Los humanos, muy especialmente los celtibéricos, creyentes, agnósticos o ateos, acostumbran a
invocar a Dios cuando se encuentran ante escenarios trascendentales. Es una
manera de amarrar convicciones profundas, lamentarse por desesperanzas sin
remedio, poner sobre la mesa intransigencias innegociables, defender verdades
que alguien pone en cuestión, gritar cuando te pillas un dedo con la cerradura
de una puerta o soltar presión de rabia cuando ya no se puede más con algo.
¡Que venga Dios y lo vea!, ¡Esto no hay Dios que lo
arregle!, ¡Por aquí no pasa ni Dios!, ¡Te lo juro por Dios!, ¡Dios como te
quiero! o ¡Me cago en Dios!, forman parte de una jerga que, sin ánimo ofensivo,
está en el vocabulario de todos como gran palabra multiuso, que tiene derivadas
de menor rango, como una que me contó mi padre sobre un tudelano de la huerta
de la Mejana que respondió a la caída de un gran pedrisco sobre su cosecha con
un sonoro “Me cago en los zapaticos del Niño Jesús”.
La fuerza del uso y el paso del tiempo han hecho que sean
pocos los que se escandalicen, aunque estén en desacuerdo con recurrir a Dios
con fines tan diversos. La verdad es que no sé si en el mundo del Islam y Buda
estas licencias pasarían desapercibidas, como con toda seguridad hace unos
siglos el Santo Oficio algo habría tenido que decir sobre el asunto.
He dejado, para dedicarle ahora unas líneas, aquello de “Eso
no se lo cree ni Dios” que utilizamos para decirle a quien habla con nosotros
que lo que dice es imposible, que no es verdad o simplemente que no ocurrirá.
Viajando en mi memoria he aterrizado en la dimensión de los
cambios que se han producido en el mundo que vivimos y, mucho más rápida y
ahora vertiginosamente, en nuestro entorno más cercano.
De chaval y adolescente pensaba que las cosas eran como eran
y que no iban a cambiar, era imposible. Poco tiempo después, un poco más
maduro, veía que las cosas iban cambiando y que no nos había pasado nada, pero
no cabía en mi cabeza que determinados asuntos pudieran dejar de ser
intocables.
Eran las verdades sobrentendidas, que sin embargo tenían
agazapados, tras sus espaldas, aquellos otros dogmas que tampoco se podían
tocar cuando estaban en primera línea y que venían a defender modelos o
“verdades” bien distintas, si no contrarias. Y ahora, todo esto lo vemos desde
el desbordamiento de los acontecimientos que, como ha venido ocurriendo desde
que nació la historia escrita, vivimos en España.
Creo –no se engañe el lector- que los de mi generación, la
del 52 y cercanías, tenemos la gran fortuna de haber asistido a momentos que
son tratados en los libros en capítulo aparte. Veníamos de los recuerdos de
sobremesa de la Guerra Civil –grandes obras “Las tres bodas de Manolita” de
Almudena Grandes y “Casi unas memorias” de Dionisio Ridruejo- nos sobresaltamos
cuando Carrero Blanco voló sobre el tejado de los Jesuitas de Claudio Coello en
Madrid, y vivimos acelerados, sin aliento, la transición que nos dieron
generosamente Suarez González, Roca, Herrero y Rodríguez de Miñón, Pérez Llorca,
Fraga…. Pensamos que todo se venía a pique cuando un teniente coronel
descerrajó su pistola contra la yesería del Congreso de los Diputados.
Tal vez por ello, resulta difícil ahora discutir que los
cambios son de gran envergadura. Las
elecciones al Parlamento europeo han provocado la caída de las caretas de las
cosas que parecían inamovibles; muy especialmente aquí en España; y que han roto los esquemas de "grandeur" en Francia y de la tradición política del Reino Unido.
En la antigua URSS, en los países de la Primavera Árabe, en las antiguas
colonias europeas en África, en la rica pero inquieta Brasil…
pocos se salvan
Todo está cambiando, tanto, que los inmovilismos, aquellos
que no mueven ficha, pueden perder la partida o lo que es peor, complicarla.
Javier ZULOAGA
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