domingo, 26 de agosto de 2007

CAMBIAR LA HISTORIA

Este verano he dedicado mi tiempo de lectura a la narrativa. Quería empaparme en la buena escritura y me dejé llevar hasta las estanterías de los libros de bolsillo de Fnac, para ir llenando esos vacíos que aún mantengo desde los tiempos en los que no tenía tanto tiempo para leer.

Pese a la angustia que destilan sus páginas, acabé “Islas a la Deriva” de Hemingway, disfrute de la sobriedad de Ignacio Aldecoa en “Gran Sol” y de su viuda, Josefina, en “Mujeres de Negro”; avancé un poco más en esas cimas magistrales de lectura compleja y argumentos casi imposibles de García Márquez en “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada” y gocé, como barceloní de adopción y consorte que soy, en “El Amante bilingüe” y “Ultimas tardes con Teresa”, del nervio literario de Juan Marsé.

Mi hambruna literaria me llevó también a dos títulos que, cuando decidí comprarlos, no imaginaba que iban a dejar tanta huella ni provocar tanta inquietud en mí. Cayeron en mis manos “El corazón de las tinieblas”de Joseph Conrard e “Inés del Alma Mía” de Isabel Allende.

En el primero, el prólogo de Mario Vargas Llosa sitúa en lector en las monstruosidades de los belgas cuando hicieron del Congo una finca privada del Rey Leopoldo II “una indecencia humana” según el maestro peruano, que no duda en situar a aquel monarca en los niveles de inhumanidad de Stalin y Hitler, pese a que la vida oficial de su tiempo le catapultó y condecoró como gran benefactor de los negros, al tiempo que eran exterminados entre cinco y ocho millones de nativos. Cuando uno lee el prólogo de Vargas entiende las dificultades que Conrard hubo de sortear para que su libro viera la luz y que su lectura, a pelo, no sitúa el lector en la auténtica dimensión de una tragedia que aún no ha acabado en aquella antigua colonia, por el conjunto de sátrapas que la han gobernado desde su independencia.

Cuando acabé de leer la última página sentí una gran desazón mientras pensaba que toda aquella tragedia no figura en los anales de la crueldad humana y me pregunté cuantas otras parecidas se habrán perdido en le memoria de los tiempos por la confabulación económica de la depredación occidental de África y porque nadie se propuso escribirlo como lo hizo este polaco, que acabó siendo inglés universal.

No tuve tiempo para recuperarme cuando ya corría por la historia de la conquista de Chile a través de las páginas de “Inés del alma mía”, de Isabel Allende, que, con las licencias literarias necesarias, lleva al lector a volandas hasta los orígenes de ese gran país transandino como parte del Reino de España. Las crueldades cometidas bajo la solapa de una política de mestizaje obligado -porque los varones nativos desaparecían de forma cruel – y el fariseísmo de justificar todo aquello en la extensión de la fe cristiana hasta los confines de la tierra, producen una cierta desazón por pertenecer a ese país que en la enseñanza de su historia sólo ha asumido, con la boca pequeña, algunos excesos de la colonización.

Entendí mejor, al cerrar las tapas del libro, la petición de perdón público de algunos presidentes suramericanos con ocasión del reciente viaje de Benedicto XVI y el reconocimiento final del Vaticano de que lo que pasó en aquellas tierras no pertenece, precisamente, a lo más granado de la historia de la Iglesia Católica.

¿Por qué no se habla claro?, ¿por qué no se ponen encima de la mesa las vesanias y miserias de los países del Viejo Continente en su extensión colonial?. No, no se trata sólo de reconocer que se nos fue la mano al mirar sólo cuanta caoba, marfil, oro o piedras preciosas podían llegar hasta las metrópoli utilizando como alforjas a los habitantes del lugar. Se trata de reescribir la historia hasta donde se pueda, ya que también es cierta la dificultad de documentar las monstruosidades.

Si así fuera entenderíamos un poco mejor el último capítulo del desastre africano, en el que no parece existir urgencia en la búsqueda de soluciones definitivas, tal vez porque aquellos depredadores belgas que Conrard describió, tienen hoy importantes sucesores en la sombra. Y también se aplacarían y volverían al sentido común, esos movimientos indigenistas americanos que están llevando a algunos países de tradición democrática al miedo y la pérdida de libertad de los ciudadanos por la fuerza aplastante del populismo.