martes, 14 de octubre de 2014

DOGMÁTICOS, DERROTISTAS Y CAINITAS


Recuerdo que una de las cosas que más me costaba soportar en mi adolescencia eran las frases dogmáticas, esa especie de las tomas o las dejas, con las que nos educamos los escolares de los años 60. “Es así y punto, porque lo digo yo” solía ser la última frase, la que precedía al silencio que se nos imponía en la mesa familiar, e incluso en la calle, cuando tratábamos de divertirnos y algún chaval más alto, más fuerte y más chulo que tú, zanjaba una discusión de forma definitiva.

Seguramente es así en casi todos los rincones de la tierra, pero soy de los que cree que la superioridad impostada y la arrogancia son una parte importante del perfil de nuestra personalidad. Vascos, gallegos, catalanes, andaluces, madrileños, murcianos…. en diferente medida, tenemos un ramalazo de cierta chulería, aunque seguramente algún sicólogo muy avanzado lo llamaría “autoestima arraigada”.

Esa superioridad y esa tendencia al dogmatismo es confundida a veces con la fuerte personalidad. “Oye, tu hijo sí que tiene ideas claras” he oído alguna vez después de que un joven licenciado sentara una verdad dogmática con un vozarrón contundente y una buena palmada sobre la mesa.

Si, es verdad y puede que la mayoría de nosotros hayamos caído en el poderío de tener toda la razón en más de una ocasión, de la misma manera que hemos ido a parar al otro extremo cuando las cosas nos han ido mal paradas. Es el bandazo hacia el derrotismo, ese momento en que uno llega a la conclusión de que no vale para nada, o para casi nada, y desaparecen de tu memoria aquellas cosas que durante tu vida te hicieron sentirte realmente grande.

Todo lo que he escrito hasta ahora es de cajón y común en las personas y no me produce mayor inquietud si no lo miro desde la perspectiva del rebaño, porque entonces la cosa se puede complicar. La historia del mundo está plena de las consecuencias de enfrentamientos entre naciones y hay muy buenos libros acerca de ellos.

He leído “Nos vemos allí arriba”, de Pierre Lemaitre, último premio Goncourt y lo he hecho casi de corrido mientras no dormía, ni comía, ni estaba bajo la ducha. Porque describe con un realismo admirable la descomposición humana y social que suceden en el tiempo a un conflicto bélico, en este caso la Primera Guerra Mundial. Viajas a través de sus páginas hasta los capilares del desastre, esos que desaparecen en el olvido cuando se firma la paz, en este caso el Tratado de Versalles. Los soldados Albert Maillard y Édouard Pericout protagonizan una trama casi detectivesca pese al drama que esconde y en la que el perverso D’Aulnay-Pradelle sitúa al lector en la realidad de que si la guerra es un negocio de no pocos, ocurre otro tanto con la postguerra.

Al pasar la última página me quedé con la idea de que en las historias que no acaban impresas y encuadernadas, puede que existan también personajes parecidos a los creados por este escritor francés. Son esos  que se meten en el saco de los efectos colaterales que los grandes errores tienen en los rebaños humanos a los que me refería líneas arriba.

Y tiro aquí del cainismo, la tercera idea de mi titular de hoy, demasiado presente en la sociedad que ahora vivimos. Es cierto que no nos levantamos una sola mañana sin algo más por  lo que preocuparnos…y la verdad es que los asuntos que escuchamos en la radio o leemos en los diarios, son de gran pelaje: económicos, políticos, éticos o de simple y rotunda irresponsabilidad. Le dejo a usted, lector, que busque  los ejemplos para cada uno de ellos.

A mi cabeza le preocupa más que nada el talante radicalmente hostil que a veces percibo en la defensa encendida de las posiciones propias, muy legítimas, o en las críticas despiadadas, a degüello, de quienes defienden otras ideas, también muy legítimas. Creo que así no vamos a ninguna parte.

No sé si me entienden.


Javier ZULOAGA