A veces pienso que vivimos sin aliento, casi en el resuello
y me pregunto si realmente hay motivos para que así lo hagamos, o si lo que nos
pasa es que estamos siendo arrastrados por un cauce que tira de nosotros en su
camino de evidencias de lo que pasa en la calle, según una estrategia que se
sostiene principalmente sobre el desastre.
No hay que detenerse en casos concretos, ni siglas, ni
nombres propios. Basta con ponerse los dedos bajo los ojos, sobre la nariz, y
mirar sólo al horizonte, para intuir que lo que tenemos más cerca, a nuestros
pies, y que hemos renunciado a ver, contiene una suerte de fórmula perversa que
lleva a pensar que todo lo que nos rodea
se está resquebrajando, que se está yendo a pique.
Esta idea se está volviendo en recurrente cuando, a lo largo
de las últimas semanas, he hecho un uso frecuente del mando a distancia para huir de lo que me llegaba a través de la
pantalla del televisor de mi casa. Lo
hacía tras preguntarme si todo aquello es bueno para la sociedad que, de forma
mayoritaria, se sienta y “zapea” para ver qué le ofrecen los canales de mayor
audiencia.
Y he sentido una gran soledad. Cambiaba de canal a canal y
me iba encontrando con diferentes muestras de lo que hoy quiero llamar “absolutismo
intelectual”, una suerte de situaciones
esperpénticas que no serían de recibo en
una sociedad que pudiera vivir con un poco más de sosiego -y que hoy no lo
puede hacer- porque importa más lo que dicen las encuestas de intención de voto
que el conocimiento real de lo que nos está pasando.
El periodismo español tiene plumas que comunican y analizan de
forma certera y brillante, pero sus líneas llegan a unos lectores que cada día
son menos, a través de unos diarios que padecen los efectos de una crisis por la caída de la
publicidad y el descenso de la venta de ejemplares. Han recortado gastos y en
esas estrecheces el valor de la
experiencia ha acabado bien escaldado.
Pero al tiempo de esa crisis, con triste reflejo en los
quioscos, la comunicación con las grandes masas de población, la lucha por la “share”,
la cuota de pantalla, nos está llevando a situaciones que se alejan bastante de
lo que realmente necesitamos. “Lo que quiere el público es más guerra, más leña.
Al fin y al cabo lo que necesita es identificar la desilusión propia con el
corrosivo panorama que se destila de las auténticas peleas de perros que les
llegan a través de la pantalla del televisor”, me decía hace unos días un amigo
que mira el asunto desde la distancia.
Hasta hace uno o dos años, el molde de la locura televisiva
valía para lo más insustancial de los personajes que nos rodeaban. Se gritaban,
se decían de todo. Era lo que vociferaban la ex de un torero o el sabelotodo de
la prensa de corazón. El que no entendía de aquellos asuntos, apenas se detenía al
barrer los canales porque no sabía casi quienes eran aquellos personajes y prefería
subir al formato más serio, al de los más sesudos.
Pero parece que el molde perverso, por aquello de luchar por
la “share”, se ha extendido. Al fin y al cabo es una cuestión de marketing, ya
que tras las audiencias viene la publicidad y ésta arrastra al dinero.
Fíjense si será así, que Pablo Iglesias, secretario general
de Podemos, le decía hace unas semanas a Jordi Évole, en la Sexta, que este canal no le había
hecho ningún favor, sino que había sido
al revés, ya que él había arrastrado a los espectadores. Cuando lo escuché ,
pensé que todo esto es una perversión del sistema y me pregunté si no
acabaremos en una vorágine bastante ingobernable.
Los que vivimos en Cataluña solemos decir “A ver quien la
hace más gorda” para ilustrar esos vértigos del descontrol. Y parece que los
escándalos, cuanto más grandes son, más venden. Y tal vez por eso en algunas
tertulias se coloca a los que hablan unos frente a otros, en el sentido físico
e ideológico de la palabra, para que así puedan los espectadores ver cómo se
atacan, gritan y señalan con el dedo amenazadoramente y ver que, efectivamente,
todo es un desastre.
La última, la que más me ha hecho saltar de la butaca, han
sido las palabras de un economista que enseña en los Estados Unidos, que para
ilustrar su convicción de que los hispanos somos un tanto golfos se refugió en las
influencias que el estudio y lectura de la picaresca en nuestro bachiller, la
del Buscón y el Lazarillo de Tormes, hayan podido tener en nuestro
comportamiento.
¿Se acuerdan ustedes de “La Clave”, de José Luis Balbín?. Aquella
sí era otra historia.
Javier ZULOAGA
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