobre el 142 aniversario del asesinato
del General Prim, un catalán que vivió en un
tiempo que no le tocaba y que, tal vez por ello, porque tenía la mente
abierta, murió en calle del Turco de Madrid.
Léanse
La Berlina de Prim , de Ian Gibson y saluden al año que se acerca con
optimismo forzado sabiendo que lo que ahora ocurre no es precisamente una
historia de novela.
¡Feliz
año!
Javier
ZULOAGA