jueves, 27 de marzo de 2008

LA COMPLEJIDAD DE LAS COSAS SENCILLAS

Hace muy pocos días, mi mujer y yo visitamos a unos buenos amigos en Santa Coloma de Farners, la capital de La Selva, en Girona. Como ya ocurre en toda la geografía del Principado, de una casa pairal que fue bombardeada durante la Guerra Civil ha renacido ahora una masía en la que conviven el ladrillo centenario de sus bovedillas, muros de más de un metro y todas las comodidades que, muchos años atrás, eran exclusivas de los pisos del Ensanche barcelonés.

Como son de allí, dedican una buena parte de su terreno a la huerta y el corral, en donde los abuelos pasan muchas horas trabajando. Pero lo hacen no como se enseña en los coleccionables editados para hacer de un urbanita un hortelano de fin de semana que quiere descubrir la grandiosidad de una cebolla o de un rábano, sino como les enseñaron sus antepasados.

Y miran al agua como lo que realmente es: lo más valioso para casi todas las modalidades de agricultura y por ello han construido un aljibe de aguas pluviales y guardan en otros situados en la cota más alta del lugar, el agua que, gota a gota, hará que la zanahoria sea igual que si se hubiera tragado cientos de litros en el riego por inundación.

¡Pero mira que es sencillo! me dije al volver a casa y pensar si lo de nuestra pertinaz sequía no pasaría a mejor vida si lo visto en Santa Coloma fuera común a la agricultura de toda España. Si a la lógica de las cosas simples se le pudiera aplicar aquello de la masa crítica o de la economía de escala y lo del huerto y el hortelano valiera para los grandes prohombres y mujeres que llegan a ser ministros de Agricultura, Fomento o Medio Ambiente.

Si así fuera –si los gobernantes bajaran a la evidencia de las cosas más pequeñas- el Tribunal de las Aguas de Valencia, caso de no desaparecer, dirimiría únicamente la picaresca del hortelano que habría sustraído al vecino 200 gotas más de lo que le correspondería en ese reparto racional de un bien escaso y en algunos lugares inexistente.

Tal vez esta forma de hacer las cosas serviría para paliar la gran chapuza que hace poco publicaba la prensa catalana, que explicaba como cada día se pierden 11 millones de litros de agua en al acueducto de Cardedeu, al norte de Barelona. En total, 4.000 millones de litros al año. Esa pérdida, junto con otras menos espectaculares, equivalen al consumo que realizan, como media, 2.000 habitantes de la zona

http://www.lavanguardia.es/lv24h/20080228/53440643054.html

El recuerdo de la crónica anterior me ha llevado a pensar que asistimos a una mezcla de inoperancia, impericia y falta de profesionalidad de nuestros administradores públicos. Y no me refiero sólo a los del caso de Cardedeu, sino en general a todos quienes han tenido la oportunidad de llevar a cabo –y no lo han hecho- una política hídrica consistente y con miras al largo plazo.

Se dice al ciudadano que consuma menos y se le regala, con el dominical del diario que lee, un filtro para que el chorro del agua de su cocina o de su lavabo arroje la mitad de agua que la habitual y se llega a aconsejar que no se vacíe la cisterna del inodoro más que una vez cada noche si su uso es únicamente para atender a necesidades menores. Se mentaliza al contribuyente o, dicho de otra manera, se le traslada una responsabilidad que no es suya precisamente porque es el pagano de los impuestos que alimentan la gran maquinaria administrativa de la que ya debían haber salido soluciones a la escasez o el despilfarro del agua porque se nos pierde por el camino.

Se apaga el fuego dirigiendo la manguera a la llamas y no a su raiz. ¿Por qué lo sencillo es tan complejo?, me preguntaba cuando, regresando a Barcelona, pasaba bajo uno de los puentes por los que circulará el Ave cuando comunique a la capital catalana con la frontera francesa. “Zuloaga, mira que maravilla de la ingeniería, ¡que progreso!” pensaba sin quitarme de la cabeza que lo técnicamente más complejo, la alta velocidad, la banca “on line”, la administración electrónica, el ocio de las consolas electrónicas, hacen que lo que apenas tiene meses haya sido superado por nuevos avances… en casi todo, pero no en lo del agua, cuyo aprovechamiento ha dado solo tímidos pasos desde que la noria comenzara a girar o los árabes nos dejaran sus maravillosas acequias, muchas de ellas en mejor estado de conservación que las de los tiempos recientes.

No me atrevo a entrar en disyuntivas de transvases que no valen para el Ebro y sí para el Segre o si hay más soberanía que pragmatismo en comprar el agua del Ródano a los franceses. Me quedo con la evidencia de que no se ha hecho nada y de que, cuando no llueve, la incompetencia pública queda al descubierto, como la emergida parroquia de Sau.

Y mientras, las preguntas parlamentarias sacan a flote “goteos” de subvenciones a actividades cuya existencia no pongo en duda, aunque sí su necesidad y urgencia real. Cuando vivía en Mallorca, el Consell Insular era conocido como “la repartidora” por prodigarse en la generosidad a iniciativas particulares, tirando para ello de los cuartos de los presupuestos que llegaban de los dineros ciudadanos.

http://www.abc.es/20080327/nacional-nacional/tripartito-encargo-informes-personas_200803270256.html

Nos escandalizamos de lo que leemos y oímos, con razón, sobre la discrecionalidad del gobernante que no sabe distinguir el límite de lo razonable. De cómo se convocan concursos de agencias de imagen para mejorar la percepción pública de una institución o un departamento concreto, de la chirriante coincidencia de una edil de un ayuntamiento a la que se le encarga un informe sobre el patrimonio del municipio o de un candidato de una lista que recibe dineros para un proyecto, que si es realmente bueno, debería contar con una buena financiación bancaria, como hacen la mayoría de las personas emprendedoras de este país.

¿Se gastan bien los dineros públicos?. Pues yo creo que no, pero seguramente el asunto, por ser tan evidentemente sencillo, es complejo.

Javier Zuloaga