Recuerdo que cuando descubrí que tenía eso que llaman
sentido común – del que no pocas veces me he sentido escaso a lo largo de mi
vida- comencé también a preguntarme si realmente los españoles éramos un
desastre. Mi padre, que era un patriota militante, me decía que no, que no
éramos un desastre y que mis dudas provenían de una lectura superficial de la
historia y de cierta falta de personalidad por dejarme arrastrar por el
derrotismo, que era, según él, una salida comodona al debate sobre la
identidad personal.
Le hice caso y comencé a mirar aquellas cosas grandes y
trascendentes que nuestra historia
tiene, aunque lo cierto es que lo que ha pasado a lo largo de los siglos se
puede interpretar de tantas maneras como cristales distintos utilices para mirar.
Pero lo cierto es que me convencí –y lo creo- que España es una
país-estado-nación que puede sentirse bien orgullosa de si misma, a pesar
incluso de sus errores y que no debemos sentir demasiados complejos al compararnos
con otros lugares.
El problema somos nosotros, los españoles –esto no me lo
dijo mi padre- sino que lo pienso yo con cierta frecuencia cuando veo lo mal
que nos apañamos los castellanos, catalanes, andaluces, murcianos, extremeños,
baleares, aragoneses, navarros, riojanos, vascos, cántabros, asturianos,
gallegos, canarios ceutís y melillenses, para salir airosos de nuestros
problemas con el vecino o con el dueño de la escalera, el Estado.
Sí, ya lo sé, hay grados y no es menos cierto que el lector
supondrá, a estas alturas, que me
refiero a Cataluña, en donde vivo hace veintiocho años y que es, hoy por hoy,
el problema más peliagudo que recuerda España desde que volvió a ser una
democracia. Sí, Cataluña en lo político y el País Vasco por sus casi cincuenta
años de terrorismo etarra. Problemas diferentes, claro está, pero muy graves
los dos.
Si nos asomamos a Cataluña, aparece ante quienes vivimos aquí uns estampa emocionalmente complicada y un tanto desoladora. Sí, todo
era muy complicado desde hace ya más de diez años de desentendimientos,
sorderas, audacias y brazos cruzados. Todo eso hacía que las sensibilidades
personales fueran cada vez mayores y que, como escribía en mi anterior artículo,
hasta el abad de Montserrat rezara públicamente para que todos nos amemos un
poco más, o nos enfrentemos algo menos.
Habíamos llegado al callejón sin salida y el choque de trenes se había colado en nuestra jerga como algo diario, habitual, casi como un bon día. Pero no, podía ocurrir algo más
y ha ocurrido.
Los atentados del 17 de agosto iban contra España, de ello no
me cabe la menor duda, pero han ido a caer ahí donde las defensas de nuestra
salud pública están más debilitadas. No me refiero a la ciudadanía, que en Cataluña
siempre ha sido generosamente ejemplar, muy cívica y solidaria sino a quienes
están a cargo de la vida pública y que
viven ahora más en el enfrentamiento que en la solución. No quiero dar nombres ni
concretar más porque el lector está al tanto, porque el asunto es complejo, porque
podría ser injusto y salir finalmente escaldado.
Javier ZULOAGA