“El problema es que todos tienen la razón y así no se puede
solucionar absolutamente nada”. Con esta idea en la cabeza salí, hace unos
días, del despacho de un buen amigo para el que trabajé tiempo atrás y que se
llama como yo. Nos habíamos tomado un café y puesto al día sobre lo que hacemos
y sobre la intensidad de las cosas que ocurren a nuestro alrededor.
Aquella idea suya sobre la razón se ha quedado apalancada en
mi cabeza y no tiene la fugacidad hacia el olvido de aquellos pensamientos que se duermen en la trastienda de la memoria para volver
cuando llega el tiempo de recordar, o a veces ni siquiera eso.
“Es decir –me dije mientras paseaba después por la Diagonal
de Barcelona- que el problema tiene difícil solución cuando las dos partes que discuten sobre un asunto, ponen por
delante de cualquier otra cosa, que son ellos los que tienen la razón. Dicho de
otra manera: que el peso de los argumentos, que suele ir acompañado de convicciónes
profunda, actúa como un lastre cuando de lo que se trata es de salir del
callejón de salida”.
Esta idea me ha perseguido y animado a “razonar”, hasta
llegar a un retrato personal de lo que nos está ocurriendo a los españoles en
relación al mayor problema político desde que se acabó el franquismo.
He pensado en aquellas trincheras de la Primera Guerra
Mundial, interminables en el tiempo, tan bien noveladas por Follet en “La Caída
de los Gigantes”. Era un conflicto de desgaste y de aguante, de intendencia
mínima para que las tropas subsistieran y de espera insoportable…tanto, que
como bien narra el novelista británico, alemanes y aliados decidían, a falta de
órdenes de ataque al enemigo, jugar un partido de futbol en el terreno neutral entre
de las dos líneas enemigas. Sí, como si de un Barça-Real Madrid se tratara.
Hoy no hay trincheras físicas, pero sí las que clavan, en el suelo de la convivencia, barreras que separan peligrosamente a los unos
y a los otros. Sin llegar a las manos, faltaría más, pero desgastando el ánimo
y la ilusión que a pesar de todo sobrevive en una sociedad que se desayuna cada
día con nuevos dogmas políticos o iniciativas más perversas que originales, que
enervan los ánimos. Los de unos y los de los otros.
Así se pastorea al pueblo, de la misma manera que ha
ocurrido en otras ocasiones en el pasado de nuestro país y en el de otros que
han acabado solucionando sus diferencias a gorrazos en lugar de sentarse a hablar
del asunto que separaba a las partes.
Se le pastorea
llevando a las personas, o tratando de llevarlas, a elegir entre blancos
y negros, azules y rojos, diestros y zurdos o patriotas e invasores. Y con los
gorrazos de hoy, que son mucho más sofisticados, se sesga la crónica de lo que
pasa, se recurre sin miramientos a las grandilocuencias emocionales y se usan
las herramientas de la Red con una maestría que para sí quisieran los viejos
artesanos. Puedes decir algo, sea cierto o no, una barbaridad o una temeridad,
que la compañía del pajarito Twitt puede llevarla a millones de cuentas y a
miles de kilómetros, con coste cero y sin “business plan” .
El ciudadano, el que se siente mejor siendo él mismo y se resiste a que le encuadren, mira y
escucha silencioso, como ha ocurrido desde que, históricamente, las diferencias
se dilucidan a la brava, desde la tozudez, la intransigencia, la intolerancia y
una carrera de fondo para demostrar quién tiene más pedigrí, quien se llena más
los pulmones de sentido de pertenencia. De un lado y del otro.
Así de difícil está el asunto.
Javier ZULOAGA
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