jueves, 17 de enero de 2008

DELANTE O DETRÁS DE LOS CURAS

A Dios rogando y con el mazo dando…
Al que Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga…
Al que madruga Dios le ayuda…
Dios aprieta pero no ahoga…
Dios los crea y el diablo los junta…
No es lo mismo predicar que dar trigo…
Palo dado, ni Dios lo quita…
Cuando Dios no quiere, el médico no puede.

La historia del mundo está plagada de dichos en los que Dios es protagonista, ya sea en boca de creyentes, ateos e incluso de agnósticos, tal vez porque para estos últimos, aunque la existencia divina no pueda ser probada ni negada, eso no quiere decir que esté reñida con la prudencia frente a lo desconocido de lo que hay al otro lado de la línea en la que se acaba la vida. Por si las moscas.

El costumbrismo español, como sus tradiciones, sus fiestas más ancestrales, sus juergas multitudinarias, el deporte, las relaciones coloquiales y al final casi todo, están impregnadas de menciones a Dios, como expresión refleja, maldición o explosión de júbilo. Cuentan y algunos se lo adjudican al costumbrista navarro José María Iribarren, anécdotas ocurridas en su natal Tudela en las que se ve al arraigo, un tanto bronco, que Dios ha tenido siempre entre los hispanos.

Dicen que en un partido entre el Tudelano y el Calahorra, a falta de un minuto, un delantero del equipo de la Ribera tenía en su pie la victoria. Bastaba para ello que chutara de forma correcta un penalti que, finalmente, se perdió en el cielo del estadio. “Me cago en los zapaticos del Niño Jesús” cuentan que dijo, rabioso y hundido en una gran impotencia, aquel tudelano que privó a su ciudad de un triunfo tan importante.

Si aquello fue cierto, o no, debe ser parecido a lo que cabría preguntarse sobre aquel hortelano de la Mejana navarra que, dicen, se subió al tejado de su casa en pleno pedrisco para decirle a Dios que si tenía lo que debía tener un hombre, pues que bajara a vérselas con él, dispuesto por supuesto a ajustar cuentas por haber permitido, desde su designio divino, la ruina de su cosecha de verduras sin la que, aquel invierno, no andaría sobrado.

Hay muchísimas anécdotas, casi una enciclopedia, de quienes han dedicado su vida a perpetuar el recuerdo de todas esas pequeñas cosas que, en relación a Dios y otras cuestiones menos trascendentales, han inundado la vida de las personas, ya fueran cristianas o paganas.

Tal vez por ello uno no puede menos que mesarse los cabellos cuando ve como Dios se está convirtiendo en un problema por el mal uso que se hace de él. Basta con mirar lo que publicaban los diarios hace poco más de una semana en la que, como consecuencia de un acto en Madrid en defensa de la familia,se ha armado una gran marimorena.

Como ciudadano me he preguntado acerca de las razones que impulsaron a fijar, en fechas tan inconvenientes como las preelectorales, un acto que, perfectamente legítimo, habría sido menos controvertido en otro momento. De igual manera me dije si era necesaria la visión tan apocalíptica que un prelado hizo sobre los derechos humanos o la existencia misma de la democracia española, apuntando directamente a la yugular del gobierno actual, situando a los líderes socialistas en una suerte de tierra de paganos, sarracenos y además déspotas.

No tuve tiempo, cuando recordaba que soy cristiano al menos de educación, para mayores reflexiones, ya que al mejor estilo celtibérico, un destacado socialista español, con formas toscas, pedía explicaciones a Benedicto XVI para que le dijera, a él, a José Blanco, qué era lo que el Papa entendía por familia.

Fue entonces cuando entendí aquello que mi padre me decía sobre la frágil cuestión de la relación del clero hispano con el mundo de sus laicos, casi todos bautizados, lo cual sólo quiere decir eso, bautizados. Decía que los españoles o bien hemos huido temerosos delante de los curas, porque ellos nos perseguían con el misal y el hisopo, o nosotros detrás de ellos, para dar suelta a un anticlericalismo, a veces criminal, que siempre ha vivido soterrado en una parte de la sociedad española.

España es un país laico, porque lo dice su Constitución, mal le pese a quien le pese, pero tiene profundas raíces y tradiciones católicas y por ello no deberían las sotanas convertirse en símbolo de nadie, aunque se lo pida el cuerpo a quienes ven en ella el eje de su vida personal y quieren hacerla extensiva a todos los que les rodean.

De la misma manera no deben los políticos lenguaraces, con la calentura electoral, tratar de dirimir con el mismísimo Papa, como si fuera un tertulianpo de debate televisivo, al tiempo que se tiende públicamente la mano a civilizaciones que se fundamentan, casualmente, en la interpretación rigurosa e intransigente de una religión, a la que muchos creyentes, los que viven en sus países o los que emigraron a Europa, conceden más valor que a las mismas leyes.

Aquellas escandalosas reacciones de los puristas de la libertad cuando Oriana Fallaci advirtió, en su última obra antes de morir, “La Fuerza de la Razón”, sobre la ceguera europea ante la presencia creciente del Islam en el Viejo Continente, contrastan hoy con estos movimientos de pasarela de bondad y talantes extremos –en Madrid acabó uno hace pocos días- que deben ser seguidos con curiosidad no precisamente inocente por quienes extienden su implantación en el Magreb y registran como suyas mezquitas y madrasas en las principales capitales de la Unión Europea.

Aquella periodista irrepetible por su audacia se reconocía atea-cristiana y tal vez por ello padecía desvelos por la cultura religiosa en la que había decidido no creer. En su obra hay una frase que ilustra la contradicción de sus convicciones más personales. “Soy cristiana porque me gusta el discurso que está en la base del cristianismo. Me convence. Me seduce hasta tal punto de que no le encuentro contraste alguno con mi ateísmo y con mi laicismo. Hablo, obviamente, del discurso de Jesús de Nazaret, no de aquel elaborado o traicionado por la Iglesia católica e incluso por las iglesias protestantes”

Cuando leía el programa electoral del candidato Sarkozy - en el que tal vez algo tuvo que ver lo que pensaba y escribía la italiana- poniendo límites a la imparable balsa de aceite migratoria en la que se agazapa y confunde el fundamentalismo en Europa, pensé que a la genial periodista se le habrá dibujado una sonrisa de satisfacción allá donde esté y que, aunque atea confesa, puede que su alma no ande demasiado lejos de Dios.


Javier Zuloaga