martes, 29 de abril de 2008

EL HAMBRE MULTINACIONAL


El Boston Tea Party, la revuelta popular en la que los habitantes de Nueva Inglaterra decidieron acabar con los aranceles que la metrópoli británica aplicaba a la entrada de productos de gran consumo, principalmente el té, es considerada por los historiadores como la chispa que acabó desencadenando la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Ocurría en 1773.


Hace dos semanas, Jacques Edouard Alexis, primer ministro de Haití, era destituido por no haber sabido salir al paso de la galopada de los precios de productos básicos. Fue la consecuencia política de las sucesivas revueltas que habían dejado las tiendas saqueadas y una decena de muertos, entre ellos un soldado de la fuerza multinacional de la ONU.


El problema es más peliagudo que lo ocurrido en Haití, mucho más si cabe, que una dramática hambruna consecuencia de la pertinaz sequía. "En las revueltas del hambre, lo peor, por desgracia, está quizás por delante de nosotros", ha dicho Strauss-Kahn, Director del FMI y sucesor del español Rodrigo Rato, para el que cientos de miles de personas están afectadas por la escasez de sus alimentos más esenciales. “El planeta debe afrontarlo - ha dicho Strauss-Kahn- ya que la actual crisis puede desembocar en guerras". En parecidos términos se han manifestado altos responsables de Naciones Unidas y el Banco Mundial que han identificado ya cuarenta países cuya estabilidad está amenazada por el hambre. La crónica de El País del pasado lunes no tiene desperdicio


En Bangladesh el precio del arroz creció hasta un 30% en los últimos tres meses; en Afganistán el del trigo más de un 60%, el año pasado y, el de las tortitas mejicanas un 60% en el mismo periodo. Aquí, en España, la leche, el queso, el pan y los huevos están echando por tierras el idílico panorama económico que sólo existe en la cabeza del presidente Rodríguez Zapatero y sus más incondicionales y que ya quisieran como aceptable el IPC de marzo, que arroja un aumento del 6,9% en los alimentos básicos y bebidas no alcohólicas durante los doce últimos meses.

Aquí está pasando algo que podría acabar en los anales con tintes mucho menos épicos que el Boston Tea Party y que será despachado por los estudiosos dentro de ese gran apartado de la historia dedicado a las cuestiones menos importantes, el de la vida anónima de los más arrastrados, los parias, esos seres que despiertan las conciencias del mundo avanzado únicamente en los grandilocuentes discursos y en las asambleas de la OMS, la FAO o UNICEF, en donde nunca faltarán botellas de agua mineral y comidas de clausura, antes de decir adiós hasta la siguiente e inquietante reunión.


Me pregunto cómo es posible que el trigo de los afganos valga un 60% más y que la baguette se nos haya disparado a los europeos al tiempo que nos quieran convencer de que es así porque la producción de los biocombustibles ha disparado los precios. Es decir, que si hasta ahora el petróleo era una de las líneas que separaban la frontera entre la opulencia y la miseria, ahora va a resultar que lo van a ser también el trigo y el maíz sólo por el hecho de haberse convertido en vía alternativa para mover motores de explosión. ¿Quiénes mueven los hilos?, ¿Cómo es posible que la necesidad y el hambre se hayan convertido en inductores indirectos de milagrosos aumentos en las cotizaciones de las multinacionales de los cereales?


No hace mucho escribí en este cuaderno de bitácora El oro verde en el que me maravillaba de las soluciones que nos iba a ofrecer el desarrollo de los biocombustibles. Pensaba, ¡qué candor! , en los inacabables horizontes de tierras cultivables en Africa que, gracias al nuevo orden energético, darían de comer dignamente a los pueblos más miserables. Poco después comencé a despertar de de mi inocencia y publiqué Ladrones de palabras en cuyas líneas me sorprendía de la audacia de que los chinos hubieran patentado el nopal, un cactus emblemático para los mejicanos, casi un símbolo nacional.


Hoy he evolucionado más y me aproximo al derrotismo, a ese escepticismo que te asalta cuando presencias el boyante negocio de esa ralea de humanos que pisan desconsideradamente a los que producen y a los que consumen. Se ha dicho en más de una ocasión que entre el 85 y el 95% del precio de un producto de consumo popular se lo lleva la cadena de distribución y sólo lo restante queda en manos de quien cultiva o manufactura lo que se vende en los hipermercados o tiendas de la esquina. El precio de un kilo de uvas puede haberse multiplicado por treinta al llegar a la mesa.


Los chinos quieren comer filete, decía hace poco un diario español, adjudicando al desarrollo del gigante oriental, junto a India, otras de las explicaciones oficiales a la mayor cotización de productos de primera necesidad. Y ese es también otro de los discursos de quienes desde una sesuda posición de expertos, analizan un problema que hace aguas a través de otra de las grandes contradicciones del mundo civilizado, la de la limitación en la producción de los alimentos.


En España se han dejado de sembrar cientos de miles de hectáreas de secano, arrancado importantes extensiones de cepas, se ha intentado hacer otro tanto con los olivares y se han cerrado incontables vaquerías –todo ello previo pago de “generosas” subvenciones comunitarias- al tiempo que entraban por nuestras fronteras marcas de leche francesas que acaban engulléndose a los competidores hispanos que aún sobrevivían. Muchos pueblos han languidecido hasta desaparecer.


Los grandes intereses de las multinacionales de la alimentación han presionado con eficacia para que no se levantaran los aranceles a los países con capacidad para producir alimentos con precios y calidad competitivos en los mercados de los países avanzados; se ha ahogado esa cultura de gran valor que es la tradición de sacar provecho de la naturaleza; se ha convertido el azadón en una pieza de museo y las cosechadoras robotizadas recogen productos transgénicos que acabarán con la agricultura de siempre.


Y –por si fuera poco – todo mucho más caro

Javier Zuloaga