viernes, 8 de febrero de 2008

LA BOTELLA DE COCA-COLA

Hace tiempo vi una película que, pese a su apariencia cómica, tenía su miga. “Los dioses se han vuelto locos” gira en torno a una botella de Coca Cola que cae desde un avión en la selva africana y que, como si fuera un tótem llegado del cielo, deslumbra a un nativo honrado, que decide correr en la misma dirección de aquel avión que perdió, en su trayecto, aquella piedra preciosa jamás vista.

En este mismo blog hice hace unos meses una incursión en el complejo mundo de la migración. Citaba unas reflexiones de Carlos Solchaga, que se manifestaba sobre las políticas de apoyo de Occidente al Tercer Mundo y la escasa influencia que hasta ahora han tenido en el freno de los aludes migratorios.

Venía a decir este navarro que el problema no está en el origen, sino en el destino y que la popularización de las telecomunicaciones había roto las barreras de la ignorancia, al sur de Europa, sobre lo que se podía encontrar más allá de aquella misma costa de la que los antepasados de esos desesperados aventureros de ahora, salían encadenados, hace tres siglos, rumbo a América.

La aparición en las pantallas de sus televisores del bienestar ajeno y evidencia de la propia escasez, han actuado como gran detonante en las decisiones de miles de emigrantes, de los que una buena parte circulan por las ciudades españolas y trabajan como mano de obra barata sin cualificar, o hacen de eslabón en negocios ilegales. No me tomen por frívolo, pero me parece que la señal de televisión vía satélite ha acabado siendo como aquella botella de Coca-Cola, seguida en este caso de forma incontrolada por millones de personas y generando el que, con toda seguridad, es el principal problema social de la historia de Europa.

Una buena parte de ellos han acabado legalizando su situación en los procesos de regularización y se han apiñado en guetos sociales que han convertido a no pocos barrios históricos y antiguos de las ciudades españolas, en lugares por los que los nacidos en ellas prefieren ya no pasar.

Ocurre en Madrid y Barcelona, de la misma manera que en Marsella, en los banlieu de Paris y en las principales ciudades de la Unión Europea. Son los otros emigrantes, los que no se han integrado y que dan mayor rango a lo que sus propias normas dicen sobre derechos cuya vulneración está penada en los países democráticos europeos. En ese círculo cerrado, dentro de su endogamia religiosa, las mujeres se ven abocadas a asentir y defender, temerosas de Alá y de sus hombres, la bondad de no ser, vestir y vivir como las mujeres naturales de los países que les han acogido.

En mayo se cumplirá un año de la elección de Nicolás Sarkozy como presidente de Francia. Decían entonces los cronistas que el deseo de cambio había pesado en la contundente victoria con más de un 53% de los votos emitidos y que la claridad respecto al problema migratorio había sido, junto con la decisión del nuevo mandatario de acabar con privilegios gremiales ofensivos, la clave de un apoyo popular, ahora en parte enturbiado por la ventilación mediática de su vida sentimental.

El arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, primado de la Iglesia Anglicana en el Reino Unido –recordemos que la reina de Inglaterra es su jefa espiritual- se ha visto en los últimos días en un pequeño callejón sin salida, tras decir que "parece inevitable" la introducción, en el marco legal británico, de algunos aspectos de la "sharia", leyes coránicas, para favorecer la cohesión social. El primer ministro Brown, tardó sólo unas horas en recordar al presbítero que «las leyes británicas tienen que basarse en valores británicos» y que la Sharía nunca puede usarse como justificación para vulnerar la ley del país, ni siquiera en casos de derecho civil.

Y en España el toro migratorio ha salido al ruedo del debate político cuando tenía que salir, antes de que los votantes decidan la opción que prefieren para los próximos cuatro años. La iniciativa ha partido de Mariano Rajoy, que en la misma línea de las limitaciones y mayor exigencia aplicadas en Francia y Alemania y el rigor británico, ha anunciado que si gobierna aplicará normas para exigir la integración, la aceptación de nuestras leyes y el respeto de igualdad entre hombre y mujer, nada clara en los códigos de conducta de una parte de los que han venido para quedarse.

Al anunciar sus medidas era obvio que denunciaba “agujeros negros” que el Gobierno, ¿qué otra cosa podía hacer?, ha dicho que no existen invocando cantos a la libertad de los pueblos y llamando rancios, excluyentes y xenófobos a los populares. Rodríguez Zapatero, ha hecho un paréntesis en su generosa campaña política, para pedir perdón a los emigrantes “en nombre de todos los españoles”, incluido en el mío y algunos cuantos más que, a lo mejor en estas cuestiones, coincidimos con lo que dice el político de Pontevedra que quiere llevar al PP a La Moncloa.

¿Se imaginan a Segolene Royal pidiendo perdón a los emigrantes por las medidas de mayor control propuestas por el candidato Sarkozy?. ¿Haría otro tanto David Cameron, candidato conservador británico sumándose al patinazo de Arzobispo de Canterbury?.

Estoy seguro de que no. Que en esas democracias maduras de la Vieja Europa, los partidos, aunque sean de diferente signo ideológico, comparten y apartan del debate un activo que cuesta mucho tiempo construir, pero que puede desaparecer muy rápidamente si no se cuida. Me refiero a un profundo sentido de estado

¿Y aquí, qué?. Pues aquí creo que el sentido de Estado pertenece cada día más a la teoría política y menos a la praxis del ejercicio del poder y la oposición. Y tal vez por eso los españoles somos diferentes, como ya se decía en los carteles turísticos de los años setenta y confundimos ese envidiable orgullo de pertenencia de galos, teutones, ingleses y vikingos, con la lucha obsesiva por el poder.

Javier Zuloaga