sábado, 29 de septiembre de 2007

LOS CAMARADAS DEL MIEDO

“Para que las verdaderas ideas se conviertan en fuerzas históricas capaces de influir a las masas en general, se han de simplificar primero hasta el punto de que las pueda comprender un niño”. Subrayé esta frase poco después de comenzar la lectura de “Historia de un Alemán”, tal vez la obra más conocida de Sebastián Haffner, publicada en 1999, sesenta años después de ser escrita por aquel abogado y periodista berlinés que huyó a tiempo de la locura nazi y que, ya en Londres, fue biógrafo de Churchill y autor de la obra “De Bismarck a Hitler”.

Un hombre de leyes y articulista periodístico bien reconocido, me recomendó, hace poco en Barcelona, a este autor y este libro en particular, cuando hablábamos de las cosas que pasan en política y nos detuvimos en la pérdida de libertades. Pienso que sugirió su lectura cuando no le oculté mis temores por lo que, esta cuestión, ocurre en mi tierra, el País Vasco.

Cuando acabé de leer “Historia de un alemán” había subrayado algunas ideas más de Haffner en las que explica qué era lo que estaba pasando en Alemania cuando Hitler se aproximaba y tomaba finalmente el poder. La narración es muy viva; no en balde su autor escribió su propia historia nada más salir de Alemania, aunque parece que decidió dejarla para siempre en un cajón, seguramente porque ya tenía suficiente con no poder olvidar el horror de aquellos años.

“La gente comenzó a participar, primero sólo por miedo. Si embargo, tras haber tomado parte una primera vez, ya no quisieron hacerlo por miedo, así que acabaron incorporando el convencimiento político necesario. Este es el mecanismo emocional básico del triunfo de la revolución nacionalsocialsta (….) bastaba un pequeño pacto con el diablo para dejar de pertenecer al equipo de prisioneros y perseguidos y pasar a formar parte del grupo de los vencedores y perseguidores (….) más adelante se puso de manifiesto que gran parte de ellos había subestimado el precio de su alma y no estaba a la altura de lo que suponía ser un verdadero nazi. Hoy son miles los que pululan por Alemania, los nazis con mala conciencia”

Recomiendo al lector de mi artículo que compre el libro y lo lea de principio a fin, ya que es estremecedor por muchos más detalles y por la fuerza y finura descriptiva que puede llegar a provocar el horror sobre la pluma de una persona como Haffner, que en su obra sentenció –esta es la penúltima cita- que “el gran señuelo, el gran cebo de los nazis fue atragantar a los alemanes con el alcohol de la camaradería.”

El asunto es delicado, frágil. Pero yo me pregunto de qué manera se dan, no lejos de nosotros, situaciones parecidas que, casi seguro, no nos llevarán nunca a la locura colectiva de los nazis y alemanes en los años 40. Y no me refiero a las bárbaras masacres de Centroáfrica o Etiopía, a las luchas interétnicas, o al crónico fanatismo religioso.

Hablo de lo más cercano, de una sociedad equivalente a aquella Alemania industrial, hablo de la Vieja Europa y, claro está, de España. Me refiero a las personas y al miedo que, como ocurrió en 1934 en la Alemania de Haffner, padecen los individuos y las individuas que guardan silencio para sobrevivir en un entorno en el que pensar de forma distinta es sencillamente peligroso e incluso letal. Aquellos que están cada día más solos, porque la claudicación de los que antes eran como ellos, o incluso amigos, se ha ido extendiendo hasta creer que los que se mantienen firmes a los principios con los que crecieron, lo que tiene que hacer es callar o marcharse. Y para que así sea, siempre están, silenciosos pero atentos, los guardianes de la intolerancia violenta, nazi o de cualquier otro signo.

Y estos pensamientos me han llevado a otro libro, “Los peces de la amargura”, del donostiarra Fernando Aramburu, profesor de español en la universidad de Lippstadt, Alemania. Es un conjunto de relatos que encojen el corazón de quienes los leen y tienen un concepto sano de lo que es la libertad de las personas. Todas sus historias se refieren a familias vascas que se han visto acorraladas por la intolerancia y cuyos dramas son desconocidos, porque no son gente de relumbrón, sino personas corrientes y sus historias muy parecidas a las que, desde hace ya treinta o cuarenta años se repiten especial y silenciosamente en las localidades de dimensión mediana del País Vasco.

Vale cualquiera de ellas, pero me he detenido en una titulada “Madres”, en la que Aramburu cuenta la lucha de Toñi, la mujer de un policía municipal, vasco él y gallega ella, al que mataron de un disparo en la nuca en un pueblo inconcreto de la costa vasca.

Hacía pocos días había muerto un radical en un forcejeo con la Guardia Civil y el ayuntamiento había decidido que ninguna bandera ondeara en los mástiles de la casa consistorial durante las fiestas locales, decisión que aquel policía local cumplió al retirar la solitaria ikurriña frente a la algarabía, los insultos y las pedradas de buena parte de los vecinos, a muchos de los cuales conocía y servía desde siempre. Aquella ola de ira acabó sobrecogiendo al agente cuando, de vuelta a casa, un compañero de trabajo , policía como él, se le encaró de forma inquietante.

Toñi, la mujer del protagonista de esta historia, le propuso que pidiera la excedencia para irse a vivir a Galicia, cuando su nombre apareció en la lista de un comando de ETA. Accedió, pero ya era demasiado tarde, porque el mismo día, cuando volvía hacia su casa, descerrajaron una bala en su cabeza.

Lo que Aramburu relata a continuación es, en cierta manera, más estremecedor, terrorífico y socialmente repulsivo. El Ayuntamiento no declaró ningún tipo de duelo por la muerte de su agente, los de las pedradas y los humanos ladridos debieron “mojar” con unos buenos vinos la muerte de aquel “españolista” y los más cercanos a la viuda se excusaron de no organizar ningún tipo de manifestación porque aquel pueblo era demasiado pequeño y quedarían marcados. Una mesa, un tapete negro y un libro de firmas en el portal, fue la única expresión solidaria, aunque alguien, aún no contento con el drama, escribió en una de sus páginas de pésame: “Un enemigo menos de Euskal Herria ke se joda”.

El aislamiento posterior fue matando día a día a aquella mujer, hasta que decidió ir a Corcubión con sus padres, no sin antes sufrir los reproches de su hijo de once años, que ya estaba dentro del sistema y que le dijo que él no se iba y reprochó a su madre que no le quería porque era de allí, porque era un vasco.

Es real como la vida misma y forma parte de la rutina de la vida de muchas familias de pequeños y no tan pequeños pueblos vascos, que se cruzan con el terror cada día en la calle. En las ciudades más grandes todo se diluye un poco, aunque la extorsión sustituye a la amenaza verbal, pero no siempre y uno contempla cómo en las tabernas de los cascos antiguos se habla de futbol y poco más.

En una de las reflexiones de “Historia de un alemán”, Haffner interpretaba los pensamientos de los alemanes de los años 30 que eran incapaces de reaccionar frente a lo que estaba pasando. “Pero, ¿cómo evitar el odio y el sufrimiento si un día tras otro nos acosa constantemente una fuente de odio y sufrimiento?. La única solución es ignorarla, desviar la mirada, taparse los oídos y aislarse”.

No he querido hablar ni de nacionalismos, ni de separatismos ni de españolismos, porque las ideologías –sentimientos al fin y al cabo- no son ni buenas ni malas por si mismas, al margen de las excepciones que aparecen en estas historias que pasaron en Alemania y aún pasan en el País Vasco. Los patriotas de estas últimas no dejarán pasar por alto la oportunidad de “legitimación” institucional que les ha brindado, hace sólo dos días, la peligrosa “hoja de ruta” del lehendakari Ibarretxe.

A partir de ahora, la soledad será aún mayor.


Javier Zuloaga

domingo, 23 de septiembre de 2007

EL LABERINTO INQUIETANTE

He rescatado un artículo de Carlos Solchaga, publicado hace poco más de un año en el diario “Cinco Días”, acerca de las migraciones. Decía el político navarro que ese principio de la Teoría del Comercio Internacional que sienta que los intercambios de un país rico y uno pobre llevan obligadamente a la convergencia económica de ambos con el transcurso de los años, tiene ya poco fundamento en los tiempos que corren.

Sin negar que así haya sido entre países poco distantes en su nivel de vida, el autor decía, líneas abajo, que la paciencia no suele acompañar, ni a las personas ni a los pueblos, cuando se demuestra que la teórica convergencia económica no es más que una utopía por los frenos reales al intercambio comercial, a través del proteccionismo arancelario de los más fuertes frente a los más débiles.

La vieja teoría, recordaba Solchaga, yace por lo tanto oculta bajo la evidencia de que han sido los movimientos migratorios los que finalmente han mejorado el nivel de vida, tanto en los países de destino, por la mejora de su economía, como en los de origen, por el retorno del ahorro en forma de divisa.

La transmisión oral de los esplendores de “Eldorado”, que llevó a tantos españoles de los siglos XV y XVI a hacer las Américas, ha sido sustituido hoy por la difusión mágica del progreso y mayor calidad de vida que las parabólicas llevan desde los estudios de la CNN en Atlanta a la vecina y hambrienta Méjico, o desde Madrid a Tánger y Dakar. Abierta la puerta de la comunicación y elevadas cada día más las diferencias sociales entre el Tercer Mundo y los países más avanzados, no ha hecho falta que nadie empuje a millones de personas a intentarlo, sabiendo que, en algunos casos como el español, el Estado del Bienestar (educación, asistencia sanitaria, subsidio de desempleo) les hará sentirse más personas casi el mismo día de su llegada.

En torno a esta realidad han corrido muchas líneas de información y opinión, algunas de ellas especialmente espinosas, me refiero a la desaparecida Oriana Fallaci, que en sus escritos antes de su muerte radicalizó aún más su discurso ante lo que consideraba sordera y la ceguera de Occidente frente a la extensión desbocada, por la vía de la inmigración, de la balsa de aceite fundamentalista y teocrática.

El aire apocalíptico de la italiana - en algún artículo se la llegó a comparar con Bertol Brecht y sus prédicas en el desierto de las conciencias alemanas al comienzo de los años 30- provocó más desacuerdos que adhesiones, no tanto por la evidencia de que Europa no es capaz de distinguir cómo piensan y qué intenciones traen los que entran por sus puertas traseras, sino por la peligrosa generalización de la sospecha.

Con las cartas de la inmigración sobre la mesa, he dedicado los últimos días a leer informaciones que, directa o tangencialmente, tienen que ver con el asunto y he llegado a la conclusión de que una suerte de laberinto inquietante, no sólo social y económico, sino también político, rodea al problema, incluso he pensado que casi todo lo que ocurre o pueda ocurrir en el futuro se proyectará con gravedad en la cuestión migratoria.

Europa estornuda económicamente por el gripazo hipotecario-inmobiliario de los Estados Unidos, debido a que hoy el mundo está globalizado, tanto para lo bueno como para lo malo y si son ciertos los presagios, la clase pasiva y subsidiada de la economía europea, la española especialmente, se verá incrementada en la misma medida que se destruya empleo, tanto en la construcción misma como en las industrias que de ella dependen.

Desaparecerán entonces las alegrías del gasto y el consumo se volverá prudente. Todo ello ocurrirá, casualmente, en un escenario en el que el mundo occidental examina, en el espejo de las economías del Este asiático, su propia competitividad. Hay que ser mejores en calidad y reducir gastos para poder estar en el mercado.

Las crónicas de los corresponsales comunitarios han informado de un reciente estudio de la Unión Europea sobre la necesidad de una inmigración cualificada. La población de la Unión de hoy, de 490 millones de ciudadanos –de ellos 18 millones inmigrantes-comenzará a descender a partir del año 2025. Hoy, uno de de cada cinco europeos tiene más de sesenta años y en el año 2050, uno de cada tres, Es decir, cada día más viejos y fuera del circuito laboral productivo.

La economía alemana buscaba el año pasado a más de 23.000 ingenieros para situarlos en su motor económico y el conjunto de la UE necesita hoy a más de 300.000 expertos en nuevas tecnologías. Por ello se trabaja en Bruselas en la creación de una suerte de inmigración de primera división, hablan de una “tarjeta azul”, para atraer a trabajadores especializados que disfrutarían de un tratamiento exclusivo en relación a los demás. Objetivo: 20 millones de inmigrantes “vip” durante los próximos 20 años, un millón por año..

Pero las proyecciones a largo plazo son simples remaches en los engranajes de la maquinaria del mundo, de sus países y de sus gobiernos. La Asamblea Francesa aprobó la semana pasada la iniciativa de Sarkozy de exigir pruebas de ADN para el reagrupamiento familiar de los inmigrantes en situación legal. “Fui elegido para encontrar soluciones a los problemas de Francia, no para comentarlos”, ha dicho el político en una frase que, seguramente, pasará al glosario de la transparencia política por su sencillez y elocuencia.

En Francia, además de lo del código genético, se apretará a quienes quieran trabajar y vivir allí, para que el inmigrante hable suficientemente el francés y demuestre que cuenta con medios suficientes para mantener a la familia que espera tras el estrecho de Gibraltar o en la lejana China, si no es que ya está, ilegalmente, en las “banlieu” de las viejas Galias. Sarkozy se propone, además, establecer unos topes anuales según profesión y zona de origen, adaptando así a los inmigrantes a las necesidades de Francia y no al contrario.

La vecina Inglaterra, con un primer ministro nuevo, ha enseñado ya las uñas y anunciado que tendrán prioridad en el empleo los parados que sean ciudadanos del Reino Unido, aunque los sindicatos ingleses no han tardado en decir que la burbuja del desempleo nativo, de carácter crónico, se debe fundamentalmente a la falta de una buena formación profesional.

Da la impresión de que ya es políticamente correcto, o no es incorrecto, decir aquello de “primero nosotros” y que en Europa son cada vez menos aquellos a quienes se les caen los anillos al ver los mayores niveles de exigencia que Estados Unidos impone a quienes quieren vivir allí. Justo ahora arranca el complejo sistema electoral norteamericano y, cuentan los cronistas, que las propuestas de Hillary Clinton, Barak Obama y John Edwards sobre la inmigración ilegal, tendrán un peso importante en los resultados de los Caucus de Iowa, el primer test del Partido Demócrata para buscar un candidato que intente ser el sucesor/a de George Bush. El próximo presidente deberá decidir sobre ese muro de 1.500 kilometros que la administración y el congreso norteamericano han decidido construir en su frontera con México, medida sobre la que los tribunales internacionales deberán pronunciarse, con inciertas garantías cumplimiento si el veredicto es contrario a Washington.

Pero este laberinto tiene rincones oscuros, hablo de hace uno, dos o tres días, que sobrecogen y que, mucho me temo, tendrán su resonancia en la cuestión de la inmigración. Suiza, que no es miembro de la UE pero sí el corazón de Europa, elegirá a los miembros de su cámara baja el próximo 21 de octubre y el Partido Popular de Suiza, liderado por Christoph Blocher, un magnate de Zürich, aparece como favorito en unas encuestas que parecen no reflejar el previsible rechazo de los suizos a una campaña basada en una historia en la que unas ovejas blancas, echan a patadas de su territorio –marcado con la cruz blanca de la bandera suiza- a una oveja negra que personaliza, así lo reconocen sus líderes, a los “delincuentes extranjeros”.

El caso estremece por los recuerdos que nos ofrece la historia reciente de Europa, de la misma manera que ocurrirá si damos carta de crédito a la última intervención pública del número dos de Bin Laden, Ayman Al Zawahiri, en el que se llama a sus seguidores a “limpiar el Magreb islámico de los hijos de España y Francia”.

¿Sabremos salir del laberinto?