viernes, 12 de octubre de 2007

LOS BACHES DE LA MEMORIA

El calendario está pleno de celebraciones y los diarios tienen, en la evocación de lo que ya no volverá a ocurrir ni de quienes se fueron para siempre, una rica fuente de inspiración, más potente, si cabe, que lo que ocurrió en la víspera.

El pasado miércoles, John Lennon, si no le hubiera matado un admirador, habría celebrado su 67 aniversario, más o menos los mismos que tendrían los fundadores de la banda terrorista alemana Baader-Meinhof si, treinta años atrás, no hubieran decidido quitarse la vida tras ser juzgados y condenados por “ajusticiar”, con tres tiros en la nuca, al presidente de la patronal alemana, Hanns-Martin Schleier. Fue poco días después de que un grupo de terroristas de la OLP de Yasser Arafat –hoy ala moderada de la política palestina- secuestraran un avión de Lufthansa entre Palma de Mallorca y Munich, para pedir la liberación de sus compañeros revolucionarios germanos.

También por estas fechas, pero hace cuarenta años, el Che Guevara se lanzó a los montes del Altiplano boliviano para repetir sus hazañas, sin la mística revolucionaria del asalto al Cuartel de Moncada y la guerrilla de Sierra Maestra. Se fue a pelo, alejándose de la ortodoxia comunista soviética que su compañero Fidel implantó en Cuba tras entrar en la Habana con un rosario colgado del cuello. Cuba le venía pequeña y quería que el mundo fuera tan revolucionario como él. Murió fusilado en Bolivia y la propaganda comunista hizo de él un mito.

Son aniversarios deteriorados, no pocas veces, por el paso del tiempo y de las idealizaciones intencionadas, que sacan buen partido de la vulnerabilidad de la memoria, esa que permite que los perfiles de los recordados se desdibujen y así el villano acabe siendo un hombre ejemplar, o este último un malvado. Ocurre, principalmente, cuando el rigor de los historiadores no ha podido entrar a trabajar porque la historia del protagonista recordado, tiene compañeros de reparto que aún andan coleando por el mundo y no tienen interés en que las cosas se cuenten tal cual fueron, porque el hechizo del mito vende más.

No pongamos ejemplos cercanos ni recientes, que no vienen al caso en este artículo, con el que simplemente quiero viajar al otro lado del Atlántico, en donde el populismo ha recibido, con los brazos abiertos, el 40 aniversario de la muerte de aquel argentino de Rosario que un día decidió hacer la revolución.

Creo que el Che Guevara, se merece un respeto y con ello no quiero decir que haya que rendirle un homenaje, ni situarle en la orla de las personas que hicieron cambiar el mundo con gestas, porque personalmente pienso que no le corresponde. Simplemente digo que será bueno ver qué dice la historia de él, cuando desaparezca todo el “merchandising” que gira desde hace cuarenta años en torno a su figura y que ha dado de comer a fabricantes de carteles y camisetas impresas, producidas en ocasiones por mercahifles que poco saben de lo que hizo el personaje, o nada de las libertades que, desde el triunfo de la Revolución de Castro y el Che, no han disfrutado quienes le han homenajeado estos días en el monumento erigido en su memoria por la dictadura cubana.

El Che cuelga entre cuatro chinchetas sobre millones de camas y tapa incontables dorsos de revolucionarios de salón, como crucifijo alternativo y contestatario, de la misma manera que lo hizo la cara de Mao, líder comunista con el que ideológicamente sintonizaba mejor el guerrillero argentino que llegó a ministro en la Habana.

Hay versiones para todos los gustos, con puro o sin puro, con estrella de comandante o con boina pelada, con diferentes opciones de cabello y barba al viento, con más o menos carisma y vida en sus pupilas gracias a la pericia de los retocadores de fotografía o a la magia del Photoshop de Windows. Se puede comprar, bien enrollado y plastificado, en la planta de discos de El Corte Inglés, en donde hay que buscarlo entre los posters de una lata de sopa Campbell, un retrato de Mandela saludando a la libertad, o de Marlon Brando sentado a horcajadas sobre una Harley.

Pero, marketing aparte, lo del Che ha despertado tics entre esos caudillos que están reinventando la América postcolonial. Evo Morales, Rafael Correa y sobre todo Hugo Chavez han sentido la alegría en su cuerpo revolucionario y se han sumado a la efemérides. Les viene al pelo, cuando los tres se han armado de audacia política y han decidido cambiar las reglas del juego político de sus países por sus bemoles.

“Lo tomas o lo dejas” se ha convertido en una sutil imposición en buena parte de la américa bolivariana, la socialmente menos desarrollada, la más sensible a las emociones epidérmicas y a la idolatría popular. Los nuevos caudillos han unido el manejo de los sentimientos a la fuerza de la aritmética y les han dicho a los menos afortunados que ellos son más numerosos que los de las clases profesionales y dirigentes, las que les han dirigido durante decenios, sin sacarles de la pobreza crónica. Y han arrasado.

“El poder reside en el pueblo” ha tenido, así, un uso perverso, especialmente en Venezuela, en donde se tapa la boca a la libertad de expresión; se somete a un tormento bufón a los ciudadanos con el presidente ocupando las pantallas más tiempo del que Castro hablaba - cuando aún estaba en condiciones- en las grandes fechas revolucionarias; se prepara el aislamiento internacional del país con su salida del Fondo Monetario Internacional; o se anuncia - al menos el zambo (*) Chavez tiene algún arrebato divertido- que la hora venezolana se retrasará treinta minutos. Más o menos el mismo disparate que cometería el alcalde de Bilbao si, en una pérdida súbita de papeles, decidiera que junto al Nervión el día se acaba a las 11,30 de la noche.

Los petrodólares del lago Maracaibo han ido extendiendo poco a poco la mancha populista de la que, al menos de momento, se ha salvado Colombia y parece improbable que llegue a afectar al Brasil de Lula, un país que tiene ideas propias y un talante democrático que ha digerido sin dificultades el acceso al poder del Partido de los Trabajadores.

“En Europa hay alguna simpatías por movimientos como las FARC. Se tiene una visión romántica del guerrillero que no tiene nada que ver con la realidad. En Colombia, donde sufrimos sus acciones, se ve de otra manera. El asesinato de 11 diputados demuestra que son unos desalmados”. Son palabras de Fernando Araujo, ministro de asuntos exteriores de Colombia, que ha estado secuestrado seis años por la guerrilla colombiana, con la que ahora se propone negociar el presidente Hugo Chávez, extendiendo su influencia más allá de las fronteras venezolanas y queriendo emular épicamente a Bolívar, con cuyo nombre ha bautizado la revolución con la que quiere pasar a la historia.

Por ello y por responder literariamente a la demagogia, no me he resistido a sacar de mi biblioteca la magistral novela de Gabriel García Márquez, “El General en su Laberinto”, en la que describe, con crudo realismo y sin los espejismos del mito, los últimos meses de vida de Simón Bolivar, un hombre que murió, en la amargura, al ver la ruina de sus sueños.

“Había hecho todas sus guerras en la línea de peligro-escribía el Nóbel colombiano- sin sufrir un rasguño y se movía en medio del fuego contrario con una serenidad tan insensata que hasta sus oficiales se conformaron con la explicación fácil de que se creía invulnerable. Había salido ileso de cuantos atentados se urdieron contra él, y en varios salvó la vida porque no estaba durmiendo en su cama. Andaba sin escolta y comía y bebía sin ningún cuidado de lo que le ofrecían donde fuera. Sólo Manuela sabía que su desinterés no era ni inconciencia ni fatalismo, sino la certidumbre melancólica de que había de morir en su cama, pobre y desnudo y sin el consuelo de la gratitud pública”.

(*).-Mestizaje de aborigen y negro

Javier Zuloaga