Nací trece años después del final de la Guerra Civil
española, pero no comencé a oír hablar de ella hasta que, más o menos a los
catorce años, me fumé mi primer Celta
corto. Mi familia era, tanto en lo que se refería a mi padre como a mi madre,
de la parte vencedora, todos éramos muy católicos, a machamartillo, y de “los
rojos” no se hablaba en casa porque ni mis hermanos ni yo estábamos preparados
para escuchar tanta barbarie. Vivíamos instalados en el dogma permanente, en un
sentido amplísimo y no sólo religioso, pero teníamos a Rin tintín, Blancanieves
y El Jabato.
Lo del tabaco, así lo sentía entonces, me hizo más hombre y
sobre todo me abrió la puerta para descubrir por mí mismo que la vida tenía
unos horizontes mucho más lejanos. Y fue así, muy poco a poco, cuando comencé a
descubrir que no había un pensamiento único en el país en el que había venido
al mundo.
En la adolescencia coincidí con algunos amigos que hablaban
fatal del Caudillo lo cual, lo confieso ahora, me creo bastante confusión y me
hizo llevar el asunto al comedor de mis padres para que me lo aclararan. Sí. Y
fue entonces cuando me dijeron que Franco había ganado la Cruzada y que
Santiago Carrillo, además de asesino, era un cabrón, lo mismo que aquellos que
le defendían, por lo que debía andarme con ojo.
Creo que no habían pasado muchos meses de aquella revelación
que me dejó aún más confuso, cuando mi padre llegó a casa desolado y nos
confesó un gran desastre –yo ya debía andar por los quince o los dieciséis-, que a uno de sus
mejores amigos, concejal del Ayuntamiento de Madrid por el tercio familiar, le
había salido un hijo “rojo” que estaba detenido en la Dirección General de
Seguridad, donde ahora está la sede de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del
Sol.
Con aquellos mimbres ideológicos tan frágiles llegué a la
Escuela Oficial de Periodismo, a la que se accedía tras pasar un examen oral en
el que el tribunal con altos prebostes del Régimen, trataba de salvaguardar, a los futuros alumnos, con sus preguntas y buen olfato, de las malas
compañías ideológicas, de izquierdas naturalmente. Pero no lo debieron hacer
muy bien, porque no pocos aprobaron sin ningún problema tras haberse estudiado bien las Leyes
Fundamentales del franquismo y vestido pulcramente después
de pasar por la peluquería.
Creo que fue entonces, en 1970, cuando comenzó la
metamorfosis, la mía. Primero al pegarme de bruces contra la realidad de que
aquellos “rojos” sobre los que me advertían en casa, no tenían ni cuernos ni
rabo, ni siquiera algunos que eran tan
intolerantes y radicales como los que llevaban el bastón de mando del lado
en donde yo había crecido. Sólo había una diferencia, que algunos de ellos
pasaban alguna que otra noche en la Dirección General de Seguridad o por el
Tribunal de Orden Público, como le ocurrió al amigo de mi padre con su hijo
descarriado.
Justo cuarenta años después de acabar la carrera, una
veintena de aquellos graduados nos hemos
reunido a cenar en Madrid. El tiempo y la vida han pasado por nosotros y ya no
quedan ni las cenizas de aquellos perfiles
apasionados de las asambleas previas a las huelgas de estudiantes. Imagino que casi
todos coincidíamos, al observarnos, en
que nos parecíamos más a aquellos profesores que nos enseñaron los rudimentos
del periodismo, incluso algo mayores.
Estaban ellos, los que no tenían ni cuernos ni rabo y unos
pocos –nunca hubo muchos- de los que llegamos a aquella escuela ideológicamente inmaculados gracias a la
tutela del sistema. Durante estos años, todos hemos tenido tiempo de cambiar como ha ocurrído con todo lo que nos rodeaba. Al menos hemos tenido la oportunidad de
hacerlo.
Gloria, la compañera que dirigió aquel cotarro, insistió en
agradecer una y otra vez el esfuerzo que habíamos hecho los que viajamos desde
lejos y se refirió a mí, por haberlo hecho desde Barcelona, en donde vivo desde
hace casi veinticinco años. Aquello, seguro que alguno lo pensó, tenía su miga.
-¿Qué tal Zulo?, ¿cómo lo llevas?, ¡vaya follón!
Había quienes me preguntaban con preocupación, otros un
tanto apesadumbrados y alguno de aquellos “rojos” me sonreía con muy buena
pasta y hasta me guiñaba el ojo como diciendo “Hay que ver las vueltas que da
la vida”.
Y yo no les dije lo que pienso, sino simplemente lo que
siento y quiero seguir sintiendo, “Estoy muy bien, en Barcelona en nuestra casa
del Ampurdán… no os lo podéis ni imaginar”.
Javier ZULOAGA
1 comentario:
Javier: comparto tu entrada...el otro día en la cena de promoción sentí lo mismo, me vi muy parecida a todos, aun siendo tan distintos y creo que eso es algo muy pero que muy bueno.
Reyes
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