miércoles, 8 de febrero de 2012

LA CAMARA OCULTA Y EL PERIODISMO

Carl Bernstein y Bob Woodward, periodistas del Washington Post, entraron en la mitología del periodismo cuando el 8 de agosto de 1978 el Presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, presentaba su dimisión ante el alud de evidencias de su juego sucio en la campaña electoral que, dos años antes, le dieron la victoria sobre el candidato del Partido Demócrata, George Mc Govern.

El proceso Watergate infló los pulmones de quienes entonces estudiábamos periodismo y fue contrapunto de ese antiamericanismo que debíamos interpretar como casi obligatorio en cualquier joven que se considerara libre. En los EE.UU. de Vietnam, del asesinato de Kennedy y Martín Luther King, de John Edgard Hoover y su siniestro perfil, era posible que dos periodistas y una editora valiente, Katharine Meyes Graham, le ganaran el pulso al despacho más poderoso.

Treinta y dos años después, el periodismo de todo el mundo se estremeció con el asesinato de Anna Politkoskaya, periodista del bisemanario “Novaya Gazeta”, cuando trabajaba en un reportaje sobre torturas en Chechenia. Politkoskaya tenía su agenda plena de enemigos, tan numerosos como los amigos que Bernstein y Woodward fueron encontrando en sus investigaciones sobre las responsabilidades de Richard Nixon.

Son dos hitos de la épica periodística tradicional, de final bien diferente, pero con el común denominador del  temor que pueden llegar a provocar, entre los más poderosos, que los profesionales del periodismo decidan hurgar y abrir las ventanas para que se ventilen las cloacas.

Estas dos historias han venido hoy a mi cabeza tras leer el amplio eco que ha tenido en los medios españoles la sentencia del Tribunal Constitucional en la que se declara ilegítimo el uso de la cámara oculta en el oficio periodístico ("El País" y "El Mundo"). Sobre este asunto, que a nadie le quepa la menor duda, correrán ríos de tinta y volverá a invocarse la fragilidad de la libertad de información frente a la discrecionalidad del poder.

Desde que comencé a trabajar como periodista, hace ahora cuarenta años, han sido más poderosos aquellos que no querían piedras en la camino de la libertad para contar o informar de lo que ocurría, que quienes veían –veíamos- que precisamente por la trascendencia del periodismo, no estaban de más los códigos éticos, tanto para los informadores, como para los editores. Recuerdo que el hasta hace poco Presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, Fernando González Urbaneja, me dijo en una ocasión que se debería comenzar por el de los segundos, los editores, porque la asunción de la ética profesional por parte de los empresarios de la información, arrastraría obligadamente a los periodistas que trabajan para ellos.

Frente a quienes piensan que el Tribunal Constitucional ha puesto, con su sentencia sobre las cámaras ocultas, un corsé a nuestro oficio, yo quiero decir sin ambages que no y que además la trascendencia de la sentencia no afecta al periodismo. Creo que periodismo es lo de Politkoskaya, Bernstein y Woodward y muchos miles de profesionales que nunca han recibido laureles ni apoyos universales pero que, cada día cuentan lo que pasa sin la necesidad de recurrir a colarse de rondón en el vida de una persona, sea o no sospechosa de algo.

El uso de estos artilugios mágicos está regulado en la vida judicial y sus imágenes son aceptadas, o no, por los jueces cuando les son presentadas como pruebas. Pero utilizarlos para echar carnaza impune a las audiencias invocando la libertad de información, es cosa bien distinta.

Algo debe estar moviéndose en el mundo de la comunicación cuando nuestro oficio es protagonista con mayor frecuencia. Carolina de Mónaco –tal vez una de las personas vivas más fotografiadas- ha fracasado en su intento de que condenaran a un medio alemán por sacar imágenes de sus vacaciones familiares. Esta es la otra cara de la moneda, la evidencia de que no puede pretender quien ha alcanzado notoriedad pública gracias a los medios, poner puertas al campo de la vía pública para cerrarles el paso.

O la ley promulgada por el presidente de Ecuador, el populista Rafael Correa, prohibiendo a los medios de comunicación tomar partido por los candidatos electorales. Es decir, declarando “mudos” a periódicos, canales de televisión, emisoras de radio o medios digitales.

No puedo evitar dejar en la pantalla de quien me haya leido una reflexión que me asalta con cierta frecuencia, cuando recuerdo lo que un veterano periodista me dijo no hace mucho. “La mejor manera de que un escándalo político se diluya, es crear una comisión mixta y la seguridad de que un asunto judicial sea bien conocido es que decreten el secreto sumarial”.

A lo mejor no es para tanto.

Javier Zuloaga