O no me
había detenido en ello, o bien soy yo, que me he vuelto un mirón. Me refiero a
que ahora las personas se miran unas a otras un poco más que algún tiempo
atrás. En la calle, en una librería, en el metro, en el mercado… tengo la
impresión de que hasta hace poco pagaba el diario que compraba en un quiosco
deteniéndome apenas en las monedas que necesitaba y que seguía caminando sin haber retenido en mi memoria reciente uno sólo de los rasgos
del vendedor.
Y que me pasaba otro tanto cuando hacía cuentas con la
caja de un supermercado, aunque en este caso es cierto que si el atractivo de
la dependienta se salía de lo normal, se producía cierta excepción en mi
indiferencia general hacia el mundo con el que cada día me cruzaba
Es como si casi todos, yo al menos sí, hubiésemos vivido
arrastrados por un ritmo de tan corta frecuencia que no teníamos tiempo para
detener nuestra atención en las cosas normales, que sin embargo nunca han
dejado de existir. ¿No hemos vivido de espaldas al paisaje?, me pregunto.
Intuyo y puede que
alguien más le pase lo mismo, que la que nos cae encima desde hace más de cinco
años, nos está abriendo también los ojos y que desde aquel paraíso en el que nos repetían
que vivíamos y que no hacía falta mirar porque iba a estar ahí siempre, hemos aterrizado
en otro que recuerda a las películas de época.
Cuando viajas en un transporte público, te agarras a la
barra del vagón o del autobús y comienzas a hacer la ronda con la mirada, ves a
una tribu de perfiles bien distintos: los que tienen perdida la mirada en
ningún lugar y los oídos bien abiertos a lo que les llega por los auriculares;
los que conviven desde el “chat” de sus teléfonos con una pericia admirables
con uno o varios interlocutores a los que puede que haga bastante tiempo que no
hayan visto sus caras; los que se pierden en la lectura de un libro o ebook
porque en sus páginas encuentran historias más interesantes que las que les
ocupan a diario…y los que miran.
No me refiero a los mirones descarados, a los y las que
devoran a las piezas en las que se detienen sus ojos. No, me refiero a los y
las que miran para ver algo.
No puedo sostener esta clasificación más que en mi
intuición y en la imaginación desbocada a la que me ha llevado mi oficio de
escritor. Pero cuando en ese ejercicio de análisis de la fauna humana me ha
parecido que alguien se sorprendía al sentirse observado, he adoptado una
actitud prudente, de coincidencia fugaz de dos miradas, para catalogar al
personaje en la categoría en la que he pensado que encajaba mejor…y si me hacía
falta, pues hacía una segunda intentona con el resultado casi seguro de que
aquellos dos ojos, ya en alerta, me detectarían de nuevo. No fallaba casi nunca.
Me pillaban.
De esa manera, he ido poniendo cara y ojos a los
principales problemas que acechan y acogotan a los ciudadanos, esos mismos protagonistas
del estado moderno libre, los que sustituyeron a los súbditos, pero que hoy son
mansamente llevados de un modelo social a otro y a los que se les dictan normas
contradictorias, sin mayor fundamento que el cambio de del color político de los padres de la patria.
Ellos y ellas, los
que cruzan su mirada con la mía, que sepan esto: que lo que estoy haciendo es buscar
cuál es el que ya no volverá a estar en la competencia profesional, ni optar a un puesto de
trabajo raquítico para el que no necesitaba tantas alforjas académicas. Con mi
mirada busco a quien va acogotado porque ya no le llega ni para hacer que la
bombilla y el grifo funcionen como dios manda, o a esa abuela que siempre había soñado en ir a ver a su
hija y a sus nietos con buenos regalos y ahora los tiene corriendo por el
pasillo de su casa y durmiendo cada noche en la habitaciones de toda la vida,
haciendo bueno aquello de que donde comen dos…
Esas historias caminan por las calles, viajan en metro y
están escritas en bastantes miradas.
Javier ZULOAGA
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