domingo, 14 de diciembre de 2014

¿SE VIVE MEJOR EN UN MUNDO IRREAL?


Nunca me había ocurrido. Hace tres días, acabé de leer “El impostor”, de Javier Cercás y anoche me acosté con el propósito de escribir el artículo mensual para mi blog sobre esta  obra del autor de “Soldados de Salamina” y “Las Leyes de la Frontera”, los escenarios de Rafael Sánchez Mazas y su buena suerte cuando la Guerra Civil se acababa y de Zarco (El Vaquilla), por los parajes de la delincuencia de Gerona.

El viernes publiqué unas pocas líneas sobre este asunto en Diari de Sant Cugat, el semanario del pueblo-ciudad en donde vivo.

“En las reflexiones de Cercás –publicaba- hay perlas cultivadas, frases que hacen pensar y que han hecho que me sienta aludido como autor de cuatro obras imaginadas, “el novelista sabe que la ficción pura no existe y que, si existiera, no tendría el menor interés, ni nadie se la creería, porque la realidad es la base y el carburante de la ficción” o esta otra “el novelista sabe que hay que mentir con fundamento y por eso se documenta a fondo, para poder reinventarse a fondo la realidad”. 

Cercás concede al novelista la legitimidad y la obligación de mentir, aunque no se se lo perdona a quien lo hace en la vida real, “es un vicio maldito”, dice el escritor.

Seguramente el lector sabe, y si no es así, puede que hoy  vea aumentada su curiosidad, que el libro de Javier Cercás trata de Enric Marco, aquel anarquista de la CNT y preso de los campos de concentración alemanes que sólo existió en su imaginación.  Cercás es duro con él, tanto que traslada al lector sus dudas sobre si realmente debería haber escrito, o no, este libro, pero creo que también es algo justo cuando encuentra la explicación de las mentiras o fantasías de Marco al recordar las de Alonso Quijano antes de convertirse en don Quijote de la Mancha.

Pero nunca me había ocurrido, como decía en la primera línea, descubrir que sobre el asunto que proponía escribir, trataba el mismo día, precisamente hoy, su artículo dominical de “El País”, Mario Vargas Llosa. Se titula "La era de los impostores" y pueden leerlo si pinchan en este enlace, aunque sí que les pido que vuelvan a estas líneas, aunque para ello deban descender de las alturas literarias y profundidad de los pensamientos del maestro peruano.

A Vargas Llosa no se le rasgan las vestiduras por lo que ha leído en el libro de Cercás, muy posiblemente porque tiene las emociones bien curtidas con historias imaginadas y vividas y tal vez por ello le dice al lector que “en la era del espectáculo que vivimos, el histrión es el rey de la fiesta”.

Se pregunta el Nobel sobre las razones que pueden invitar a realizar una  pesquisa rigurosa como la que Cercás  ha llevado a cabo para desenmascarar a Enric Marco y sentencia con toda la razón que todos los seres humanos soñamos con ser otros, “con  escapar de las estrechas fronteras dentro de las que discurre nuestra vida” . Esa ansiedad por soñar que somos otros y que vivimos una vida más atractiva es para Vargas una de las claves de la literatura, del cine y todos los géneros que nos convierten en pasivos espectadores.

El articulista de “El País” rompe una lanza por el audaz y soñador protagonista de “El impostor” y le suelta una pequeña colleja a Cercás, cargada de cariño, cuando dice que no ha querido que el impostor le resultara simpático y que por ello le abruma a epítetos condenatorios a cada paso, olvidándose que las buenas novelas convierten finalmente a los malos en buenos al “despertar en el lector (y aunque no lo quiera en el propio narrador), un atractivo irresistible que vence y destruye sus reservas o principios éticos o políticos y los transforma en empatía”

Confieso que he tenido dudas durante la lectura de “El impostor”, tal vez influido por las que el propio autor proyecta sobre el lector, pero les digo que, tras leer a Vargas Llosa, creo que he utilizado muy bien mi tiempo en seguir la historia de Javier Cercás. De verdad que me alegro.

Y les dejo aquí uno de los rasgos del artículo de “El País” de hoy, cuando el autor describe al fabulador Enric Marco, “Su enfermedad es una enfermedad de nuestro tiempo, la de una cultura en la que la verdad es menos importante que la apariencia, en la que representar es la mejor, (acaso la única) manera de ser y vivir”

Javier ZULOAGA

domingo, 16 de noviembre de 2014

ABSOLUTISMO INTELECTUAL


A veces pienso que vivimos sin aliento, casi en el resuello y me pregunto si realmente hay motivos para que así lo hagamos, o si lo que nos pasa es que estamos siendo arrastrados por un cauce que tira de nosotros en su camino de evidencias de lo que pasa en la calle, según una estrategia que se sostiene principalmente sobre el desastre.

No hay que detenerse en casos concretos, ni siglas, ni nombres propios. Basta con ponerse los dedos bajo los ojos, sobre la nariz, y mirar sólo al horizonte, para intuir que lo que tenemos más cerca, a nuestros pies, y que hemos renunciado a ver, contiene una suerte de fórmula perversa que lleva a pensar que todo lo que nos rodea  se está resquebrajando, que se está yendo  a pique.

Esta idea se está volviendo en recurrente cuando, a lo largo de las últimas semanas, he hecho un uso frecuente del mando a distancia  para huir de lo que me llegaba a través de la pantalla del televisor de mi casa.  Lo hacía tras preguntarme si todo aquello es bueno para la sociedad que, de forma mayoritaria, se sienta y “zapea” para ver qué le ofrecen los canales de mayor audiencia.

Y he sentido una gran soledad. Cambiaba de canal a canal y me iba encontrando con diferentes muestras de lo que hoy quiero llamar “absolutismo intelectual”, una suerte  de situaciones esperpénticas que no serían de recibo  en una sociedad que pudiera vivir con un poco más de sosiego -y que hoy no lo puede hacer- porque importa más lo que dicen las encuestas de intención de voto que el conocimiento real de lo que nos está pasando.

El periodismo español tiene plumas que comunican y analizan de forma certera y brillante, pero sus líneas llegan a unos lectores que cada día son menos, a través de unos diarios que padecen  los efectos de una crisis por la caída de la publicidad y el descenso de la venta de ejemplares. Han recortado gastos y en esas estrecheces  el valor de la experiencia ha acabado bien escaldado.

Pero al tiempo de esa crisis, con triste reflejo en los quioscos, la comunicación con las grandes masas de población, la lucha por la “share”, la cuota de pantalla, nos está llevando a situaciones que se alejan bastante de lo que realmente necesitamos. “Lo que quiere el público es más guerra, más leña. Al fin y al cabo lo que necesita es identificar la desilusión propia con el corrosivo panorama que se destila de las auténticas peleas de perros que les llegan a través de la pantalla del televisor”, me decía hace unos días un amigo que mira el asunto desde la distancia.

Hasta hace uno o dos años, el molde de la locura televisiva valía para lo más insustancial de los personajes que nos rodeaban. Se gritaban, se decían de todo. Era lo que vociferaban la ex de un torero o el sabelotodo de la prensa de corazón. El que no entendía de aquellos asuntos, apenas se detenía al barrer los canales porque no sabía casi quienes eran aquellos personajes y prefería subir al formato más serio, al de los más sesudos.

Pero parece que el molde perverso, por aquello de luchar por la “share”, se ha extendido. Al fin y al cabo es una cuestión de marketing, ya que tras las audiencias viene la publicidad y ésta arrastra al dinero.

Fíjense si será así, que Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, le decía hace unas semanas a Jordi Évole,  en la Sexta, que este canal no le había hecho  ningún favor, sino que había sido al revés, ya que él había arrastrado a los espectadores. Cuando lo escuché , pensé que todo esto es una perversión del sistema y me pregunté si no acabaremos en una vorágine bastante ingobernable.

Los que vivimos en Cataluña solemos decir “A ver quien la hace más gorda” para ilustrar esos vértigos del descontrol. Y parece que los escándalos, cuanto más grandes son, más venden. Y tal vez por eso en algunas tertulias se coloca a los que hablan unos frente a otros, en el sentido físico e ideológico de la palabra, para que así puedan los espectadores ver cómo se atacan, gritan y señalan con el dedo amenazadoramente y ver que, efectivamente, todo es un desastre.

La última, la que más me ha hecho saltar de la butaca, han sido las palabras de un economista que enseña en los Estados Unidos, que para ilustrar su convicción de que los hispanos somos un tanto golfos se refugió en las influencias que el estudio y lectura de la picaresca en nuestro bachiller, la del Buscón y el Lazarillo de Tormes, hayan podido tener en nuestro comportamiento.

¿Se acuerdan ustedes de “La Clave”, de José Luis Balbín?. Aquella sí era otra historia.


Javier ZULOAGA

martes, 14 de octubre de 2014

DOGMÁTICOS, DERROTISTAS Y CAINITAS


Recuerdo que una de las cosas que más me costaba soportar en mi adolescencia eran las frases dogmáticas, esa especie de las tomas o las dejas, con las que nos educamos los escolares de los años 60. “Es así y punto, porque lo digo yo” solía ser la última frase, la que precedía al silencio que se nos imponía en la mesa familiar, e incluso en la calle, cuando tratábamos de divertirnos y algún chaval más alto, más fuerte y más chulo que tú, zanjaba una discusión de forma definitiva.

Seguramente es así en casi todos los rincones de la tierra, pero soy de los que cree que la superioridad impostada y la arrogancia son una parte importante del perfil de nuestra personalidad. Vascos, gallegos, catalanes, andaluces, madrileños, murcianos…. en diferente medida, tenemos un ramalazo de cierta chulería, aunque seguramente algún sicólogo muy avanzado lo llamaría “autoestima arraigada”.

Esa superioridad y esa tendencia al dogmatismo es confundida a veces con la fuerte personalidad. “Oye, tu hijo sí que tiene ideas claras” he oído alguna vez después de que un joven licenciado sentara una verdad dogmática con un vozarrón contundente y una buena palmada sobre la mesa.

Si, es verdad y puede que la mayoría de nosotros hayamos caído en el poderío de tener toda la razón en más de una ocasión, de la misma manera que hemos ido a parar al otro extremo cuando las cosas nos han ido mal paradas. Es el bandazo hacia el derrotismo, ese momento en que uno llega a la conclusión de que no vale para nada, o para casi nada, y desaparecen de tu memoria aquellas cosas que durante tu vida te hicieron sentirte realmente grande.

Todo lo que he escrito hasta ahora es de cajón y común en las personas y no me produce mayor inquietud si no lo miro desde la perspectiva del rebaño, porque entonces la cosa se puede complicar. La historia del mundo está plena de las consecuencias de enfrentamientos entre naciones y hay muy buenos libros acerca de ellos.

He leído “Nos vemos allí arriba”, de Pierre Lemaitre, último premio Goncourt y lo he hecho casi de corrido mientras no dormía, ni comía, ni estaba bajo la ducha. Porque describe con un realismo admirable la descomposición humana y social que suceden en el tiempo a un conflicto bélico, en este caso la Primera Guerra Mundial. Viajas a través de sus páginas hasta los capilares del desastre, esos que desaparecen en el olvido cuando se firma la paz, en este caso el Tratado de Versalles. Los soldados Albert Maillard y Édouard Pericout protagonizan una trama casi detectivesca pese al drama que esconde y en la que el perverso D’Aulnay-Pradelle sitúa al lector en la realidad de que si la guerra es un negocio de no pocos, ocurre otro tanto con la postguerra.

Al pasar la última página me quedé con la idea de que en las historias que no acaban impresas y encuadernadas, puede que existan también personajes parecidos a los creados por este escritor francés. Son esos  que se meten en el saco de los efectos colaterales que los grandes errores tienen en los rebaños humanos a los que me refería líneas arriba.

Y tiro aquí del cainismo, la tercera idea de mi titular de hoy, demasiado presente en la sociedad que ahora vivimos. Es cierto que no nos levantamos una sola mañana sin algo más por  lo que preocuparnos…y la verdad es que los asuntos que escuchamos en la radio o leemos en los diarios, son de gran pelaje: económicos, políticos, éticos o de simple y rotunda irresponsabilidad. Le dejo a usted, lector, que busque  los ejemplos para cada uno de ellos.

A mi cabeza le preocupa más que nada el talante radicalmente hostil que a veces percibo en la defensa encendida de las posiciones propias, muy legítimas, o en las críticas despiadadas, a degüello, de quienes defienden otras ideas, también muy legítimas. Creo que así no vamos a ninguna parte.

No sé si me entienden.


Javier ZULOAGA  

viernes, 19 de septiembre de 2014

NOVELAR LA HISTORIA


Durante el verano que ahora acaba, he repartido mi tiempo entre la búsqueda del sosiego frente al mar, en ver y hablar con buenos amigos, en tratar de llevar una vida sana,  en tomar notas de ideas para una próxima historia que he de escribir y en la lectura.

Han ido pasando por mis manos Las tres bodas de Manolita , de Almudena Grandes; La Pirámide Inmortal de Javier Sierra y me he puesto al día con Ken Follet tras leer Un lugar llamado Libertad (2006) y he comprado  El Umbral de la eternidad, la última pieza de la trilogía The Century de este gran narrador galés.

Y para tomar mayor conciencia de mi condición de escritor tengo sobre la mesa –y voy leyendo sin prisas pero con feliz detenimiento- Aquellos años del boom, del periodista de “la Vanguardia”  y reciente Premio Gaziel, Xavier Ayen, en el que desentraña aquella eclosión de ingenio literario hispanoamericano que desembarcó en Barcelona en el último decenio del franquismo de la mano la superagente literaria Carmen Balcells, tal y como se la nombra en algunos momentos de la obra. Se la recomiendo a aquellos que no pueden resistirse al empuje de la curiosidad y quieren hurgar en las biografías de García Márquez o Vargas Llosa, entre otros. Es un gran libro.

Cuando repaso el conjunto veo que voy bien servido. Pero me detengo especialmente en La Pirámide Inmortal, en la que Javier Sierra nos hace viajar por lo más profundo de las divinidades y espiritualidades del Viejo Egipto, de la mano de un Napoleón Bonaparte que además de su afán por construir un imperio francés en el mundo, escondía sueños de inmortalidad. Sierra ofrece al lector los paralelismos de la muerte y resurrección –a los tres días- de Osiris y Jesucristo, siendo la de este último muy posterior a la del marido de Isis y padre de Horus.

Napoleón se aproximó a esa inmortalidad que buscaba tras una noche de éxtasis erótico que formaba parte de un ritual para caminar hacia la muerte y la eternidad….no les contaré más porque la obra acaba de llegar a las librerías, pero sí quiero compartir con ustedes mi convicción de que el libro de Sierra, que de alguna manera coloca al  cristianismo bajo la sombra de los faraones –Jesús vivió casi treinta años en Egipto- no hubiera pasado el Nihil Obstat de la censura eclesiástica de la postguerra española y posiblemente hubiera llevado al autor a la pira de Santo Oficio hace cuatro o cinco siglos.  

Es también un buen libro que también les recomiendo porque tiene miga y te acerca, desde el formato de la novela histórica, a realidades que poco tienen que ver las de los moldes educativos  con los que crecimos los que nacimos y crecimos desde los años cincuenta. Lo pensaba a medida avanzaba: ¿Hasta qué punto los colegiales de antes y buena parte de los actuales dejan espacio y dan por sentados hitos de la historia  que no lo son?

Esta misma duda vino a mi cabeza hace años cuando leí Inés del alma mía de Isabel Allende. Aquel gran libro me animó a escribir, hace ya siete años Cambiar la historia. Pinchen si les interesan estos asuntos.

“Corría por la historia de la conquista de Chile –escribí en agosto de 2007- a través de las páginas de “Inés del alma mía”, de Isabel Allende, que, con las licencias literarias necesarias, lleva al lector a volandas hasta los orígenes de ese gran país transandino como parte del Reino de España. Las crueldades cometidas bajo la solapa de una política de mestizaje obligado -porque los varones nativos desaparecían de forma cruel – y el fariseísmo de justificar todo aquello en la extensión de la fe cristiana hasta los confines de la tierra, producen una cierta desazón por pertenecer a ese país que en la enseñanza de su historia sólo ha asumido, con la boca pequeña, algunos excesos de la colonización.

Entendí mejor, al cerrar las tapas del libro, la petición de perdón público de algunos presidentes suramericanos con ocasión del reciente viaje de Benedicto XVI y el reconocimiento final del Vaticano de que lo que pasó en aquellas tierras no pertenece, precisamente, a lo más granado de la historia de la Iglesia Católica”
.

Está claro  que lo de Javier Sierra y su inmersión en la magia egipcia, no tienen nada que ver argumental e históricamente con la obra de la escritora chilena afincada en California, pero sí que invita a pensar que habría que cambiar los moldes de lo que se enseña e introducir los elementos de lo que se va sabiendo gracias a quienes rebuscan en la historia con mayor curiosidad. De la misma manera que habría que corregir los capítulos electrizantes de la colonización americana, tampoco estaría mal que se enseñara, desde una cierta distancia, sin manías y descabalgados de los lomos dogmáticos, la historia de las religiones.


Javier ZULOAGA

domingo, 3 de agosto de 2014

CAMBALACHE

Este artículo lo escribí en octubre de 2008. Faltaba poco para que fuéramos a votar y, aunque muchos no se acuerden, el escándalo y la inmundicia hacían también campaña. He pensado que a lo mejor les interesa leerlo, como yo he hecho esta mañana.

Y además, escuchen el tango. Es genial

Buenas vacaciones


Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor!...
¡Ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!
No hay aplazaos
ni escalafón,
los inmorales
nos han igualao.
Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que sea cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...

Es muy posible que la visión desgarrada de la vida, sea uno de los mayores atractivos del tango, ese tesoro que los argentinos supieron crear mirando lo que ocurría alrededor y que, sumando letras de intención y buen manejo de bandoneón, metía vía venosa emociones de nostalgia y drama.

Tal es el caso de Cambalache, todo un emblema porque, además, fue prohibido por todas las dictaduras militares que hubo en Argentina desde los años cuarenta hasta la que acabó en 1982, tras la Guerra de las Malvinas y la elección de Ricardo Alfonsín como presidente. El mítico tango describía un escenario de corruptelas del Partido Radical, pero la universalidad de su letra levantó muchas ampollas durante más de setenta años, incluso después de la muerte de su autor, Enrique Santos Discépolo, en 1951.

Puede que Cambalache haya sido el poema o la canción –Discépolo fue siempre venerado por Camilo José Cela y Ernesto Sábato- que peores conciencias haya despertado en la historia argentina. De ahí, posiblemente, su persecución.

Pero, ¿por qué hablo hoy de Cambalache?

Estamos en vísperas de la llamada jornada de reflexión, previa a las elecciones del próximo domingo y he de reconocer que me siento preso de un desencanto que no me hará desistir, sin embargo, de ejercer mi derecho al voto.

Todo es igual/Nada es mejor , esas dos líneas de la letra de Santos Discépolo, se han quedado clavadas en mis pensamientos cuando asisto, con perplejidad galopante, a los últimos coletazos de este gran espectáculo de la campaña electoral. ¿Todo esto es cierto?, ¿Es así el mundo real, el que interesa a los ciudadanos?, ¿Están las respuestas a las inquietudes ciudadanas en esos grandes cartones de barras estadísticas que los grandes líderes usan en los debates para escupir al contrario?...

¿Tanto cuesta decir –los votantes siempre acaban premiando la verdad- que aquello de Irak, decidido por un político que ya no podía perder porque había anunciado que se marchaba, fue una pifia garrafal?, ¿Y reconocer que se ha mentido –con candor irresponsable-pero mentido al fin y al cabo, cuando decía que ya no negociaba con quienes querían réditos políticos a cambio de no matar?.

¿Hemos visto unos debates o –como decía anteanoche la quijotesca Rosa Diez en una entrevista en CNN+- podíamos habernos ahorrado 200 millones de euros de atrezzo enviando las intervenciones enlatadas desde las sedes de los partidos?. ¿No sería mejor hablar de pelea de gallos?, ¿O tal vez basta hablar de muñecos teledirigidos con mercadotecnia desde los mandos de la play-station política?

¿Es todo esto auténtico?, ¿Y libre?

¿Cómo se pueden suspender gubernativamente actos de campaña invocando razones de seguridad para un político que sólo quiere explicar su programa?, ¿Cómo los partidos y los gobernantes guardan silencio cómplice cuando se arremete contra políticos estigmatizados, acorralados y privados de su pedigree de pertenencia a la tierra en la que nacieron?, ¿A cuántos extremistas se ha detenido y al menos multado por interrumpir o intentar agredir a candidatos durante la campaña?, ¿Por qué llama la atención escuchar que alguien haga alarde de sinceridad y diga que se siente español sin complejos?

Creo, como decimos aquí en Cataluña, que después de las elecciones nos lo tendríamos que hacer mirar, reflexionar no sobre nuestro voto, sino acerca de nuestro nivel de tolerancia, de responsabilidad y del grado de ciudadanía de este país. Porque la rivalidad política, sana, no debería eclipsar la responsabilidad que todos tenemos de dejar a nuestros hijos un país mejor que el que recibimos y que no pertenece a quien gobierna sino a los gobernados.

Porque eso de que aquí vale todo con tal de ganar, el anuncio irritante, el escarnio fácil del histrión vulgar sin mayores recursos, o la dialéctica del degüello, acaban formando un caldo de cultivo que sólo sirve para deshacer la convivencia de vecinos, compañeros, amigos y si me apuran de familiares.

Hasta hace poco, América nos llegaba a los españoles a través del cine pero hoy la tenemos en directo a diario gracias al satélite o a Internet. No hace muchos días pudimos ver a Obama y Hillary Clinton en Austin, Tejas, frente a cuatro pesos pesados del periodismo que sin cronómetros ni tanto ceremonial, preguntaban lo que creían interesante a los dos precandidatos demócratas, que estaban sentados codo con codo, con sonrisas y sin interrumpirse ni embestirse.

Más o menos lo mismo que aquí, en donde falta naturalidad, todo se ensaya, no hay cosas nuevas que ilusionen. Nuestra política es aburrida y bastante desesperante y debe ser cosa de ciclos históricos y puede que el paso del tiempo haga cambiar las cosas, una vez surjan nuevas caras y el vitriolo se guarde con un buen cerrojo.


¡Siglo veinte, cambalache
problemático y febril!...
El que no llora no mama
y el que no afana es un gil!
¡Dale nomás!
¡Dale que va!
¡Que allá en el horno
nos vamo a encontrar!
¡No pienses más,
sentate a un lao,
que a nadie importa
si naciste honrao!
Es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de los otros,
que el que mata, que el que cura
o está fuera de la ley...
Así acaba Cambalache cuya letra puede el lector encontrar en la línea inferior y con un enlace para poder escuchar, si quiere, aquel inolvidable tango.

Que ustedes reflexionen bien




Javier Zuloaga


domingo, 13 de julio de 2014

OTRAS FORMAS DE VER LA VIDA


“Un médico clínico es básicamente una persona que escucha historias de pacientes. Y esta actividad es una fuente inagotable de experiencias vitales y de preguntas sobre la vida misma.

Formo parte de una familia de 6 hermanos que tuvimos la suerte de tener un padre que era un gran científico: Premio Príncipe de Asturias de Química, nominado en diversas ocasiones a Premio Nobel por su descripción de los radicales libres inertes. Persona  siempre abierta a la observación, a una visión crítica de lo que está aparentemente consolidado, a lo que no encaja con los paradigmas establecidos, a las ranuras por donde se pueden entrever nuevos mundos…

…Me formé en la medicina hospitalaria. En el Hospital Vall de Hebrón durante 4 años, en Londres durante otros 4 como director de una departamento de Ecocardiografia, en el Hospital de Sant Pau 18 años como director médico del Programa de Trasplante Cardíaco y como Jefe de Servicio de Cardiologia de Lleida y catedrático de Cardiologia de la UdL.

En éste ámbito hospitalario, el diagnóstico y reparación del cuerpo físico es lo urgente: un by-pass coronario, un recambio de válvulas, un trasplante, una trasfusión, la recuperación de un paro cardíaco, el tratamiento de una insuficiencia cardíaca, etc..

 Ello requiere un conocimiento preciso de la anatomía, fisiología, bioquímica, biología molecular.. para entender los mecanismos por los cuales el cuerpo orgánico enferma. Conocimientos que han sido el resultado de desmenuzar el cuerpo: los órganos, tejidos, células, hasta sus últimas ramificaciones, los genes. Hace 14 años pusimos en marcha un grupo de investigación en Biologia Molecular en Lleida dedicada a la muerte celular programada, la denominada apoptosis, que consiste en la muerte silenciosa de las células que ya no sirven para que las células que proliferan las reemplacen. Es un estado de regeneración constante, precisa e impresionante del cuerpo físico...

Los genes mueven toda esta maquinaria del cuerpo humano. Y lo hacen a base de sintetizar proteínas, que es básicamente su función. En la Facultad de Medicina, cuando nos formábamos, el brillante profesor de genética nos advertía que una vez supiésemos todo el genoma, las enfermedades ya se podrían resolver con facilidad.

Ahora ya se ha descrito el genoma. Sin embargo, éste conocimiento no nos ha permitido ni entender ni solucionar los problemas de nuestros pacientes. Resolvemos las urgencias, cuando el cuerpo físico se desmorona, cuando el edificio de nuestro cuerpo se ha derrumbado, e ingresamos en el hospital. Allí apuntalamos al paciente, pero no entendemos profundamente por qué el edificio se ha caído. Donde estaban las grietas que han provocado la debacle. 

 Este estado de cosas se me hizo evidente cuando hace 14 años dejé la medicina hospitalaria para dedicarme a la consulta externa de cardiologia. Y de forma sorprendente, observé que prácticamente la totalidad de los pacientes a los cuales atendía por primera vez como cardiólogo, y que venían por palpitaciones, dolor torácico, arritmias, ahogo, mareos, síncope ... no tenían enfermedad cardíaca orgánica; el electrocardiograma y el ecocardiograma llevados a cabo en aquel momento eran normales. De hecho esos mismos pacientes sospechaban que todas aquellas manifestaciones eran debidas al estrés, a la angustia...

  Y además estaban acompañadas de otras signos y sintomas que así lo indicaban: cervicalgias, lumbalgias, insomnio, dolores articulares, irritabilidad, desinterés por el trabajo y familia, problemas de conducta, crisis de angustia, depresión etc... a menudo resultado final de tensiones acumuladas crónicamente y precipitadas por un último acontecimiento.

Yo no estaba preparado para ésta situación. Porque además, éstos pacientes eran trabajadores autónomos, y lo primero que me advertían era que no querían tomar pastillas...Que hago yo sin la farmacología, pensé? Y a pesar que las buenas palabras servían para mejorar las situaciones, no resolvía el problema por el cual venían a pedirme ayuda. Los libros de Medicina tampoco ayudaban: La angustia como tal prácticamente no existe; como máximo se describe la crisis de angustia en el apartado de enfermedades psiquiátrica.”

Esta fue una parte de la presentación que el doctor Manel Ballester, cardiólogo y profesor de su materia, al que conozco muy bien, pronunció cuando presentó, en la Casa del Libro del Paseo de Gracia,  el libro  "Lo que tu luz dice", de Ana Maria Oliva, http://www.anamariaoliva.es/.

El asunto se me escapa de las manos, por ignorancia sobre el asunto, pero me atrapa por la curiosidad. La energía, eso que no se crea ni se destruye, aparece ahí como un elemento que existe desde que el mundo es mundo y lo hace con incursión insolente dentro de la ortodoxia de la salud. Como lo hicieron, en sus comienzos, las soluciones a enfermedades en las que nadie, o casi nadie, se había detenido.

La contraportadas de importantes diarios reciben, para que el lector se entere, lo que Ana María Oliva –y su presentador Manel Ballester, cardiólogo catalán- dicen sobre dolencias milenarias. Y en las librerías, la narrativa, la novela histórica o el ensayo sucumben ante el interés del lector frente a lo más apremiante. A la gente le gusta leer lo que otros sueñan pero se mete la mano en el bolsillo cuando la tapa de un libro le dice que aquellas páginas le pueden abrir los ojos en su problema, en el de su padre, su cónyuge o uno de sus hijos.

El asunto va de medicina, eso está claro, pero hace pensar, por su gran sentido común, que tal vez pudiera ser provechoso para otras cuestiones. Sí, que en el fondo lo que dijo el cardiólogo Ballester, cambiándole mínimamente el formato, se podría aplicar a problemas de la vida cotidiana, los más peliagudos.

He pensado –y no me extenderé mucho más porque no hay mayor elocuencia que la claridad de lo que se dice con convencimiento y conocimiento- que no estaría mal que cada uno en su oficio y su responsabilidad, reflexionara de esta manera. Ya fuera en economía, en la vida pública o en aquellas cosas que, por su ejemplaridad, son observadas por los ojos de los ciudadanos, muchos de ellos bastante desesperados.

Sí, ya lo sé que son cuestiones distintas, pero las actitudes reflexivas y mínimamente autocríticas son polivalentes, por no decir universales.

No sé casi nada de la física cuántica o medicina energética, ni las cosas que no se estudian en la facultades de medicina, ni las que sí se estudian, pero me digo si puede ser un síntoma, ójala, que se remuevan o ventilen los cimientos de todas las piezas que componen  el mosaico en el que vivimos.

Javier ZULOAGA   



jueves, 12 de junio de 2014

EN EL NOMBRE DE DIOS

Los humanos, muy especialmente los celtibéricos, creyentes, agnósticos o ateos, acostumbran a invocar a Dios cuando se encuentran ante escenarios trascendentales. Es una manera de amarrar convicciones profundas, lamentarse por desesperanzas sin remedio, poner sobre la mesa intransigencias innegociables, defender verdades que alguien pone en cuestión, gritar cuando te pillas un dedo con la cerradura de una puerta o soltar presión de rabia cuando ya no se puede más con algo.

¡Que venga Dios y lo vea!, ¡Esto no hay Dios que lo arregle!, ¡Por aquí no pasa ni Dios!, ¡Te lo juro por Dios!, ¡Dios como te quiero! o ¡Me cago en Dios!, forman parte de una jerga que, sin ánimo ofensivo, está en el vocabulario de todos como gran palabra multiuso, que tiene derivadas de menor rango, como una que me contó mi padre sobre un tudelano de la huerta de la Mejana que respondió a la caída de un gran pedrisco sobre su cosecha con un sonoro “Me cago en los zapaticos del Niño Jesús”.

La fuerza del uso y el paso del tiempo han hecho que sean pocos los que se escandalicen, aunque estén en desacuerdo con recurrir a Dios con fines tan diversos. La verdad es que no sé si en el mundo del Islam y Buda estas licencias pasarían desapercibidas, como con toda seguridad hace unos siglos el Santo Oficio algo habría tenido que decir sobre el asunto.

He dejado, para dedicarle ahora unas líneas, aquello de “Eso no se lo cree ni Dios” que utilizamos para decirle a quien habla con nosotros que lo que dice es imposible, que no es verdad o simplemente que no ocurrirá.

Viajando en mi memoria he aterrizado en la dimensión de los cambios que se han producido en el mundo que vivimos y, mucho más rápida y ahora vertiginosamente, en nuestro entorno más cercano.

De chaval y adolescente pensaba que las cosas eran como eran y que no iban a cambiar, era imposible. Poco tiempo después, un poco más maduro, veía que las cosas iban cambiando y que no nos había pasado nada, pero no cabía en mi cabeza que determinados asuntos pudieran dejar de ser intocables.

Eran las verdades sobrentendidas, que sin embargo tenían agazapados, tras sus espaldas, aquellos otros dogmas que tampoco se podían tocar cuando estaban en primera línea y que venían a defender modelos o “verdades” bien distintas, si no contrarias. Y ahora, todo esto lo vemos desde el desbordamiento de los acontecimientos que, como ha venido ocurriendo desde que nació la historia escrita, vivimos en España.

Creo –no se engañe el lector- que los de mi generación, la del 52 y cercanías, tenemos la gran fortuna de haber asistido a momentos que son tratados en los libros en capítulo aparte. Veníamos de los recuerdos de sobremesa de la Guerra Civil –grandes obras “Las tres bodas de Manolita” de Almudena Grandes y “Casi unas memorias” de Dionisio Ridruejo- nos sobresaltamos cuando Carrero Blanco voló sobre el tejado de los Jesuitas de Claudio Coello en Madrid, y vivimos acelerados, sin aliento, la transición que nos dieron generosamente Suarez González, Roca, Herrero y Rodríguez de Miñón, Pérez Llorca, Fraga…. Pensamos que todo se venía a pique cuando un teniente coronel descerrajó su pistola contra la yesería del Congreso de los Diputados.

Tal vez por ello, resulta difícil ahora discutir que los cambios son de gran envergadura.  Las elecciones al Parlamento europeo han provocado la caída de las caretas de las cosas que parecían inamovibles; muy especialmente aquí en España; y que han roto los esquemas de "grandeur" en Francia y de la tradición política del Reino Unido. En la antigua URSS, en los países de la Primavera Árabe, en las antiguas colonias  europeas en África, en la rica pero inquieta Brasil… pocos se salvan

Todo está cambiando, tanto, que los inmovilismos, aquellos que no mueven ficha, pueden perder la partida o lo que es peor, complicarla.

Javier ZULOAGA


lunes, 19 de mayo de 2014

PENSAMOS DEMASIADO....

Hasta esta mañana andaba bastante errático acerca de cuál sería el contenido de este artículo mensual. En los últimos tiempos he hecho buenos ejercicios de funambulismo intelectual, tratando de escribir mis pensamientos sobre fundamentos constructivos y sobre todo, ahí es nada, sin que nadie se diera por aludido. Ni para bien, ni para mal.

Cuando, hace mucho tiempo y para ganarme un sueldo, tenía que escribir una noticia, o un artículo de prensa, un editorial o un reportaje, contaba lo que veía, sin cargar las tintas en mis pensamientos, tratando de reflejar lo que estaba ocurriendo. El buen periodista, se decía entonces, ha de abstraerse de sus ideas cuando traslada la actualidad a sus lectores. Trabajé en una agencia durante ocho años y en los diarios en los que fui director, aunque con más licencias, el asunto debía ir por caminos parecidos.

Pensar de forma sesuda, era algo que estaba reservado para las plumas brillantes, para las viejas glorias de mi profesión que sabían más porque  eran viejas o porque llevaban incontables años diciendo qué significaba y escondía lo que estaba pasando.

De aquellos esquemas tan simples hemos llegado a un periodismo que cada vez más gente  confunde con lo que se dice en las redes sociales… (periodismo, comunicación, información, periodista, community manager…ufff). 

Muchas veces me he preguntado en qué acabará todo esto cuando leo, con tanta nostalgia como con preocupación, que los monolitos intocables del periodismo impreso del mundo civilizado están temblando como consecuencia de que sus balances y cuentas de resultados no cuadran y sobre todo porque asistimos, así lo veo yo, a un cambio del cultura para enterarse de las cosas.

La gente, además abrir su corazón cuando ven como el Cholo Simeone hace hervir la sangre de sus jugadores y de quienes les vimos en el último partido de la Liga –esta mañana Iñaki Gabilondo decía que hay que buscar Simeones para otras cosas más complicadas- anda bastante desesperada.

Y así lo he visto este mediodía cuando he bajado a Barcelona. He tomado el metro de la línea verde, la que une la Universidad con el Valle de Hebrón pasando por el Paralelo y subiendo por Las Ramblas y el Paseo de Gracia  y me he encontrado con la leyenda que un grafitero que no conozco ha escrito con su espray en una de las ventanas del vagón en el que viajaba con mi mujer.

“Pensamos demasiado, sentimos muy poco”. Y la verdad es que me he quedado descolocado, pensando que a lo mejor mi amigo desconocido tiene buena parte de razón.

Puede que en el mundo de los debates profundos, a fuerza de tanto leer y tanto darle vueltas a las ideas, no estemos dejando espacio a los sentimientos. Me ha dejado pensativo, como le habrá ocurrido, seguramente, a muchas personas que hoy se habrán detenido ante los trazos rápidos de una frase que con toda seguridad ha sido escrita con el corazón.

Javier ZULOAGA

lunes, 14 de abril de 2014

CUANDO TODOS TIENEN LA RAZÓN

“El problema es que todos tienen la razón y así no se puede solucionar absolutamente nada”. Con esta idea en la cabeza salí, hace unos días, del despacho de un buen amigo para el que trabajé tiempo atrás y que se llama como yo. Nos habíamos tomado un café y puesto al día sobre lo que hacemos y sobre la intensidad de las cosas que ocurren a nuestro alrededor.

Aquella idea suya sobre la razón se ha quedado apalancada en mi cabeza y no tiene la fugacidad hacia el olvido de aquellos pensamientos que se duermen en la trastienda de la memoria para volver cuando llega el tiempo de recordar, o a veces ni siquiera eso.

“Es decir –me dije mientras paseaba después por la Diagonal de Barcelona- que el problema tiene difícil solución cuando las dos  partes que discuten sobre un asunto, ponen por delante de cualquier otra cosa, que son ellos los que tienen la razón. Dicho de otra manera: que el peso de los argumentos, que suele ir acompañado de convicciónes profunda, actúa como un lastre cuando de lo que se trata es de salir del callejón de salida”.

Esta idea me ha perseguido y animado a “razonar”, hasta llegar a un retrato personal de lo que nos está ocurriendo a los españoles en relación al mayor problema político desde que se acabó el franquismo.

He pensado en aquellas trincheras de la Primera Guerra Mundial, interminables en el tiempo, tan bien noveladas por Follet en “La Caída de los Gigantes”. Era un conflicto de desgaste y de aguante, de intendencia mínima para que las tropas subsistieran y de espera insoportable…tanto, que como bien narra el novelista británico, alemanes y aliados decidían, a falta de órdenes de ataque al enemigo, jugar un partido de futbol en el terreno neutral entre de las dos líneas enemigas. Sí, como si de un Barça-Real Madrid se tratara.

Hoy no hay trincheras físicas, pero sí las que clavan,  en el suelo de la convivencia,  barreras que separan peligrosamente a los unos y a los otros. Sin llegar a las manos, faltaría más, pero desgastando el ánimo y la ilusión que a pesar de todo sobrevive en una sociedad que se desayuna cada día con nuevos dogmas políticos o iniciativas más perversas que originales, que enervan los ánimos. Los de unos y los de los otros.

Así se pastorea al pueblo, de la misma manera que ha ocurrido en otras ocasiones en el pasado de nuestro país y en el de otros que han acabado solucionando sus diferencias a gorrazos en lugar de sentarse a hablar del asunto que separaba a las partes.

Se le pastorea  llevando a las personas, o tratando de llevarlas, a elegir entre blancos y negros, azules y rojos, diestros y zurdos o patriotas e invasores. Y con los gorrazos de hoy, que son mucho más sofisticados, se sesga la crónica de lo que pasa, se recurre sin miramientos a las grandilocuencias emocionales y se usan las herramientas de la Red con una maestría que para sí quisieran los viejos artesanos. Puedes decir algo, sea cierto o no, una barbaridad o una temeridad, que la compañía del pajarito Twitt puede llevarla a millones de cuentas y a miles de kilómetros, con coste cero y sin “business plan” .

El ciudadano, el que se siente mejor siendo él mismo  y se resiste a que le encuadren, mira y escucha silencioso, como ha ocurrido desde que, históricamente, las diferencias se dilucidan a la brava, desde la tozudez, la intransigencia, la intolerancia y una carrera de fondo para demostrar quién tiene más pedigrí, quien se llena más los pulmones de sentido de pertenencia. De un lado y del otro.

Así de difícil está el asunto.

Javier ZULOAGA



miércoles, 19 de marzo de 2014

CUARENTA AÑOS DESPUES


Nací trece años después del final de la Guerra Civil española, pero no comencé a oír hablar de ella hasta que, más o menos a los catorce años, me fumé mi primer  Celta corto. Mi familia era, tanto en lo que se refería a mi padre como a mi madre, de la parte vencedora, todos éramos muy católicos, a machamartillo, y de “los rojos” no se hablaba en casa porque ni mis hermanos ni yo estábamos preparados para escuchar tanta barbarie. Vivíamos instalados en el dogma permanente, en un sentido amplísimo y no sólo religioso, pero teníamos a Rin tintín, Blancanieves y El Jabato.

Lo del tabaco, así lo sentía entonces, me hizo más hombre y sobre todo me abrió la puerta para descubrir por mí mismo que la vida tenía unos horizontes mucho más lejanos. Y fue así, muy poco a poco, cuando comencé a descubrir que no había un pensamiento único en el país en el que había venido al mundo.

En la adolescencia coincidí con algunos amigos que hablaban fatal del Caudillo lo cual, lo confieso ahora, me creo bastante confusión y me hizo llevar el asunto al comedor de mis padres para que me lo aclararan. Sí. Y fue entonces cuando me dijeron que Franco había ganado la Cruzada y que Santiago Carrillo, además de asesino, era un cabrón, lo mismo que aquellos que le defendían, por lo que debía andarme con ojo.

Creo que no habían pasado muchos meses de aquella revelación que me dejó aún más confuso, cuando mi padre llegó a casa desolado y nos confesó un gran desastre –yo ya debía andar por los quince o los dieciséis-, que a uno de sus mejores amigos, concejal del Ayuntamiento de Madrid por el tercio familiar, le había salido un hijo “rojo” que estaba detenido en la Dirección General de Seguridad, donde ahora está la sede de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol.

Con aquellos mimbres ideológicos tan frágiles llegué a la Escuela Oficial de Periodismo, a la que se accedía tras pasar un examen oral en el que el tribunal con altos prebostes del Régimen, trataba de salvaguardar, a los futuros alumnos, con sus preguntas y buen olfato, de las malas compañías ideológicas, de izquierdas naturalmente. Pero no lo debieron hacer muy bien, porque no pocos aprobaron sin ningún problema  tras haberse estudiado bien las Leyes Fundamentales del franquismo  y vestido pulcramente después de pasar por la peluquería.

Creo que fue entonces, en 1970, cuando comenzó la metamorfosis, la mía. Primero al pegarme de bruces contra la realidad de que aquellos “rojos” sobre los que me advertían en casa, no tenían ni cuernos ni rabo, ni  siquiera algunos que eran tan intolerantes y radicales como los que llevaban el bastón de mando del lado en donde yo había crecido. Sólo había una diferencia, que algunos de ellos pasaban alguna que otra noche en la Dirección General de Seguridad o por el Tribunal de Orden Público, como le ocurrió al amigo de mi padre con su hijo descarriado.

Justo cuarenta años después de acabar la carrera, una veintena de aquellos graduados  nos hemos reunido a cenar en Madrid. El tiempo y la vida han pasado por nosotros y ya no quedan  ni las cenizas de aquellos perfiles apasionados de las asambleas previas a las huelgas de estudiantes. Imagino que casi todos coincidíamos, al observarnos,  en que nos parecíamos más a aquellos profesores que nos enseñaron los rudimentos del periodismo, incluso algo mayores.

Estaban ellos, los que no tenían ni cuernos ni rabo y unos pocos –nunca hubo muchos- de los que llegamos a aquella escuela  ideológicamente inmaculados gracias a la tutela del sistema. Durante estos años, todos hemos tenido tiempo de cambiar como ha ocurrído con todo lo que nos rodeaba. Al menos hemos tenido la oportunidad de hacerlo.

Gloria, la compañera que dirigió aquel cotarro, insistió en agradecer una y otra vez el esfuerzo que habíamos hecho los que viajamos desde lejos y se refirió a mí, por haberlo hecho desde Barcelona, en donde vivo desde hace casi veinticinco años. Aquello, seguro que alguno lo pensó, tenía su miga.

-¿Qué tal Zulo?, ¿cómo lo llevas?, ¡vaya follón!

Había quienes me preguntaban con preocupación, otros un tanto apesadumbrados y alguno de aquellos “rojos” me sonreía con muy buena pasta y hasta me guiñaba el ojo como diciendo “Hay que ver las vueltas que da la vida”.

Y yo no les dije lo que pienso, sino simplemente lo que siento y quiero seguir sintiendo, “Estoy muy bien, en Barcelona en nuestra casa del Ampurdán… no os lo podéis ni imaginar”.


Javier ZULOAGA 

viernes, 21 de febrero de 2014

¿HAY ALGUIEN EN CASA?


Casi seguro que todos recordamos cuando hacíamos la pregunta de la línea de arriba, al llegar de la calle. Era, paredes adentro del lugar en el que vivíamos, algo parecido a lo de los cuarteles, “sin novedad, mi teniente” o en la escuela o el colegio cuando pasaban lista al comenzar la jornada  “servidor…presente”. Tal vez respondiera todo aquello a una necesidad casi refleja que los humanos tenemos de saber qué es lo que nos rodea, o si no nos rodea nada.

Hoy este saludo es un más una pieza de museo y puede que quienes quieran mantenerlo vivo se encuentren con que nadie responde porque sólo alcanza a escuchar lo que le llega de los auriculares que le conectan al gadget y, a través de éste - androidiphonetablet- a un mundo inmenso, inacabable, frente al cual las cosas más domésticas son una minucia.

Yo, de chaval, jugaba al frontón contra la pared trasera de una iglesia castellana y me dicen que esta forma de pasar el tiempo ha sobrevivido a las nuevas tecnologías, las TIC,S. No me lo acabo de creer y por ello pienso detenerme, cuando viaje, en algún pueblo del Duero al Cantábrico para ver si es así y se merece, por ello, un lugar en los libros que recogen las tradiciones en peligro de extinción.

La modernidad, o simplemente el paso del tiempo, nos ha puesto entre las manos, nunca mejor dicho, artilugios que han están cambiando implacablemente  aquellos hábitos, casi tradiciones en las que los protagonistas éramos nosotros, cara a cara, sin otros complementos que no fueran una taza de café en una terraza, una balón al que chutar o el paseo de los domingos para ver que la raza humana era cada vez más apetecible, la femenina o la masculina según quien fuera el paseante.

Echar la culpa a las tecnologías, a los nuevos inventos o a la Sociedad de la Información, sería sin embargo bastante injusto, porque no se le pueden poner puertas al campo. Aquí cada uno es libre de hacer las cosas como quiera, de tener un buen libro a mano para aumentar su cultura y conocimiento, de dedicar un par de horas para compartir una buena película, de dar un paseo con tu pareja o de hablar… si hay alguien en casa. Ahí está el problema, si hay alguien en casa.

Si se fijan cuando vayan a algún restaurante o se sienten en una terraza, verán que son bastantes los ciudadanos que tienen su android encima de la mesa, mirándolo o esperando a que suene esa melodía –últimamente hay señoras se ponen un silbido galante- que le dice que él, o ella, Pepe o Maripili, les acaban de decir algo.No saben aún si es importante o trascendental, pero es algo y sobre todo les ha llegado a través de esa APP (herramienta), que FaceBook acaba de comprar por 14.000 millones de euros.

Y lo leen..y levantan el entrecejo, o ponen cara de sorpresa, o fruncen el ceño…..y responden moviendo los dedos con una habilidad admirable y dan a “enviar” con un gesto adecuado al tono o malicia de lo que se ha escrito y que desde luego el destinatario se merece.

Que no se enfade nadie conmigo. Esta escena no es para todos, pero si para unos cuantos, creo que cada vez más, que cuando llegan a casa, meten la llave en el bombín, abren la puerta y preguntan “¿Hay alguien en casa?”. Y cuando su hermano, o su madre les dicen que sí, que ellos están y le preguntan qué hay de nuevo, o qué ha hecho esa tarde, responden que nada que merezca la pena. Eso sí,después vuelven a mirar a su gadget, porque ha vuelto a sonar y porque en el otro mundo si que ha pasado algo más interesante.

Javier ZULOAGA

domingo, 9 de febrero de 2014

"LA VERSEMBLANÇA NEIX DEL SENZILL ACTE DE MIRAR"







Amb El caso Ruglons (El Aleph), Javier Zuloaga construeix una ficció al voltant d’un cas de corrupció i de blanqueig de diners, un cas tristament versemblant en l'actualitat però que a Zuloaga li serveix només com a punt de partida, quasi com a excusa, per fer un retrat de la societat actual.

http://www.nuvol.com/entrevistes/javier-zuloaga-la-versemblanca-neix-del-senzill-acte-de-mirar/




sábado, 4 de enero de 2014

MIRAR A LA GENTE



O no me había detenido en ello, o bien soy yo, que me he vuelto un mirón. Me refiero a que ahora las personas se miran unas a otras un poco más que algún tiempo atrás. En la calle, en una librería, en el metro, en el mercado… tengo la impresión de que hasta hace poco pagaba el diario que compraba en un quiosco deteniéndome apenas en las monedas que necesitaba y que  seguía caminando sin haber retenido  en mi memoria reciente uno sólo de los rasgos del vendedor.

Y que me pasaba otro tanto cuando hacía cuentas con la caja de un supermercado, aunque en este caso es cierto que si el atractivo de la dependienta se salía de lo normal, se producía cierta excepción en mi indiferencia general hacia el mundo con el que cada día me cruzaba

Es como si casi todos, yo al menos sí, hubiésemos vivido arrastrados por un ritmo de tan corta frecuencia que no teníamos tiempo para detener nuestra atención en las cosas normales, que sin embargo nunca han dejado de existir. ¿No hemos vivido de espaldas al paisaje?, me pregunto.

Intuyo y  puede que alguien más le pase lo mismo, que la que nos cae encima desde hace más de cinco años, nos está abriendo también los ojos y  que desde aquel paraíso en el que nos repetían que vivíamos y que no hacía falta mirar porque iba a estar ahí siempre, hemos aterrizado en otro que recuerda a las películas de época.

Cuando viajas en un transporte público, te agarras a la barra del vagón o del autobús y comienzas a hacer la ronda con la mirada, ves a una tribu de perfiles bien distintos: los que tienen perdida la mirada en ningún lugar y los oídos bien abiertos a lo que les llega por los auriculares; los que conviven desde el “chat” de sus teléfonos con una pericia admirables con uno o varios interlocutores a los que puede que haga bastante tiempo que no hayan visto sus caras; los que se pierden en la lectura de un libro o ebook porque en sus páginas encuentran historias más interesantes que las que les ocupan a diario…y los que miran.
No me refiero a los mirones descarados, a los y las que devoran a las piezas en las que se detienen sus ojos. No, me refiero a los y las que miran para ver algo.

No puedo sostener esta clasificación más que en mi intuición y en la imaginación desbocada a la que me ha llevado mi oficio de escritor. Pero cuando en ese ejercicio de análisis de la fauna humana me ha parecido que alguien se sorprendía al sentirse observado, he adoptado una actitud prudente, de coincidencia fugaz de dos miradas, para catalogar al personaje en la categoría en la que he pensado que encajaba mejor…y si me hacía falta, pues hacía una segunda intentona con el resultado casi seguro de que aquellos dos ojos, ya en alerta, me detectarían de nuevo. No fallaba casi nunca. Me pillaban.

De esa manera, he ido poniendo cara y ojos a los principales problemas que acechan y acogotan a los ciudadanos, esos mismos protagonistas del estado moderno libre, los que sustituyeron a los súbditos, pero que hoy son mansamente llevados de un modelo social a otro y a los que se les dictan normas contradictorias, sin mayor fundamento que el cambio de del color político de los padres de la patria.

Ellos y ellas,  los que cruzan su mirada con la mía, que sepan esto: que lo que estoy haciendo es buscar cuál es el que ya no volverá a estar en la competencia profesional,  ni optar a un puesto de trabajo raquítico para el que no necesitaba tantas alforjas académicas. Con mi mirada busco a quien va acogotado porque ya no le llega ni para hacer que la bombilla y el grifo funcionen como dios manda, o a esa abuela  que siempre había soñado en ir a ver a su hija y a sus nietos con buenos regalos y ahora los tiene corriendo por el pasillo de su casa y durmiendo cada noche en la habitaciones de toda la vida, haciendo bueno aquello de que donde comen dos…

Esas historias caminan por las calles, viajan en metro y están escritas en bastantes miradas.


Javier ZULOAGA