lunes, 20 de enero de 2020

"LA EMOCION TRAICIONA A LA RAZÓN"



Sí, esta frase la escuché el domingo por la mañana mientras me duchaba. Era el programa “A vivir que son dos días”, de Javier del Pino (SER), en el que se explicaba lo que suele pasar cuando alguien se decide a saltar en paracaídas desde una avioneta por primera vez. “La emoción traiciona a la razón” decía para resumir ese momento en el que, pese a que sabemos que todo está perfectamente preparado y es difícil que nos pase algo, una fuerza interior nos deja desarmados  frente al miedo.

Pues si, ya sé que la vida no es exactamente como una caída en paracaídas -aunque a veces se nos pueda llegar a antojar así- pero la contundencia de la frase, “La emoción traiciona a la razón” me ha llevado a situarla en otros contextos, más en concreto en el escenario de los grandes movimientos sociales que un día si y otro también aparecen al “ojear” lo que cuentan en el mundo digital o -cada vez menos- hojear las páginas de los libros de historia o las de los periódicos.

Lo cierto es que las emociones colectivas -hablo ahora sobre las que nos llegan cuando tenemos los pies en el suelo y no en una caída libre- se han convertido en el gran denominador común y en el objeto de deseo de quienes buscan llegar cuanto antes a la meta, aupándose para ello en sentimientos y situaciones de injusticia, agravio o cabreo general…que sin duda existen y lo seguirán haciendo. 

Como también están ahí las de las de signo contrario, las alegrías, la sensación de bienestar o, ahí es nada, la mismísima felicidad. Pero estas últimas vuelan solas y no están cotizadas en los mercados del oportunismo político, porque no ofrecen, para nada, la rentabilidad de un gran descontento cuando es bien manejado.

Haciendo bandera de las primeras -las injusticias, los agravios…- es muy tentador señalar con el dedo, pública y multitudinariamente,  a esos responsables a los que hay que echar a un lado para que las cosas se arreglen de una vez por todas. La historia y la geografía están llenas  de capítulos de movilizaciones sociales, muy especialmente desde que el mundo se hizo industrial. Y ya más recientemente -y de forma más fulminante- cuando  el desarrollo tecnológico ha eliminado,  para casi todos, las distancias físicas. Conéctate, twitea, chatea o apúntate a esas cascadas de canales que te dicen, antes de que ocurra, en donde y a que hora se va a producir ese fenómeno en el que el mar arrasa con la tierra tras un movimiento sísmico. Basta con que tengas un móvil.

Es una mina para el marketing político  o un lastre para esa responsabilidad  que cabría suponer en quienes se nos ofrecen como hombres de estado, sea cual sea el territorio en el que pensemos. Si, me refiero a ese país que nos dibujan cuando nos piden la confianza al ir a votar y que no mucho después se parece bastante poco al que ponen en marcha. O a ese paraíso imposible en el que muchos llegan a creer porque su invocación les toca la fibra del arraigo con la tierra en la que nacieron y han crecido. Si, una emoción con la que no se debería jugar porque a veces no casa bien con la razón.

A lo largo de los últimos siete meses, desde que publique en este blog mi último artículo, he hecho dos cosas. He acabado de escribir una novela que me estoy autoeditando y de la que les hablaré pronto por si se animan a leerla. Mi protagonista se llama Juan García, es un ingenuo, un iluso, que un día comienza a descubrir como era de verdad  la vida en la que antes casi no se había detenido.

Y he leído. 

“En el retorno de los chamanes”, Víctor Lapuente hace buenas reflexiones sobre la política, alejándose de forma clara del barullo y la demagogia y elevándose por encima de localismos hispanos e ibéricos. Dice que la diferencia entre el buen y el mal gobierno reside en quien controla la retórica política de un país. Y que esa retórica puede estar controlada por quienes llama “chamanes”, que buscan seducir a los ciudadanos con proyectos siempre progresistas, con propuestas grandes, lentas, contraproducentes y que a veces asfixian a sus ejecutores. O bien la opuesta, la vía “exploradora”, realista, humilde, universalista, viva, rápida y en revisión permanente por los profesionales de los público


Una gran teoría, pero en cualquier caso una buena muestra de sentido común, de razón, sin duda bien documentada en su experiencia de politólogo y profesor en universitario en Escandinavia. Difícil de imaginar aquí porque  vivimos en un país que sabe mucho, tal vez demasiado de la cultura de seducción.

Javier Zuloaga