miércoles, 2 de julio de 2008

LAS PUERTAS DEL CAMPO

¿De quién son las lenguas?, se pregunta el ex director del Instituto Cervantes, Fernando R. Lafuente y actualmente responsable de ABC de las Artes y las Letras, “Las lenguas pertecen a los hablantes, no a los gobiernos”, se responde a si mismo, antes de afirmar que el petróleo de la sociedad que habla español es precisamente la lengua.

Pues si quien así habla tuviera razón, el español o castellano andarían por las nubes, como el barril de petróleo Brent y los inversores en cultura hispánica estarían celebrando un éxito que, por lo que se refiere a España, es claramente inexistente.

La opinión de Lafuente, como las del Marqués de Tamarón y Jon Juaristi, anteriormente al frente también del Instituto Cervantes, todas ellas recogidas en el “link” de la primera línea, forma parte de la resaca por el Manifiesto por la Lengua Común que el pasado 23 de junio firmaron una veintena de intelectuales en el Ateneo de Madrid, pidiendo una tregua y árnica constitucional para el castellano o español, idioma de quienes hablan la segunda lengua internacional de Occidente, tras la inglesa.

Creo que ni los seguidores más fieles, ni los más críticos con los insurgentes firmantes de este manifiesto, pueden discrepar en un aspecto: en las crecientes razones para preocuparse por la situación institucional de la lengua castellana. Unos tal vez lo celebren y otros- yo entre ellos- fruncimos el ceño por el mal aspecto que está tomando el asunto.

Lo del matiz institucional es intencionado y lo dice todo sobre a quiénes apuntan los dedos de Fernando Savater, Carlos Martínez Gorriarán, Carmen Iglesias, Alvaro Pombo, entre otros, asistentes al acto de Madrid, a los que se han ido sumando mentes y plumas inquietas como la del peruano Vargas Llosa o ese catalán rebelde llamado Albert Boadella.

Contra esa laxitud silbante o beligerancia indisimulada de algunas instituciones públicas en contra del castellano, los firmantes piden a nuestros legisladores que abunden aún más en lo que la Constitución ya dice de la lengua española. Su artículo tercero está cada día más arrinconado, empolvado por la acumulación de vulneraciones constantes, por el descrédito provocado por la inhibición de nuestros políticos y, en no pocas ocasiones, por la ofensiva rechifla de quienes hicieron, tiempo atrás, de su lengua vernácula una bandera de casi todas sus libertades.

Insisto en lo de institucional de nuevo, porque otra cosa es lo que ocurre en la calle, en donde, por lo general, la gente corriente se complica poco la vida intentando torcer el curso natural de las cosas.

“El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”, dice nuestra Primera Ley, con una claridad que hace innecesarias reformas constitucionales, ya que si no es suficiente con esa frase, tampoco lo será con otra más pulida.

En todo caso y desde mi poco conocimiento del mundo de las leyes –mejor que opinen los Abogados del Estado que para eso les pagamos- podría bastar una Ley Orgánica en las Cortes que marcase el camino, a las autonomías bilingües, para aplicar ese derecho y ese deber que todos los españoles tenemos.

Pero, desde una visión mucho más sencilla, yo creo que lo que falta en este problema es voluntad y sobran frivolidad y malicia políticas.

España es España, en buena medida, por la potencia de su lengua -como lo han sido el inglés y el francés del imperio británico o la Francia imperial- y por ello no debe extrañarnos que la búsqueda de su debilidad haya sido constante entre quienes quieren alejarse, cuando no segregarse, del Estado al que pertenecen.

Lo han hecho discretamente al poco de renacer nuestra democracia y descarada y groseramente veinticinco años más tarde. Son los quintacolumnistas de la cultura, los que quieren hacer prevalecer y no compartir, sus señas de identidad lingüística, aplastando para ello a la que frente a su gran fuerza, no caben más armas que la coacción, la disuasión o directamente la exclusión.

En poco menos de un mes se han abiertos dos nuevos frentes lingüísticos: el vasco, que hará pasar por el cedazo del euskera como lengua vehicular a todos los chavales y chavalas en edad escolar, lo quieran o no sus padres, y la decisión del Consejo Interuniversitario de Cataluña, al que pertenece la Conselleria de Innovación y Universidades, para que los profesores que ejerzan la docencia en las Facultades y Escuelas Universitarias de Cataluña, tengan acreditado el nivel C de catalán, el más alto.

La UAB, (Universidad Autónoma de Barcelona) ha discrepado públicamente y merece la pena leer despacio lo que su vicerrectora, María Dolors Riba, ha dicho en torno a la medida. “Las universidades deben elegir a los profesores en función de su talento y si exigimos el catalán como requisito para concursar a una plaza, estamos reduciendo el universo de profesores con talento que estarán dispuestos a venir”. Que la UAB, emblemática por su histórica defensa del catalán, haya reaccionado de esta manera, es un soplo optimista de sentido común y de dignidad. La tormenta desatada se ha convertido finalmente en algo reconfortante, aunque sea de forma pasajera.

Se quiere descastellanizar a los niños y catalanizar el saber de los profesores universitarios de Cataluña, aunque para ello haya que bajar el listón de la competencia. Con esta fórmula magistral realizada en la rebotica de la política, no puede haber más resultado que la pobreza cultural y el empequeñecimiento intelectual. "¡Qué bien, cada día somos más pequeños!"

No me valen, por ser un simple sucedáneo sin base cultural e histórica, las alusiones a que más vale un buen inglés como gran alternativa, de quienes quieren desdibujar la importancia que deben tener el catalán y el euskera para los castellanoparlantes que conviven en un mundo bilingüe , ni tampoco para descontextualizar, a la baja, la gravedad de la discriminación creciente que padece, precisamente en España, el castellano.

El mundo del saber no debe tener barreras ni puertas, ya que es un campo de horizontes generosos. La curiosidad de los investigadores, la audacia de los grandes arquitectos y la imaginación desbordante de los grandes pensadores y novelistas, no tiene ningún idioma en concreto. Cada uno debe expresarse en sus líneas, en sus obras de arte o en la formulación de nuevos elementos, en el idioma que elija libremente.

No en el que impongan burócratas que quieren crecer recortando la estatura de los demás.

Javier Zuloaga